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Palabra y silencio en Colombia
"Matar periodistas es una costumbre desde hace 40 años en Colombia, país que llegó a encabezar durante muchos años la lista negra de países latinoamericanos con más asesinatos de informadores", escribe el autor.
Parece que la guerra finaliza en Colombia. Parece que las armas dejarán de atronar en un país encharcado en el horror cotidiano desde hace más de medio siglo. Parece…. Porque también parecía hace casi tres décadas cuando se produjo otro gran proceso de desmilitarización guerrillera. O hace una década, cuando los paramilitares accedieron a entregar las armas y colaborar con la justicia. Parece… Porque, entonces, el reguero de sangre no se detuvo y las cifras de la violencia se dispararon. Demasiadas veces la guerra no acaba aunque se haya firmado un documento, y la paz se convierte en papel mojado si no se garantiza la seguridad de los ciudadanos.
Matar periodistas es una costumbre desde hace 40 años en Colombia, país que llegó a encabezar durante muchos años la lista negra de países latinoamericanos con más asesinatos de informadores. Y algún año batió récords mundiales.
Decía Orlando Sierra Hernández, periodista asesinado en 2002, que el gran mal colombiano es «la imposibilidad de utilizar la única arma decente de confrontación que existe que es la palabra», y se atrevía a definir como «acto doblemente terrorista» al hecho de tratar de callar los medios de comunicación con el objetivo de «infundir el miedo y el silencio».
La palabra y el silencio. Así se llama el estremecedor informe de más de 400 páginas que el Centro Nacional de Memoria Histórica ha publicado recientemente sobre la violencia contra periodistas en Colombia entre 1977 y 2015: 152 periodistas colombianos fueron asesinados desde 1977 mientras ejercían su trabajo. La inmensa mayoría trabajaban en pequeñas emisoras y periódicos regionales. Otros centenares sufrieron ataques directos, secuestros y amenazas. Decenas de periodistas tuvieron que abandonar el país para garantizar sus vidas. Algunos contaron con la protección de organismos internacionales especializados en proteger a informadores amenazados de muerte.
Los móviles de los asesinatos tuvieron que ver con investigaciones de hechos de corrupción o relacionados con el conflicto armado. Las órdenes de asesinato fueron dadas por políticos corruptos, cárteles de la droga, responsables de todos los grupos irregulares (guerrillas y paramilitares) o vinculados a las fuerzas militares gubernamentales. El 50% de los asesinatos ya han prescrito. Desde 2004 el número de periodistas asesinados disminuyó pero, al mismo tiempo, aumentó el número de amenazas y la autocensura.
La imposición del silencio, tal como se llama uno de los capítulos del conmovedor informe, empezó el 11 de diciembre de 1977 cuando dos policías asesinaron en Cúcuta a Carlos Ramírez París, director de una radio local. «Con golpes de culata de revólver hicieron que sus vértebras le perforaran los pulmones y muriera a causa de una hemorragia interna», se explica en el informe.
Este periodista y líder comunitario fue el primer caso de asesinato registrado y documentado por la Fundación para la Libertad de Prensa (FLIP), una organización no gubernamental creada en 1996 por iniciativa de Gabriel García Márquez, y quedó impune a declararse inocentes a sus asesinos en un juicio oral.
Carlos Ramírez era periodista y promotor social y utilizaba su emisora para denunciar los casos de corrupción que afectaba a su ciudad. Se convirtió en el primero de una larga lista de periodistas asesinados «en autobuses, junto a las redacciones de sus periódicos, abriendo la puerta del garaje de su casa, en taxis y en sitios públicos, en carreteras o inclusive dentro de la cabina de su propia emisora de radio, mientras transmitían en vivo y en directo».
El informe también recuerda que muchos periodistas han sido intimidados con «envíos de coronas mortuorias, llamadas telefónicas insultantes, amenazas explícitas o veladas, golpes, listas públicas amenazantes, secuestros y torturas, escuchas telefónicas y pintadas denigrantes».
