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Con el sudor de vuestra frente
"Hasta en Davos se empieza a mencionar la renta básica para todos: que no trabajen, pero que no se rebelen. Una renta básica y posibilidades de ocio que mantengan a la gente en sus casas, pegados a la pantalla, o que les permitan proyectar su violencia desde las gradas del campo de fútbol", escribe el autor.
Imaginaos viviendo en el futuro. ¿Trabajáis? Si la respuesta es sí: ¿os alegra hacerlo?
No hay obra dedicada a pensar el futuro en la que el trabajo no desempeñe un papel importante; las relaciones laborales son siempre parte del guion, igual que no puede haber referencia a una nueva sociedad en la que no se esboce al menos una concepción de la familia, del sexo y del reparto de poder. Todo, en realidad, está interrelacionado.
En las primeras páginas de El año del desierto, de Pedro Mairal, María, la protagonista y narradora, es secretaria de una gran empresa; cuando el orden social en Buenos Aires comienza a tambalearse, debido a rebeliones en La Provincia y también a una amenaza más difusa, la intemperie, María se queda en una situación precaria en la que no sabe si tiene empleo; mientras aguarda, se gana la pertenencia a la comunidad que se forma en su bloque de viviendas lavando ropa y fregando; pasa después a una fase de trabajo voluntario en un hospital. Pero todo se hunde, se oxida, se deteriora, y acaba ofreciendo lo único que posee con valor de intercambio: su cuerpo. Más tarde, cuando huya del prostíbulo, después de una breve fase de aparcera en el campo (cerca ya de la sociedad feudal) descenderá el último escalón: esclava de la horda, cuerpo intercambiable, que se puede destruir si se desea. La vuelta a la normalidad del mundo que la rodea también tiene su reflejo en el nuevo empleo de María: bibliotecaria.
Para averiguar el grado de civilización de un grupo no hay mejores indicadores que las relaciones laborales y la situación de las mujeres, que reflejan la capacidad de empatía de dicho grupo y su sentido de la justicia. Por eso, imaginar el trabajo en el futuro nos dice mucho de la sociedad que deseamos o tememos.
Campanella imaginaba un enclave utópico en el que los ciudadanos trabajan cuatro horas; como no hay en él clases ociosas, con esas pocas horas basta para que todos puedan mantenerse; Moro consideraba necesarias seis. Y han sido muchos los autores, también más cercanos en el tiempo, que reducían la jornada laboral a un horario envidiable, a menudo combinado con la libertad de elegir empleo o, al menos, alternar distintas actividades. La jubilación en muchos de estos paraísos para el trabajador se adelanta a edades tan tempranas como los 45 años. En Anarres, el mundo aparentemente utópico creado por Ursula Le Guin en Los desposeídos, son los ciudadanos quienes eligen el empleo en la lista de trabajos disponibles. Cuando un habitante de Urras, el mundo capitalista, pregunta por qué alguien elegiría un trabajo duro o peligroso si no está obligado a ello y sin recibir mayor remuneración, la respuesta es múltiple: por el desafío, por el orgullo de hacer un trabajo difícil, por el placer de hacerlo en grupo, por variar. En resumen: por la satisfacción que ofrece el trabajo en sí.
En el futuro que se nos predice, no en la literatura sino en las páginas de Economía y de Ciencia y Tecnología de los diarios, buena parte de la población no tendrá empleo. Los robots se harán cargo –ya están en ello– de los trabajos industriales; máquinas realizarán por nosotros las funciones monótonas y devastadoras para el espíritu: ya no habrá taquilleros en el metro ni jóvenes aburridos en las cajas de los supermercados. Las máquinas nos liberarán y prestarán también servicios hoy mal remunerados, como el cuidado de los enfermos. La promesa del pleno empleo siempre fue demagógica en una sociedad en la que era necesario un excedente de trabajadores para abaratar la mano de obra, pero hoy no resulta ni siquiera atractiva. Ya no creemos que el trabajo nos haga libres, ni siquiera mejores, las virtudes del esfuerzo se difuminan cuando queda claro que la sociedad no lo premia, más bien, lo desprecia. ¿Por qué vamos a pretender entonces ocupaciones rutinarias y mal pagadas, que son la mayoría de las que se ofrecen? Por eso, la izquierda y la derecha juegan con la idea de introducir una renta básica universal para evitar la catástrofe –o los disturbios– que provocaría un paro masivo. Hasta en Davos se empieza a mencionar la renta básica para todos: que no trabajen, pero que no se rebelen. Una renta básica y posibilidades de ocio que mantengan a la gente en sus casas, pegados a la pantalla, o que les permitan proyectar su violencia desde las gradas del campo de fútbol.
Ya casi nadie habla de la posibilidad de reducir el número de horas trabajadas, como en las utopías que mencionaba más arriba, y mucho menos de la rotación de labores para hacerlas más llevaderas. Quizá porque en tales utopías, para que el sistema funcione, se necesita un elemento adicional que hoy es impensable: o bien no existe la propiedad privada, o bien todos reciben la misma remuneración. Si no hay diferencia de salarios ni posibilidad de acumular capital, la competencia entre ciudadanos y la avaricia desaparecen. Entonces el trabajo se dignifica y deja de ser parte de la lucha por la acumulación. Sin lujo ni estatus social adquiridos mediante la posesión, el trabajo se vuelve eso que se supone que debe ser: forma de realización, de desafío, de contribución a la comunidad, de alegre lucha para conseguir lo necesario. No es esto, sin embargo, lo que nos proponen hoy. Por supuesto a la derecha ni se le ocurre y la izquierda ha dejado de soñar hace mucho tiempo, no porque haya despertado, sino porque está sumida en un sopor sin imágenes en el que tan sólo cabe la administración de lo inmediato y poner un freno de emergencia a la ley del más fuerte.
Entonces, siendo realistas, ¿nos parece una buena opción esa sociedad en la que la mayoría no trabaja? ¿O sabemos que tiene truco? ¿Quién construye los robots que construyen los robots? Hasta ahora, hemos aprendido que los saltos cualitativos en nuestro nivel de vida no van aparejados a una reducción de la explotación sino a un desplazamiento de ésta. Los obreros en Europa viven mucho mejor que en la revolución industrial, no cabe duda, pero en África se siguen extrayendo las materias primas necesarias para nuestro bienestar con trabajo esclavo. Intuimos que nuestra burbuja la mantiene gente a la que no vemos ni queremos ver. En Zardoz, la película de John Boorman, existe una comunidad de inmortales que vive eternamente sin trabajar, aislada del exterior por un muro transparente. Pero fuera de esa burbuja sí hay personas cultivando la tierra para ellos. Al final toda utopía tiene un reverso distópico que no siempre se percibe. Como le explica una inmortal a Zed, el cazador de hombres que ha logrado introducirse en ese mundo perfecto: “Para conseguirlo tuvimos que endurecer nuestro corazón. Sois el precio que pagamos por todo esto”. Una explicación perfecta de la utopía neoliberal.