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‘Los Cinco y yo’, de Antonio Orejudo: mucho más que entretenimiento
"El escritor ahora, como siempre, nos da herramientas para la reflexión, la crítica y también el descubrimiento".
Es frecuente escuchar a Antonio Orejudo hablar de la literatura como forma de entretenimiento. Lo ha dicho en más de una entrevista, en más de una presentación: leer es lo que hacemos en nuestro tiempo de ocio y, por tanto, no podemos pretender que la literatura sea más que eso: una distracción. Sus novelas son, en consecuencia, entretenidas: su peculiar sentido del humor, sus tramas sorprendentes, su espléndido manejo del lenguaje, sus estructuras aparentemente sencillas, todo hace que sus novelas —Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren, Un momento de descanso o incluso la más densa Reconstrucción— resulten lecturas que confirman su visión de la literatura: son amenas y entretenidas. Pero por mucho que Orejudo nos quiera convencer de que la literatura es solo eso, la suya es mucho más. Cualquiera de sus novelas mencionadas y la nueva Los Cinco y yo (repite en Tusquets) no solo nos deleitan. Con su humor incisivo, un análisis siempre agudo del mundo a representar, con sus juegos entre realidad y ficción, sus personajes desconcertantes y con una visión peculiar y casi siempre ácida del presente y del pasado, Orejudo ahora, como siempre, nos da herramientas para la reflexión, la crítica y también el descubrimiento.
En Los Cinco y yo Orejudo nos presenta a un narrador, Toni o Toñito con un apellido que empieza por O, que nos cuenta en primera persona sus recuerdos de infancia y adolescencia como parte de la generación del baby-boom, esa generación que desbordó los colegios y que alcanzó su pico hormonal en el momento del destape, también de la heroína. Es esa generación que, según el narrador, ha pasado por la historia sin actuar sobre ella, que llegó demasiado pronto a la Transición y demasiado tarde al 15-M. Una generación pasiva y acomodaticia. A la muerte de Franco, «los que se hicieron con las riendas del país tenían entonces la edad de Cristo. Nosotros, que acabábamos de cumplir diez, once o doce años, teníamos la edad de Los Cinco».
Toni cuenta cómo con ellos descubrió el placer de la suspensión de la incredulidad, el encanto de sumergirse en la ficción de tal manera que todo era posible dentro de ella. En Los Cinco y yo Toni O. enlaza su biografía con la historia de Los Cinco y lo que llegarían a ser esos cuatro chavales cuarenta años después (el perro, como se comprenderá, no da para tanto). Y esa historia futura que nos cuenta Toni es en realidad la novela After Five, escrita por un «gordito pedante» que no es otro que un personaje llamado Rafael Reig (sí, como el escritor de verdad). Precisamente es la presentación de After Five, el bestseller de Reig, lo que sirve de pie para el arranque de la novela. «A los cincuenta», dirá más tarde el narrador, «tocaba mirarse en el espejo de estos personajes y preguntarse qué había sido de aquellos chicos con la misma curiosidad con que uno se preguntaba en las fiestas de viejos compañeros de colegio qué había sido del Manguas o del Búfalo». Así, los personajes que Toni nos presenta como parte de su vida (el Manguas y compañía), se reflejan en los personajes creados por Enid Blyton, y en su continuación cuarenta años después en la novela de ese Rafel Reig de ficción. ¿Me siguen?
Así que parodia, juegos de guiños autobiográficos y referencias a colegas literarios, metaficción, ficción sobre ficción, mucho humor y una narración endiabladamente inteligente. Y, sin embargo, la novela también destila cierta tristeza. Decía hace poco en su blog José Ovejero que «en realidad, el humor en la literatura española es casi siempre triste porque el tema central suele ser la derrota, individual o social; así es en el Quijote, así es en buena parte de la picaresca, así es en Orejudo, en Reig…». Y efectivamente así es en Los Cinco y yo. Las referencias a la derrota, al fracaso, impregnan toda la novela y aunque siempre se tiñen del humor ácido característico del autor, a veces la acidez vence: el niño apocado que ansió el reconocimiento de sus pares y nunca lo consiguió, que creció tarde y tuvo que compensar su falta de encanto con mucho sentido del humor, el escritor que ya no escribe, que ha dejado al menos ocho proyectos sin acabar o sin empezar (por desidia, por desinterés, por…), la fiesta de cincuentones en la que todos se miran contemplando el fracaso ajeno. Y, sobre todo, el fracaso colectivo de esa generación pasiva, de la que el narrador hubiera querido escribir una obra titulada Elogio de la mediocridad, pero tampoco entonces encontró suficientes alicientes para hacerlo.
Los Cinco y yo no solo habla de la generación de Orejudo, también de la de sus padres y lo hace con mucha ternura. Habla de esos progenitores incansables nacidos durante la guerra civil o la primera posguerra que salieron de sus pueblos y se fueron a las grandes capitales, llevando con ellos todos sus miedos y recelos, también su sentido común y su ética del trabajo, de la dignidad. Es esa madre para la que leer era «coger un libro» o que se moría del susto cuando su hijo llegaba tarde a casa y se lo dejaba saber a zapatillazo limpio; o ese padre estricto con las horas de sueño y coleccionista de fascículos, que inculca en Toni sus dos virtudes esenciales: «la disciplina y la fuerza de voluntad». ¿Y hay nostalgia en todo esto? Ninguna. La tristeza no añora un pasado idealizado, sino que nace de la certeza de lo no realizado, es decir, de todo aquello en lo que se fracasó. Por eso, si se toma en serio, esta tristeza es mucho más dolorosa que la nostalgia.
Los Cinco y yo explora otros temas que dejo en el tintero para descubrimiento y placer del lector o lectora. Y sí, es cierto: es una novela que se lee ágilmente y entretiene, estimula el cosquilleo de la risa y, sobre todo, deslumbra por su inteligencia.