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De ciencia y conocimiento: un preámbulo sobre la soberanía

Con este artículo, los autores, socios de BioCoRe S. Coop, inician en 'La Marea' la sección 'A ciencia incierta'.

Nuestra forma de ciencia se ha convertido en una enfermedad del espíritu occidental. Nos han enseñado que cavando cada vez a más profundidad llegaríamos al centro de nuestro mundo. Pero no encontramos más que roca y fuego, y confundimos la piedra con el corazón y el fuego con la esperanza. Erwin Chargaff, 1979

El conocimiento es la base de nuestra existencia. No se trata simplemente de la mera adquisición de experiencias y técnicas. Hoffmeyer diría «la unidad básica de la vida es el signo, no la molécula». La capacidad de sentir, procesar, transducir y almacenar materia e información (de convertirla, por tanto, en conocimiento) podría decirse que constituye la piedra angular del fenómeno que llamamos vida.

A lo largo del proceso evolutivo, los seres vivos hemos adquirido la capacidad de expandir nuestros sentidos, de encontrar nuevas formas de procesar y transferir la información y de almacenar el conocimiento formado a lo largo de la historia. De la difusión de moléculas simples a la conexión wifi, lo que existe es un salto de escala, no un cambio de funciones.

Y, sin embargo, el salto no es trivial. Todo lo contrario.

Verndasky introdujo el término noosfera, la esfera de conocimiento, como un estado de desarrollo del sistema terrestre por encima de la geosfera (la esfera física) y de la biosfera (la esfera de la vida). Esta habría emergido como producto de los flujos de información de una especie en particular, la humana [1].

A lo largo de nuestra propia evolución, los seres humanos desarrollamos estructuras corporales, culturales y tecnológicas para manejar el conocimiento, para expandir la noosfera hasta límites sin precedentes. Una evolución acelerada, precisamente, al volcar el conocimiento adquirido sobre las mismas.

El conocimiento permite suplir necesidades, colmar deseos, evaluar riesgos, anticipar sucesos, moldear el mundo y, en cierto modo, el tiempo. El conocimiento es poder. Permite la explotación de recursos y su ordenación. No en vano, la búsqueda de conocimiento (y las vías para conseguirlo) es inseparable de la historia cultural, política y socioeconómica de la humanidad. El conocimiento posibilita el desarrollo de los sistemas sociales, y el mantenimiento de los estratos de poder que lo poseen. Consecuentemente, el conocimiento es moldeado por los intereses de quien lo persigue.

El conocimiento es un proceso emergente, asociado y dependiente de un modelo de producción, de unas herramientas que moldean la materia para dotar de formas determinadas a los usos que se producen a través de su ejercicio.

El desarrollo monopolista de la era moderna ha construido una forma de conocimiento práctica utilitarista y materialista, basado en la experiencia, la constatación y el análisis, de acuerdo a sus necesidades. Una herramienta metodológica que nos ha llevado, en menos de cuatrocientos años de los sistemas de poleas a los satélites espaciales. De forma genérica nos referimos a esta como ciencia.

Reconocida como un valor universal, la ciencia se ha constituido como uno de los pilares de la civilización. Sin más cuestiones, se habla de ciencia como de un ente aséptico, benévolo, que trabaja al servicio de la humanidad como garante de su desarrollo, como fuente última de un conocimiento plural e independiente.

Como elemento mágico, la ciencia [2] se extrae de la realidad social. No encontramos muchas voces críticas dentro de un ejercicio tan transversal y transcendente para nuestra sociedad, aún cuando el conocimiento científico se encuentra en la base de todo el desarrollo industrial y la producción de bienes de consumo ¿Cómo es esto posible?

Una especie de pacto silencioso parece blindar de críticas, no ya a las investigaciones científicas en particular, sino a la praxis científica en general. Y sin embargo, no es difícil entrever que la universalidad de la ciencia esconde preguntas incómodas que no podemos pasar por alto. Aquellas que tienen que ver con la explotación de las personas dentro y fuera de su ejercicio, los monopolios de la publicación científica, la exclusión social en la participación y el acceso a carreras científicas, y, sobre todo, la propiedad del conocimiento y el conocimiento en sí mismo.

¿Qué costes y beneficios tiene la ciencia para el conjunto de la sociedad, en todos sus estratos? ¿Cuán aséptico es el conocimiento científico? ¿Bajo qué criterios y con qué fines y estructuras se investiga? ¿Cómo se financia y qué reproduce la ciencia? ¿Cómo afectan y afectarán los desarrollos tecnocientíficos inmediatos a la evolución de las sociedades y a la misma humanidad?

El conocimiento es la base de nuestra existencia y el principio de nuestra evolución. ¿Cómo elegiremos conocernos a partir de ahora?


[1] Una exclusividad que podríamos discutir, y discutiremos.

[2] Al hablar de ciencia, en este contexto, separamos dos cuestiones. La referente al Método científico, como conjunto de criterios y herramientas dirigidos a la objetivación del conocimiento; frente a lo que podemos denominar como Sistema Ciencia, o conjunto de estructuras, dinámicas y praxis que rodean al ejercicio científico. Nuestra crítica no es en ningún caso sobre el conocimiento per se, sino sobre las limitaciones y abusos del método, y la praxis en las bases del Sistema Ciencia como una herramienta social, política y económica.

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