Ejercer el periodismo en Colombia, especialmente en ciudades pequeñas donde todo el mundo se conoce y donde las amenazas se realizan a plena luz del día, se convirtió en un acto heroico para centenares de periodistas que muchos días se dirigían a sus trabajos sin saber si regresarían vivos a sus casas. El informe asegura que asesinar periodistas se convirtió en «una estrategia de guerra» que buscaba «acallar, amedrentar, aleccionar, desaparecer, presionar, silenciar».
A mediados de los años 80 las presiones de las guerrillas, las amenazas del narcotráfico y el enfoque anticomunista de las fuerzas de seguridad colombianas provocaron la primera oleada de periodistas exiliados entre los que destacan nombres como los de Gabriel García Márquez, Daniel Samper Pizano, María Jimena Duzán, Olga Behar y Antonio Caballero, entre otros.
Es muy posible que el medio de comunicación más perseguido en todo el mundo haya sido El Espectador. Fue el primer diario que puso el énfasis en denunciar los peligros de los cárteles de la droga y que habló de la impunidad con la que actuaban sus organizaciones criminales.
Su director Guillermo Cano fue asesinado una semana antes de la Navidad de 1986, hace ya más de 30 años, por orden de Pablo Escobar, el jefe del cártel de Medellín. Ocho disparos acabaron con la vida de un hombre que había dedicado 44 años al periodismo, desde los 17 hasta los 61. La Unesco instituyó el Premio Mundial a la Libertad de Prensa Guillermo Cano.
Tres años más tarde, el 2 de septiembre de 1989, un camión bomba con 135 kilos de dinamita destruyó buena parte de las instalaciones del diario en Bogotá. Ese mismo día, seis sicarios armados incendiaron la casa de veraneo de la familia Cano en la isla del Rosario. Tras el atentado, El Espectador tituló «Seguimos adelante» en su primera página, que acompañaba a una gran fotografía de la redacción destrozada. «Sobre los escombros montamos una Redacción y un taller de emergencia para cumplirle a nuestros lectores y a toda esa parte sana de Colombia que angustiosamente sigue esperando que el resto del país reaccione y que el Gobierno cumpla lo que ha prometido, para que éstos no sean también los escombros de la democracia colombiana», afirmaba el diario que simbolizó la lucha contra el narcotráfico cuando estaba a punto de cumplir un siglo de vida.
Poco más de un mes después, la gerente administrativa y el responsable de la tirada del diario en Medellín, la ciudad donde nació El Espectador, fueron asesinados por sicarios vinculados al narcotráfico.
Colombia siempre ha sido un país de excesos. El conflicto armado es tan antiguo que su inicio se pierde en la noche de los tiempos. El desplazamiento masivo afecta a millones de colombianos. Los desaparecidos se acumulan en cifras escandalosas mientras que los crímenes sin castigo convierten al país en el paraíso de la impunidad. El narcotráfico y el paramilitarismo son ya parte de la esencia del Estado.
En La palabra y el silencio, se cuenta que la ciudad de Arauca «un día amaneció sin noticias». Puede sonar a arranque de un cuento de García Márquez, pero lamentablemente tiene que ver con la triste realidad. Fue el 3 de abril de 2003. En los dos días anteriores, 20 periodistas —la mitad de los que había en la ciudad—, huyeron a la capital. Sus nombres aparecían en dos listas que circulaban, una atribuida a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y la otra al Bloque Vencedores de las Autodefensas.
Camilo Vallejo Giraldo reconstruyó lo ocurrido con aquellos periodistas en 2014: «En el aeropuerto de Bogotá nadie los estaba esperando. No hubo fotos, ni entrevistas, ni altos funcionarios. La capital los vistió con el mismo anonimato que viste a los desplazados, porque ahora lo eran. Los llevaron a reunirse con el vicepresidente Francisco Santos, quien prometió ayudarlos por algunos días. En menos de dos meses las ayudas se acabaron y las promesas no volvieron a aparecer. Quedaron a su suerte».
