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Francia: ¿hacia el fin de la historia o postergar su ruptura?
"Esperan meses de mucho fuego de artificio y marketing político, pero poco de ofrecer respuestas respecto a las brechas que erosionan a pasos agigantados las democracias modernas", sostiene el autor.
Francia encara la segunda ronda de las elecciones presidenciales con la obligación de decantarse entre dos opciones absolutamente antagónicas, desde luego, pero con la impostura como única norma política. De un lado, como describió Naomi Klein en No Logo sobre la actuación de Barack Obama en Estados Unidos, el intento de Emmanuel Macron por cambiar “la imagen de marca” del país con el único objetivo de resucitar el proyecto neoliberal cuando éste se encuentra plenamente desacreditado. De otro, el poder de las palabras de Marine Le Pen para camuflar una profunda tradición de autoritarismo reaccionario a través de renegar de las connotaciones ultras de su apellido y de las siglas del partido al que representa. La “excepción francesa”, esa manera en la que esta sociedad se diferencia de las dinámicas atlánticas que la rodean, se encuentra tan carcomida por la sedimentación del credo económico a nivel global que solo es consumible por un electorado ávido de nuevos envoltorios.
No ha pasado tanto tiempo desde que, en un intento por renovar el clima cultural en el país, Pierre Bourdieu sostuviera dos años después de los acontecimientos de mayo del 1968 que, en una estructura social dada, tanto la cultura dominada como la dominante deben sus características a la relación que mantienen entre sí. Como lo resumió Jeremy Ahearne, esta era la forma del sociólogo de criticar tanto el populismo como la alternativa oficial, a la que se refirió de forma irónica como “populicultural”: la dialéctica de las clases dominantes para legitimar y reproducir su posición cultivando “el pueblo” en un estado de podredumbre, es decir, “infestado de maleza”. Cabe preguntarse hoy cuáles son las malas hierbas que han crecido en Francia.
En un análisis cristalino del país, Perry Anderson concluyó en El Nuevo Viejo Mundo que “entre las masas, el neoliberalismo à la française no ha cuajado”. Tras una contundente recapitulación de nombres que se inician en 1983, cuando François Mitterrand culminó el giro decisivo del socialismo hacia la lógica de los mercados financieros, Anderson expresaba que el electorado francés ha rechazado consecutivamente todos los gobiernos que ha intentado administrarle dicha medicina. “Siete gobiernos en veinte años, con una duración media de tres años. Todos entregados, con mínimas variaciones, a políticas similares. Ninguno ha sido reelegido”, escribió en 2009. En este sentido, probablemente Emmanuel Macron ataje el desastre a corto plazo, pero el peligro es que no trate de amainar las corrientes de fondo nacionales, regionales y globales que asfixian a los franceses, sino que les imprima mayor fuerza.
Ahondar en la reforma laboral que el año pasado provocó el surgimiento de la Nuit Debout se sumará a los planes líquidos del muy posible futuro presidente de la República, expuestos sobre estas líneas, de crear un espacio digital privatizado bajo el dogma de la innovación dentro del cual los ciudadanos intenten asumir y afrontar los riesgos de la modernidad. Tampoco existe certeza alguna para pensar que hará lo más mínimo por revertir la integración negativa de la Unión Europea o los paquetes de desregulación que comenzaron con el Acta Única —y que se institucionalizaron cual camisa de fuerza económica en Maastricht apretando a la sociedad francesa—.
Por otro lado, Macron ha sido el único candidato que ha apoyado acuerdos de libre comercio como el CETA o el TTIP. Desde Bruselas, en lugar de corregir las negligencias del pasado que tratan de hacer vinculantes estos tratados internacionales, han doblado la apuesta tras el triunfo de Donald Trump: aumentar la retórica contra el populismo al tiempo que presenta la política comercial europea como venerable. A cinco días de la segunda vuelta, el candidato de En Marche! se vio obligado a matizar esta pirotecnia argumental y señalar que “el CETA ha sido diseñado al margen del proceso democrático”. Esperan meses de mucho fuego de artificio y marketing político, pero poco de ofrecer respuestas respecto a las brechas que erosionan a pasos agigantados las democracias modernas.
Sucede también que, a costa de sobrevivir en el presente, Francia ha acabado con los partidos tradicionales y con una de sus últimas mallas de sujeción a la hora de evitar a la extrema derecha en el futuro. Es más: el que fuera ministro de Economía de François Hollande, apoyado por el ala más dura del Partido Socialista francés, ha llamado “cambio” a la extracción desde fuera de todo resquicio de la esencia social de una formación que siempre ha servido de referencia para la socialdemocracia europea. Y una vez el capitalismo se ha desecho de este freno, el rodillo continuará. No sería de extrañar que, durante los próximos años, las élites mediáticas trataran de presentar a Emmanuel Macron con un marco lo suficientemente atractivo para que toda la sociedad francesa proyecte sobre en él sus deseos más profundos de renovación. Al mismo tiempo que hacen lo posible por mantener una zona lo suficientemente oscura para dejar fuera a los más radicales, es decir, a los insumisos apadrinados por Jean-Luc Melénchon. Acabar con “el mayor peligro para los mercados” será el siguiente paso inevitable, la ensoñación de que aún es posible establecer ese Fin de la Historia que predijo Francis Fukuyama.
