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Política happening
Vivimos en un tiempo de tendencias, cada vez más rápidas y fútiles, y Podemos ha sido deudor antes, víctima ahora, de tal desarreglo político emocional
A finales de los sesenta Estados Unidos tenía un serio problema de encaje. Su sistema de valores, su estructura de gobierno y su mitología nacional, surgidas de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, pero también de la posterior ola reaccionaria del macartismo, habían dejado de ser un consenso. Las generaciones más jóvenes, especialmente las situadas en los grandes núcleos urbanos y universitarios, los grupos raciales oprimidos y una gran parte de su intelectualidad estaban en franca disputa no ya con una administración concreta o unas medidas determinadas, sino con el propio modelo de país y sociedad. Y era algo que no sólo ocurría en la primera potencia mundial, sino que sucedía en todas partes del mundo: Ciudad de México, París, Londres, Tokio, Praga…
La Guerra de Vietnam fue, sin duda, el acelerante en el incendio, el agregador que permitió unir en un sólo cuerpo de oposición a grupos de cristianos de base, estrellas del rocanrol, comunistas y figuras de la contracultura. En la marcha contra la guerra de octubre del 67, una multitud de unas doscientas mil personas se dio cita en Washington para, a los pies del monumento a Lincoln, protestar contra la desmedida carnicería que sucedía en las selvas del sudeste asiático. Gran parte de la sociedad estadounidense permanecía atónita frente al televisor observando cómo sus hijos no sólo habían dado la espalda a los confortables hogares que les criaron con copos de cereales y fuegos artificiales el 4 de Julio, sino que se habían atrevido a hacer algo que ellos, sus padres, de camisa blanca, gafas de pasta, pelo a cepillo y cómodo sillón orejero, nunca habían ni soñado: hacer oír su voz. Y en el fondo sabían que tenían razón.
Una multitud de un cuarto de los manifestantes, al acabar el acto, se dirige al Pentágono. Por allí anda el poeta Allen Ginsberg, los estudiantes del SDS que en nada tomarán las armas, Norman Mailer, como una urraca a la caza de objetos brillantes, dejará constancia de todo aquello en Los Ejércitos de la noche. Los Yippies, un grupo entre lo teatral, lo cómico y lo político, han prometido hacer levitar el Pentágono cien metros. Si, han leído bien, quieren hacer levitar el centro del poder militar estadounidense. Han llegado a la conclusión de que si en muchas religiones la figura pentagonal es el símbolo del maligno hay que exorcizar ese edificio como sea. La astracanada, la absurdez, lo imposible se vuelve verdad desde el momento en que las cámaras les persiguen esperando a ver qué va a pasar. Las autoridades negocian con ellos y al final les permiten realizar su exorcismo a condición de que el edificio sólo se levante del suelo diez metros.
Abbie Hoffman, uno de los líderes de este peculiar grupo (quizá les suene por las películas un tío blanco con el pelo a lo afro, camisa desabrochada con la bandera de las barras y estrellas y gafas espejadas de aviador) tenía en su largo historial de frases lapidarias una bastante definitoria de su activismo: “no compres espacios publicitarios, haz las noticias”. Y allí, en ese momento y lugar, la estrategia parecía ser efectiva. De las mejores acciones Yippies destacan un par por su resonancia. El día que desde la tribuna de invitados de la bolsa de valores de Nueva York su grupo empezó a lanzar billetes de dólar -la mayoría burdas falsificaciones- creando tal revuelo entre los corredores que la sesión casi tuvo que ser suspendida. Un año más tarde, en la convención Demócrata del 68, presentaron a Pigasus, un simpático cochinillo como candidato a presidente. La foto de la detención del animal por cuatro policías estupefactos eclipsó a los candidatos convencionales. Al menos se lo pasaban bien.
Los Yippies y demás grupos de política teatral, como las WITCH o los Diggers, aprovecharon la idea artística del happening no sólo para ocupar los espacios mediáticos, sino para romper la estructura de lo convencional. Es cierto que el Pentágono no se elevó un milímetro del suelo, tanto como que a un nivel emocional quedó desacralizado para toda la gente que observó la peculiar protesta. Estos grupos siempre fueron criticados, con razón, por su absoluta falta de organización y un excesivo protagonismo que desviaba a veces el foco original de los conflictos y las cuestiones más esenciales. Sin embargo consiguieron introducir esas mismas reivindicaciones en el imaginario de los más renuentes a la política formal a través del ocio. De una extraña manera, cuando alguna canción de rocanrol sonaba en la radio, aún sin tener que ver nada ni con el gobierno, la guerra o las manifestaciones, la gente sentía que aquellas notas hablaban de conflicto.
