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Nochevieja en Suráfrica
"Suráfrica vive inmersa en su gran drama, el drama social, como acostumbrada a su herida en carne viva, con un 60% de la población, de raza negra, sumida en la pobreza y el analfabetismo", escribe Ignacio Romo.
Anoche soñé que volvía a Suráfrica. Las playas de arena blanca, los viñedos inmensos, el aroma de los atardeceres de verano, interminables, la luz del Sur, la sorprendente forma de la Table Mountain, los observadores de tiburones, los pingüinos, los babuinos, la esperanza de sus gentes, alegres, culpables, confundidas, la nochevieja en Betty’s Bay, tan diferente, inolvidable… todo se agolpó en mi cerebro de repente, como una olla repleta de ingredientes en un caldo con un sabor intenso, desconocido para mí. Comencé 2017 en la República de Suráfrica y el eco de aquellos días sigue resonando en mi cerebro con fuerza, con insistencia.
Suráfrica vive inmersa en su gran drama, el drama social, como acostumbrada a su herida en carne viva, con un 60% de la población, de raza negra, sumida en la pobreza y el analfabetismo. Enseguida se percibe. Cuando viajas en coche desde Somerset West hasta Ciudad del Cabo (un trayecto de unos tres cuartos de hora) de pronto aparece a tu izquierda un inmenso poblado chabolista, una favela sin fin, un township (así se llaman allí) inabarcable, interminable, que se extiende ocupando el costado de la autovía N2 durante varios kilómetros. «Es Kayelitsa. Ahí vive muchísima gente», me explica Anne, una surafricana a quien acabo de conocer, que trabaja en la Universidad de Stellenbosch.
De pronto, dos hombres de raza negra, descalzos, se abalanzan sobre nuestro coche, que circula a 100 kilómetros por hora por la autopista. Pero no es verdad. No se trata de nuestro coche. Lo que hacen es simplemente sortear vehículos. No son los únicos que veremos cruzar la autovía, jugándose la vida. «Si no cruzan por aquí, quizá tengan que irse caminando diez kilómetros, hasta el siguiente puente», prosigue Anne. Lo dice con un tono resignado, realmente lo hace con vergüenza, con esa cara de extrañeza con la que los surafricanos hablan de la difícil situación de su país. Suráfrica vive inmersa en su propio complejo. Es inevitable. En Kayelitsa viven dos millones de personas y en su interior se cometen cuatro asesinatos cada fin de semana. Este enorme país (tres veces la extensión de España) lleva el peso de su historia con la incomprensión de un niño.
Dice Richard Calland, autor del libro Make or break. Cómo Suráfrica se va a jugar tres décadas en sus tres próximos años, que su país «ha ido cayendo, lentamente, en su propia trampa, desde 2005, porque el gobierno se fue agotando y se quedó sin ideas. Sólo hay dos escenarios posibles, el avance y la mejoría o la ruptura del país. No hay punto medio: make or break». La corrupción que envuelve a su presidente Jacob Zuma y su entorno ha sumido a la sociedad en un estado de desconfianza y hastío que se resolverá en las elecciones de 2019, en las que se prevé una nueva victoria del ANC pero donde la ciudadanía desea que lo haga con un candidato diferente, nuevo. Realmente, el pueblo surafricano ya sólo tiene fe ciega en un estamento: los jueces. La Justicia sí ha sabido mostrar su independencia y poner en aprieto al actual presidente del Gobierno, al exponer todas sus corruptelas.
Jordán Santos, investigador del Deporte y uno de los mejores fisiólogos del ejercicio que hay en España, vivió cuatro años en Suráfrica, formándose a las órdenes del doctor Tim Noakes, el gran investigador de Ciudad del Cabo que quiere erradicar los carbohidratos de la dieta humana. «Hay muchas Suráfricas diferentes«, señala Santos. «Entre los blancos están por un lado los afrikaaners, herederos de los holandeses, Boers, orgullosos de África, nacionalistas, muy religiosos, conservadores. Por otro lado está la colonia de origen inglés, mucho más liberal, críticos con el pasado, comprometidos con los derechos de los demás ciudadanos. Hay un tercer grupo, los que se autodenominan coloured, de origen asiático, que son mayoría en la región de Ciudad del Cabo. Y por último está la gran mayoría de raza negra, muy desfavorecida a nivel económico y educativo».
En Suráfrica gobierna el ANC (Congreso Nacional Africano) desde hace más de 20 años, de forma ininterrumpida. Es la herencia de Nelson Mandela, y la mayoría de raza negra sigue siendo fiel al partido del hombre que les liberó del apartheid, que trajo la lógica y la justicia a un país que vivía inmerso en la ceguera, confundido por la propaganda. «La verdad es que la mayoría negra sigue votando al ANC en bloque. El gobierno actual es un desastre pero para ellos votar a este partido obedece a una especie de deuda moral que continúa, un silencioso homenaje a Mandela», explica Santos.
«Yo me enteré de que existía el apartheid a los 16 años, cuando nuestro padre nos llevó a la carretera para ver pasar la caravana con el coche de Mandela, recién liberado de la cárcel. Hasta aquel momento no lo supe. La propaganda del gobierno controlaba toda la información», recuerda Anne.
Anthony, un profesor de Johannesburgo, explica lo mal que se sentía cuando sus primos ingleses, en los años 80, se negaban a estrecharle la mano, y «aquello me dolía mucho, porque yo era precisamente en aquel momento un activista en la universidad, luchábamos por una Suráfrica sin racismo«. En la actualidad, 30 años después, la Universidad sigue siendo un foco de protestas, los jóvenes se concentran semanalmente reclamando que la educación sea gratuita, una nueva reivindicación en una nación que también carece de un sistema sanitario público adecuado.
Con todos sus problemas, con su dolorosa realidad, con su brutal desigualdad económica, la llamada de aquellas tierras es muy intensa. Suráfrica engancha. Se le echa de menos con fuerza. No puedo olvidar su aire fresco, la exuberancia de su naturaleza, el verano incrustado en mi invierno, el vino de uva Chenin Blanc, los platos de Bobotie, las playas pálidas, la alegría de Ciudad del Cabo. Los surafricanos siempre tienen sobre la mesa, en sus conversaciones, su pasado turbio y la corrupción de su actual gobierno. Pero Suráfrica me tocó de lleno, me deslumbró, me transformó. Porque es una tierra de gran belleza, llena de esperanza infantil y de una ilusión que muchas veces se antoja irracional. Un lugar que rebosa luz y energía. Un lugar que ofrece todo el atractivo de su futuro incierto.