Lo cierto es que, de tanto señalar que cualquier desafío al poder abriría la puerta a los totalitarismos, estos están al borde de alcanzar la cima del Elíseo. Cuando aquel 21 de abril de 2002 Jean-Marie Le Pen se impuso a Lionel Jospin y accedió por primera vez a la segunda ronda de una elecciones francesas, Jacques Chirac arrasó con una mayoría del 82% en la segunda vuelta. Entonces, el lema fue: “Mejor una República bananera que una Francia fascista”. Hoy la dicotomía es similar, pero la situación muy diferente. Si las estimaciones de las encuestas se cumplen, y así ha sucedido con la primera ronda, la ventaja con la que el enfant terrible se impondrá sobre Marine Le Pen será escasa y no superará los 20 puntos. Incuestionable es también que un millón de personas nuevas hayan votado al Frente Nacional con respecto a 2012.
No obstante, lo más ilustrativo de la deformación del rostro de la sociedad francesa tras décadas de liberalización comienza a entreverse en el estado de la llamada “Francia real”. Recientemente, Le Pen acudió a localidad francesa de Amiens para remontar en su campaña. El corresponsal de El País Marc Bassets lo plasmaba así: “Ella irrumpió como la protectora de la gente de la calle ante las fuerzas ciegas de la globalización. Él, como el exabanquero y exministro que carga con la imagen de hombre de la élite, más cómodo en los pasillos del poder que en el barro de los suburbios industriales”. Era un lugar particular, con una fábrica a punto de ser trasladado a Polonia, pero basta para poner de manifiesto que la división política presentada por el establishment, “sociedades abiertas o sociedades cerradas”, es tramposa. Al negar la verdadera conjetura moderna (lo popular y local contra lo global y tecnocrático), taponan una olla a punto de explotar. Mayor presión arroja el hecho de que, cooptar la idea de revolución a las fuerzas progresistas y atribuírsela a Macron, menosprecia el hartazgo contra las dinámicas que recorren las espina dorsal francesa. Lo señaló de forma acertada el editor de Verso David Broker: “Banqueros de inversión para la Revolución, fascistas para la República.”
Las corrientes a nivel mundial no son menos halagüeñas. En un libro publicado en francés en 2013, Costas Lapavitsas, Wolfgang Streeck, Stathis Kouvelakis y otros definieron a la Europa de hoy como “el enlace más débil” del capitalismo global. Diversos factores históricos y políticos contemporáneos lo corroboran. Con la salida del Reino Unido, el club de los veintisiete se encuentra cada vez más indefenso ante el desordenado tablero mundial. Asimismo, entre otros, Macron se enfrentará en Bruselas al reto de continuar con la integración europea en algunas de las áreas más delicadas, como la energía o la tecnologías de la información, para frenar el subdesarrollo en estas materias y la dependencia con EEUU. Cuatro de las cinco compañías que controlarán la mayoría de nuestros datos a través de sistemas de inteligencia artificial se encuentran en Palo Alto, la otra es China. En plena era digital, ni una sola de las 20 empresas más importantes de internet en cuanto a beneficios es europea. También los servicios digitales y financieros, o las telecomunicaciones, son áreas en las que el mercado único deberá completarse, y que además requieren de una política exterior en defensa y seguridad comunitaria. Hasta el momento, también en manos de los norteamericanos, que la lideran a través de la OTAN.
La incapacidad para gestionar el desborde nacionalista y reconstruirse internamente alerta con colocar progresivamente a Europa en el estado de un río cuyas veintisiete corrientes culturales y sociales debieran elegir en cuál de los dos océanos globales desembocan: China, un capitalismo de estado dirigido de manera autoritaria por un partido comunista, o Estados Unidos, donde las fuertes tensiones entre capitalismo y democracia ya son difíciles de disimular en un país gobernado por un magnate megalómano. Atrás parecen quedar los tiempos en los que Jean Monnet, banquero y gran arquitecto francés de la integración comunitaria, representaba a unas élites europeas legítimas con la fe puesta en un futuro en el que los europeos pudieran decidir sus propios asuntos. Pocas esperanzas existen de que el eje franco-alemán resurja cual fénix de sus cenizas en 2017 para redefinir el ideal de este milenio y mover verdaderamente el mundo hacia delante. El problema es que, de no hacerlo, tarde o temprano el Viejo Continente será el primero en pagar las consecuencias.
Ya en su época, los romanos fueron conscientes de que, cuando la República peligraba, el estado de excepción únicamente podía durar un breve tiempo. De lo contrario, las democracias se debilitarían y la puerta quedaría abierta a quienes las desafían. El progreso descontrolado, alabado desde finales del pasado siglo por los epígonos del neoliberalismo, ha colocado el batir de las alas de los demonios del nuevo mundo muy cerca de las capitales de Occidente. El ruido no puede ser más ensordecedor.