No me pregunten por qué extraño mecanismo al ver el Tramabús me acordé de todo esto. Aunque, por suerte y por desgracia, Pablo Iglesias no se parece en casi nada a Abbie Hoffman ni Podemos a los Yippies, el partido morado siempre ha tenido algo de política happening. No en el sentido de la organización de acciones estrambóticas y sorprendentes, pero sí en el de ser un permanente generador de actualidades en los medios. Mientras que en un principio la aparición de cualquiera de sus líderes en un debate siempre daba la sensación de que algo iba a pasar, esa situación se ha ido desdibujando con el lógico fin de la novedad pero también con la toma de medida de los profesionales del alboroto televisado. Ya no es sólo que Podemos no cree picos en las audiencias, como leía en una entrevista a un conductor de tertulias mañaneras, sino que se ha hecho tan parte del paisaje de la pantalla que sus situaciones provocadas rara vez consiguen lo deseado.
Puede que el Tramabús sea algo mejorable, casi tanto como los debates que a izquierda y derecha se han generado en torno a él. Que los conservadores se escandalicen y hablen de que es un atentado a la democracia, por señalar públicamente a una pandilla de comprobados expertos en la política del susurro, las puertas giratorias y la corrupción, que el ex-ministro Margallo lo compare con la Revolución Cultural China -sin que se le despeine ni una de sus canas-, que el ABC saque una noticia acusando al ingenio rodante de detenerse más de dos minutos en áreas no permitidas, roza una inquina tan notable que sonroja. Se puede ser de derechas, como lo son la inmensa mayoría de los bustos parlantes que aparecen en pantalla. Lo que no se puede hacer es el ridículo. Que la izquierda, por otro lado, critique al bus con el argumento de que no profundiza en los motivos sistémicos de la corrupción parece lógico, lo que no lo es tanto es que en apenas dos años, los mismos que hubieran calificado esta acción como una magnífica y atrevida maniobra, hoy rían de medio lado en un movimiento de péndulo que recuerda a los despechos pasionales más profundos. Vivimos en un tiempo de tendencias, cada vez más rápidas y fútiles, y Podemos ha sido deudor antes, víctima ahora, de tal desarreglo político emocional.
La cuestión, en último término, no es si el autobús es una buena idea, sino si la política happening es posible en nuestros días. Lo primero que convendría es ser sinceros y asumir que con el exquisito cumplimiento de las maneras pautadas en la política convencional no se va a ninguna parte. Esos modos, que habitualmente se presentan como una cuestión de cortesía parlamentaria, comunicativa, formal, no son más que corsés que reducen la política a un juego tan controlado que, al que pretende cambiar algo, le es imposible ganar. Por otro lado es cierto que los medios han alcanzado tal grado de profesionalidad en dar giros argumentales que una acción para poner en primer plano una corrupción escandalosa acaba convertida en una polémica acusatoria. El día que Rajoy es citado a declarar y que surgen nuevos desmanes de Rato se habló más del tramabús como objeto que de la trama. Qué paradoja.
Quizá la clave se encuentre en la propia naturaleza del happening, no tanto como acción en sí misma, sino como algo que sucede que, además de romper la asfixiante losa de lo cotidiano, implicaba emocionalmente a quien era testigo del suceso, es decir, que transformaba a los meros espectadores en sujetos activos de la situación. Puede que lo que se necesite no sean campañas comunicativas más o menos acertadas, impactantes o novedosas, sino llevar la política allí donde el conflicto está teniendo lugar, allí donde ese conflicto en vez de percibirse como una consecuencia de un sistema parece un hecho casual, allí donde el conflicto, en vez de detenerse en sus fronteras, requiera ser hermanado con otros de su misma raíz. La gente no necesita aplaudir a grandes actores, la gente necesita actuar por sí misma.