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Hablando en futuro del presente

El escritor inicia hoy en 'La Marea' la serie 'De ciudadanos y cyborgs', un conjunto de artículos dedicados a examinar distintas formas de pensar, desear y temer el futuro que se publicarán quincenalmente.

DE CIUDADANOS Y DE CYBORGS

Déjate de ciencia ficción; déjate de distopías. No me hables del futuro. Las cosas suceden ahora. Escribir sobre el futuro es escapista, conservador. ¿De qué me sirve inventar historias que ocurrirán dentro de varios siglos, criticar las condiciones políticas y sociales de ese mundo imaginario en lugar de denunciar las actuales? Déjate de bladerunners, de espectáculos interestelares, de absurdos extraterrestres. La realidad está aquí, bien terrestre, no allí.

He oído más de una vez ese tipo de argumentaciones y conminaciones, sobre todo desde la crítica literaria de izquierda; el futuro en la literatura, dicen, no es más que una coartada, una manera de mirar alegremente hacia otro lado. El divertimento de quien no se atreve a examinar lo que está sucediendo ahora. El futuro como nueva manifestación del exotismo.

Si hace menos de un siglo las películas y novelas de aventuras se desarrollaban en zonas remotas del planeta, en selvas y montañas lejanas, para conceder un marco atractivo a las peripecias de los protagonistas, hoy, cuando ya no hay en la Tierra ningún lugar remoto porque todos son alcanzables fácilmente, al menos de forma virtual, es necesario desplazar a nuestros héroes a “una galaxia muy, muy lejana” y a siglos venideros, a lugares inexplorados porque aún no están aquí. ¿No se debe a eso esta eclosión de películas y series de ciencia ficción? ¿No está el cine estadounidense siempre a la vanguardia de la negación de la realidad social, con sus comedietas románticas, con sus aventuras del lejano Oeste, con sus entretenidísimos Tarantinos y sus biopics de superación personal, con tiernas historias en las que papá salva el mundo con su heroísmo?

No hace mucho, durante un festival literario madrileño, conversaba con otros dos autores de distopías y uno de ellos expresaba su mala conciencia; tenía la impresión de que al escribir una distopía estaba escribiendo una novela retrógrada. Ese pesimismo, decía, ese derrotismo; como si no se pudiese hacer nada para evitar la catástrofe.

Claro que hay novelas y películas retrógradas que estetizan la miseria, hacen atractiva la destrucción de planetas, juegan con nuestro morbo como esas agencias de viajes que llevan a turistas a zonas de guerra. ¿No es excitante, asistir en primera fila al apocalipsis?

Veámoslo de otra manera: el futuro no existe, solo es una proyección nuestra. Luego cuando hablamos del futuro de lo que estamos hablando es del mundo en el que vivimos. Entonces, ¿por qué no hacerlo directamente? ¿Por qué 1984, o 2049 o Moscú 2042?

El filósofo alemán Ernest Bloch explicaba que el presente no se puede contar de manera objetiva, “pues sin distancia ni siquiera se puede experimentar algo, cuanto más representarlo”. Y Jameson, en Arqueologías del futuro, da un ejemplo particularmente ilustrativo de la necesidad de que la ficción se despegue de lo real para contarlo, un ejemplo que no tiene nada que ver con la ciencia ficción sino con la novela de detectives, concretamente con las de Raymond Chandler. Jameson escribe que a Chandler le interesan la corrupción, la decadencia, la estupidez, la brutalidad imperantes en el sur de California; pero resulta muy difícil hablar de lo real y presente, porque es extraordinariamente denso; nos encontramos inmersos en ello, nos bombardea con multitud de estímulos, estamos cargados de prejuicios, las cosas suceden deprisa, tenemos nuestros propios intereses –no, no somos neutrales- y uno de ellos suele ser no ver cómo estamos implicados en esa realidad brutal; así que Chandler crea un entretenimiento, desvía la atención del lector hacia un suspense que, en el fondo, es secundario; pero nos atrapa en él y así nos obliga a ver, de reojo, lo que no queremos ver; queríamos otra cosa, seguir las peripecias de un detective huraño o de una mujer fatal o de una banda de delincuentes, pero lo que vemos aunque no queramos es lo demás, lo oculto, lo indeseado.

Y hay épocas particularmente densas, en las que todo se concentra, en las que parece que no hay progreso o salida posibles. Lo fueron las últimas décadas del siglo XIX, cuando la industrialización parecía no dar más de sí y solo la violencia revolucionaria se ofrecía como alternativa a un sistema agotado, y cuando los principales paradigmas del conocimiento estaban a punto de desmoronarse. Es impresionante la cantidad de utopías y distopías publicadas durante aquellos años. Parece que todos los escritores deseaban contribuir a conjurar un futuro aterrador o a construir uno maravilloso para consolarnos o para reflejar, por comparación, los horrores del presente.

Lo mismo está sucediendo ahora, cuando no hay semana en la que no se publique un libro distópico, un análisis sobre el futuro (económico, social, medioambiental, tecnológico); incluso en una lengua con tan poca tradición futurista como la española, decenas de escritores se lanzan a imaginar mundos venideros que, intuimos, solo pueden surgir tras una catástrofe. Porque hoy ya no necesitamos la religión para imaginar la destrucción del mundo: ni Shiva ni el Juicio Final nos hacen falta; nos bastan nuestras propias hazañas tecnológicas: la energía nuclear, la biogenética, la explotación depredadora del planeta. Pero, como es lógico, no nos conformamos con intuir la destrucción global. Queremos saber qué viene después del apocalipsis, asomarnos al aterrador paraíso posthumano que vaticinan algunos. Quizá tiene razón Baudrillard al afirmar que “cuando un sistema alcanza sus propios límites y se satura, entonces se produce una inversión –tiene lugar algo completamente diferente, también en nuestra imaginación”.

A eso, entonces, voy a dedicar esta serie de columnas: a examinar distintas formas de pensar, desear y temer el futuro. Un futuro más o menos lejano, más o menos fantástico, más o menos realista, más o menos deseable, pero que siempre, y eso es lo fundamental, remite al momento en el que lo imaginamos. El inventor del famoso eslogan publicitario “hay otros mundos, pero están en este”, no podía ni intuir cuánta razón tenía. Porque no, el futuro no empieza ahora, como afirma otra frase publicitaria. Empezamos nosotros a construirlo hace tiempo.

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