Opinión
Honradez en la mirada
"Puede resultar un deseo quimérico y hasta pueril pedir hoy, a quien reduce la vida a palabras o imágenes, honradez en la mirada".
Hay cuatro mujeres en la estancia, dos a cada lado de la cama, aunque en la imagen sólo podemos ver completas a dos de ellas. En el lado izquierdo un bulto negro, sentado, proyecta una sombra espectral en la pared. Tiene las manos cruzadas en el regazo y su rostro, puro ejemplo de abnegación, no se sabe si mira hacia el suelo o permanece con los ojos cerrados, dejando el pensamiento en ese lugar donde ya no nos hace falta comprender nada. A su lado una pequeña cómoda cubierta por tela de puntilla, sobre ella un bolso, una de las asas permanece levantada, esperando con disciplina como quedó hace horas.
En el lado derecho hay una ventana por donde se ilumina la escena, visillo mediante. En los quicios, irregulares, se advierten desconchones y repintados. El sol entra fuerte y directo, debe ser mediodía. La otra mujer que vemos entera también viste de negro y echándose la mano a la cara parece llorar en silencio. En medio de todo la cama blanca con colcha de encaje. Sobre ella el cuerpo amortajado de una niña, quizás unos ocho años, con un sudario que le envuelve la cabeza y que oculta el resto. La expresión está secuestrada por la ausencia que produce la muerte, con los ojos abiertos y vidriosos y la boca a punto de dejarse caer. Las manos sobre el pecho sostienen de la única forma en que pueden, con rigor, lo que parece una cadena con cuentas.
El cabecero, plateado, traza un par de elipsis y se corona con volutas vegetales, como todo signo de distinción que una casa de pueblo se permite. Cuelga del metal un rosario. Tras de él parte el muro un cable con la pera de la luz.
Este es un intento de descripción de una fotografía excepcional, la que tomó Fernando Gordillo en 1969 y cuyo título es Velatorio en Pedro Bernardo, pueblo de Ávila protagonista de un reportaje que se prolongó durante una década y cuya intención fue plasmar a unos habitantes y unos modos de vida que parecían, aún por entonces, inalterables desde hacía siglos. Gordillo fue parte de La Palangana, un grupo de fotógrafos que desde 1957 decidieron adoptar un estilo neorrealista para retratar la vida cotidiana del país, huyendo de las imágenes preparadas, idílicas y con complejo artístico. Gracias a ellos hoy tenemos un testimonio acertado de la época, si no ausente de barreras, sí de ese maltrato que quien manda suele ejercer sobre lo veraz.
Aunque el grupo fue efímero si pareció dejar una huella en la trayectoria de nombres como Masats, Ontañón, Dolcet, Vielba o el propio Gordillo. En sus fragmentos de cotidianidad, usualmente situados desde las periferias hasta lo rural, aparece aquel tiempo de silencio, de cipreses, colmenas, jaramas y piquetas. De mujeres cubiertas con pañuelo llevando cestas de mimbre a la vuelta del mercado, niños de pantalón corto jugando a la esgrima con un par de ramas, clases de gimnasia escolares con aspecto castrense dirigidas por curas, tabernas vacías apenas iluminadas por bombillas mínimas, carteles de pompas fúnebres y comidas económicas, chimeneas humeantes cortando el cielo como fondo a niñas literalmente míseras, procesiones con beatas de mirada distante, cazadores abriendo en canal a liebres escuálidas, hombres vareando olivos, militares a punto de topar con nazarenos en una noche demasiado larga.
En la mayoría de imágenes no se intuye distanciamiento ni frialdad, pero tampoco la condescendencia de quien ha ido a entrometerse en otras vidas, lejanas en espacio pero también en clase, y busca un arquetipo de lo previamente esperado. Hay intento de documentalismo, de aprehender la realidad, pero también mirada, espera e intención, que es al final lo que acaba separando al artista del artesano. Hay observación desde el yo, pero también hacia el conjunto. Quizá no exista ningún presupuesto político, pero cada disparo acaba resultando profundamente ideológico.
No sería forzar lo más mínimo el hilo argumental si todo esto no enlaza con La España Negra, el libro que recoge el viaje que Gutiérrez Solana realizó a principios de los años veinte con intención de conocer y empaparse de los entornos que formaban el país. El pintor, a quien recurro ya de manera devocional por aquí, carece de la prosa entrenada de un escritor profesional, pero no de un ojo certero que consigue extraer de lo diario momentos estremecedores, delirantes o grotescos. Es difícil olvidar los ladridos de los perros a quienes los pobres de Madrid cazan para entregar a las autoridades a cambio de comida. O la historia del hombre que vive dentro de un carro en un pueblo de la Mancha, inútil de un pie tras abrasárselo en una acería del norte. El sonido de la pica entrando en la carne del toro, corrida en Chinchón. O la imagen de los monjes derramando las bacinas sobre los borrachos que mean en los muros del convento.
Puede resultar un deseo quimérico y hasta pueril pedir hoy, a quien reduce la vida a palabras o imágenes, honradez en la mirada. No ya posición ni trinchera, sino honradez, que al final es lo que nos impide apartar nuestros ojos de lo que vemos cuando nos aterra. Habrá que volver a aprender a mirar.