Una de las periodistas afectadas por aquella situación rocambolesca fue Carmen Rosa Pabón, directora de una emisora filial de Caracol, la principal radio colombiana. Su nombre había salido en las dos listas, la de los guerrilleros y la de los paramilitares. Empacó sus cosas y se marchó dejando en la ciudad a su esposo y sus tres hijos. «Es que si se entrevista a unos, los otros se molestan. Hasta los militares nos llaman la atención si ven que se está dando información de las guerrillas distinta a la que ellos quieren. Entonces estamos en la mitad. Ya no se sabe qué de lo que se dice al aire lo pone a uno en más peligro. Toca entonces hablar de cosas suaves o ceñirse a lo que las autoridades nos digan que digamos». Así definía la situación de aquellos días en las declaraciones recogidas por Vallejo Giraldo.
Los ocho años de gobiernos del presidente Álvaro Uribe entre 2002 y 2010 tampoco fueron fáciles para la prensa. Decenas de periodistas tuvieron que abandonar sus trabajos y algunos de ellos se exiliaron por las continuas amenazas. Las escuchas telefónicas a periodistas realizadas por organismos del Estado se multiplicaron. Las amenazas surtieron efecto y contaminaron la calidad informativa.
La prensa colombiana, que era la mejor de América Latina a principios de los años 90, entró en un grave declive al aceptar las presiones gubernamentales. Las redacciones centrales se desconectaron de lo que ocurría en el interior del país y empezaron a transmitir noticias oficialistas sin contrastar. Hasta se empezó a utilizar el vocabulario preferido de Uribe. Los guerrilleros fueron reconvertidos en «narcoterroristas». Los matices desaparecieron de los informativos. Todo era blanco o negro.
Cuando aparecieron a finales de 2008 las primeras revelaciones de la responsabilidad del Ejército en el asesinato de civiles inocentes, haciéndoles pasar como guerrilleros muertos en combate, conocido como el «escándalo de los falsos positivos», muchos medios colombianos alimentaron las mentiras gubernamentales en vez de investigar las ejecuciones extrajudiciales, tal como son denominados este tipo de crímenes por el Derecho Internacional Humanitario. Con el paso de los años, el poder judicial ha abierto procesos criminales contra centenares de militares implicados en los falsos positivos y las investigaciones amenazan con salpicar al expresidente Uribe y al actual presidente Juan Manuel Santos, que fue ministro de Defensa en el gobierno de su predecesor.
El expresidente Uribe mantuvo enfrentamientos públicos con algunos periodistas colombianos muy conocidos que le recordaban a menudo sus relaciones con el paramilitarismo y el narcotráfico. En un programa de radio de octubre de 2007 saltaron chispas. La presentadora le leyó a Uribe el inicio de la columna del periodista Daniel Coronell: «Cada vez que alguien se atreve a remover el pasado del presidente, él apela a la misma estrategia. Monta en cólera y llama a la emisora de sus preferencias. Hace señalamientos para criminalizar a quien investiga. Explica exactamente lo que nadie le ha preguntado, evade los asuntos de fondo y garantiza un nuevo periodo de silencio sobre el tema».
Uribe, encolerizado, le dijo a la presentadora que le gustaría escuchar las acusaciones del propio periodista. «Que tenga valor cívico, que comparezca en antena, que es un periodista que le ha mentido al país en muchas ocasiones», comentó Uribe mientras la presentadora ordenaba llamar a Coronell. La conductora del programa radiofónico le recordó a Uribe que Coronell recogía en su artículo una información aparecida en el diario local de Medellín durante el asesinato del padre Uribe en la que se decía que «usted viajó a la finca donde mataron a su padre e hirieron a su hermano en un helicóptero del narcotraficante Pablo Escobar».
Con Coronell ya en directo se produjeron varios cruces de graves acusaciones entre el periodista y Uribe. Coronell le recordó al presidente que «me fui del país por amenazas de muerte contra mí y mi familia en las que estaban implicadas personas muy cercanas a usted, algo que ya ha sido probado judicialmente».