Opinión
La Semana Santa
"Los ateos también creemos en cosas, en la cara angulosa y valiente de Douglas, por ejemplo, contemplando a sus compañeros esclavos, ya vencidos, levantarse y nombrar a su liberador cuando los romanos ordenan que le delaten a cambio de perdonar sus vidas".
El día es cualquiera laborable, la hora esa que se vuelve de la compra, el lugar la calle Embajadores, en Madrid. Un crío va de la mano de su abuela, aún no es escolar, pero por su vivacidad a la hora de emitir juicios sobre las cuestiones más insólitas, no aparenta su edad. Él quiere pasar a la Iglesia de San Cayetano, uno de esos templos que por la estrechez de la vía donde se halla puede ser confundido por el paseante poco atento con cualquier otro edificio. Aunque está acostumbrado le impresiona el cambio de ambiente, el viaje tras atravesar las escaleras y saludar al pobre como a otra época. Mientras que el exterior es un autobús rojo de la EMT echando humo de motor diésel cascado dentro hay otra temperatura, otra luz, un silencio con eco de bancos que crujen al arrodillarse alguna mujer para rezar.
En la liturgia que sigue -la suya propia- lo primero es mojarse un poquito los dedos en agua bendita y persignarse, lo siguiente es ir a poner velas a los santos. Pide por sus familiares, porque Dios les conserve la salud, pero en silencio, que es como se hacen estas cosas o al menos así se lo ha dicho su abuela. Le gusta ese intercambio de plegarias por deseos, mirar a los ojos de las tallas barbadas, implorantes al cielo. En secreto también le gusta acercar la cerilla a la mecha, ver cómo arde, hacer algo que fuera de allí sólo es cosa de mayores. Al salir de nuevo a la calle, tras ese golpe de luz que casi duele a los ojos, le pregunta a la mujer que le lleva de la mano -que lleva su creciente y aún mínimo universo- por qué nunca van a misa. “Porque a nosotros no nos hace falta ningún cura para hablar con Dios”. El niño se ríe, la contradicción le resulta extraña y graciosa, casi tanto como algunos personajes del episodio de Barrio Sésamo de esa tarde.
Unos años después ese mismo niño es ya un chaval y está en Cáceres, sobre un monte coronado por una ermita donde ha subido a bordo de un simca blanco con su padre, al que mira y nota particularmente serio. Él está nervioso y, mientras esperan a su madre, se entretiene con las vistas de la ciudad que se observan desde allí. De vez en cuando una comitiva formada por un centenar de personas se deja ver entre los meandros que hace la ascendente carretera. Al parecer la tradición marca que los creyentes preocupados por la salud de un familiar deben ascender de la base a la cumbre de la montaña realizando penitencia para que la Virgen local interceda en el problema a modo de gracia. Algunos van descalzos por un asfalto caliente hasta la quemadura por el sol del sur, otros llevan cadenas a los pies, los menos portan pesadas cruces. Hay incluso quien realiza partes del trayecto de rodillas. Poco a poco empiezan a llegar a la ermita y a aquel chaval se le empieza a poner el estómago del revés, no tanto por las heridas que a algunos tobillos les han provocado los grilletes, sino porque no entiende, ya, el sentido de todo aquello.
Cuando se encuentran con su madre la mujer apenas puede caminar por sí sola, viene deshidratada y trae los pies llenos de ampollas. Él tiene que contener las lágrimas, vencer al nudo que se le crea en la garganta, por verla así, pero sobre todo por verla así por eso. Sería atrevido decir que en aquel momento deja de creer en Dios. Horas después le dice a su padre que los únicos que pueden salvar a las personas son los médicos, el hombre, algo estupefacto, le responde que cuando los médicos no pueden hacer nada las personas tienen que agarrarse a algo y, piense lo que piense al respecto, hay que respetarlo.
En Córdoba la gente espera cerca del Alcázar de los Reyes Cristianos que pase una procesión. El espacio es grande y no hay demasiadas aglomeraciones, el sol se empieza a poner poco a poco, dejando el cielo y los jardines llenos de colores de tarde. Algunas personas miran en sus móviles una aplicación creada para la Semana Santa, donde aparece la meteorología, información sobre los eventos e incluso un mapa con el trayecto de las procesiones. El narrador está tentado a preguntar si el plano tiene un carácter ilustrativo o geolocaliza a los cristos y a las vírgenes mediante GPS. Se queda con la duda. El público está formado por vecinos y turistas, algunos orientales con las cámaras colgadas al cuello y la mirada alucinada por lo que allí sucede: del sintoísmo a los nazarenos hay varios miles de kilómetros de distancia. Sería bonito que alguno de ellos, con la mejor de las intenciones ecuménicas, quisiera sentirse parte del espectáculo y gritara “¡Viva Dios!” al paso de alguna talla.
El cómico momento, desgraciadamente inexistente, hace dudar al que ve con extrañamiento la Semana Santa si aquello se trata de catolicismo o es otra cosa cercana al politeísmo y la fiesta de sociedad, a juzgar por la devoción exclusiva de las hermandades al icono que les agrupa. Hay algunas procesiones en las que barrios enteros de la periferia de la ciudad se vuelcan y aquello les da un tono casi popular, de orden poco estricto entre los niños que bajo el capirote atienden a las órdenes de los más mayores. Otras, a juzgar por el número de señoras en mantilla, curas y guardias civiles parecen no sólo más ordenadas sino más pudientes. El alza cables hace su trabajo con un largo palo mientras un par de cofrades le miran dándole instrucciones. Los costaleros, con su tocado egipcio, se dan relevos bajo el paso. Señales de tráfico advierten del peligro de caída y derrape por la cera derramada de los cirios.
Si hay una palabra que siempre suele acompañar a esta semana es pasión, que en otro momento del año sólo va escrita en cajas de lencería hortera, helados multifrutas y canciones de Dyango. Si hay otra es tradición, que es eso que marca el interés turístico nacional. Tradicionales son las torrijas, el estrenar ropa el Domingo de Ramos y la Saeta de Serrat. Tradicionales son, en el universo ya adulto del crío de San Cayetano, ver estos días de recogimiento Viridiana de Buñuel, La Pasión según San Mateo de Pasolini y el Espartaco de Kubrick. Los ateos también creemos en cosas, en la cara angulosa y valiente de Douglas, por ejemplo, contemplando a sus compañeros esclavos, ya vencidos, levantarse uno a uno y nombrar a su liberador cuando los romanos ordenan que le delaten a cambio de perdonar sus vidas. Al final acaban todos crucificados en la Vía Apia, como el protagonista de la triste historia que se recuerda estos días. Ellos, por contra, no fueron el motivo fundacional de ninguna religión, fueron parte olvidada de la historia en, también, una tradición de la que unos pocos nos seguimos sintiendo parte.
Con tres nazarenos más, nos salía un Abbey Road estupendo