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‘Heraldo de Aragón’, 30 años después

"Es uno de los escasos diarios regionales que ha mantenido un interés permanente por la información internacional y ha contribuido a que este reportero haya llegado a lugares imposibles para la mayoría de periodistas que no cuentan con el apoyo de los grandes medios".

Este miércoles 29 de marzo se cumple 30 años de la publicación de mi primer reportaje en Heraldo de Aragón. Acababa de regresar de un largo de viaje de tres meses del Chile bajo el yugo del dictador Augusto Pinochet. Llamé al diario para ofrecer mis colaboraciones y me sorprendió la celeridad con la que me citaron. Estaba acostumbrado a la arrogancia de responsables de la prensa nacional que nunca tenían tiempo para visionar los trabajos de los periodistas desconocidos. Me recibió su subdirector, José Luis Trasobares, unas horas después de haberle explicado por teléfono la razón por la que solicitaba una entrevista. Leyó mis reportajes realizados en Chile y me dijo: “Me gustan, vamos a publicarlos y pagártelos”.

El papa Juan Pablo II viajaba unos días después a ese país y yo había preparado dos grandes reportajes: “El Chile que no verá Juan Pablo II” y “Así golpea Pinochet”. Eran muy largos porque en aquel diario, tipo sábana, cabían muchas líneas (años más tarde los caracteres hicieron acto de presencia). Si el lector tenía la paciencia de leerlos podría enterarse de los entresijos de uno de los regímenes más nefastos del Cono Sur.

Hacía muy pocos meses que Zaragoza se había convertido en mi ciudad “por imperativo del amor”, tal como lo describió el gran periodista aragonés Alfonso Zapater en una entrevista que me hizo años después. Hasta entonces la capital aragonesa era simplemente una ciudad fantasma en mi memoria que había atravesado una madrugada de finales de los años setenta camino de San Gregorio para realizar unas maniobras militares de fuego real con la bandera paracaidista en la que hice el servicio militar. Solo en dos países he pasado más frío que en la estepa siberiana aragonesa: Bosnia-Herzegovina y Afganistán.

Unos días antes de esa primera cita en Independencia, 29 (la sede del diario) le había pedido a un amigo que me describiera los  periódicos que en aquel tiempo se vendían en la región. “Hay uno progresista (El Día) que vende poco y otro liberal de larga trayectoria (Heraldo de Aragón) que llega a los puntos más alejados de la comunidad y que lo lee todo el mundo”, fue su resumen. 

Como volvía de un país aterrorizado por una dictadura pensé que lo mejor sería publicar las cuitas de los chilenos en el diario líder de audiencia. Además, ¿de qué servía publicar los desastres de Pinochet en un diario comprado por progresistas? Era más interesante llegar a un público heterogéneo, que incluía a aquellas personas que podían simpatizar con el pinochetismo. También influyó el ego del autor: prefería que me leyese el mayor número de personas.

Heraldo de Aragón es el principal medio de comunicación con el que he trabajado en las últimas tres décadas y donde he escrito la inmensa mayoría de mis reportajes en las zonas de conflicto de todo el mundo. Es muy raro que se haya publicado algo en otro medio sin que antes haya aparecido en el diario regional. A veces, diarios nacionales han publicado mis textos con el copyright de Heraldo de Aragón.

Esa posibilidad no suele ser bien digerida por los responsables de los medios poderosos. No les importa publicar un texto original de The New York Times, Stern, Paris Match, The Guardian. Se supone que eso da prestigio. Pero poner debajo Heraldo de Aragón… uf, uf. Parece que avergüence cuando lo lógico sería pensar: “Bravo, un diario pequeño nos ha dado una lección de periodismo”.

Heraldo de Aragón es uno de los escasos diarios regionales de todo el mundo que ha mantenido un interés permanente por la información internacional y ha contribuido con su apoyo a que este reportero haya llegado a lugares imposibles para la mayoría de los periodistas que no cuentan con el apoyo de los grandes medios de comunicación.

Soy un periodista atípico. Cuando acabé la carrera a mediados de los ochenta era fácil conseguir trabajo. Los licenciados de las tres facultades (solo tres) que había en España nos beneficiamos de los tiempos más honrosos del periodismo español. Algunos aguantaban unos meses, quizá un par de años como freelancers hasta que les ofrecían trabajo fijo. Casi todos mis compañeros y compañeras de la universidad están hoy bien situados. Algunas personas han alcanzado puestos claves en la estructura de los medios y otras han hecho una buena carrera en el mundo de la comunicación.

Puedo asegurar que nunca presenté mi currículo en búsqueda de trabajo. Mi título sigue doblado en la misma carpeta en que lo puse cuando lo recogí en la universidad. Mi objetivo siempre fue viajar a los países que sufrían conflictos armados. Quería ver con mis propios ojos lo que ocurría en el mundo y tenía muy claro que si entraba a formar parte de una plantilla solo sería posible gracias a una gran carambola.

Preferí no arriesgar y acepté circular por las carreteras secundarias del periodismo para alcanzar mi sueño periodístico. No quería estar bien pagado y al mismo tiempo inmerso en una depresión de caballo porque no me gustaba lo que hacía. O tener que mirar hacia otro lado cada vez que los intereses mediáticos suplantasen el periodismo riguroso e independiente.

Mi relación con Heraldo de Aragón empezó a taponar la sangría económica que significaba cada viaje en los años ochenta. Los vuelos de avión eran muy caros. Tenías que ser muy riguroso con los gastos. Vivir en los hoteles más baratos y apoyarte logísticamente en compañeros cuyos gastos eran asumidos por sus empresas. Pero, ni así, recuperabas con los pagos de las colaboraciones todo lo que gastabas en las coberturas. Cada año dedicaba dos meses de verano a trabajar como camarero a destajo en un restaurante de playa en Tarragona para conseguir el dinero extra necesario que necesitaba para viajar.

Tres años después de empezar a colaborar con Heraldo los gastos e ingresos se equilibraron. Primero con acuerdos verbales y más tarde con un contrato de colaboración que renovamos cada año, establecimos las condiciones laborales y las relaciones con el resto de los medios. Mi acuerdo me permitía colaborar con cualquier otro medio que no fuera competencia directa de Heraldo. Y así fue como el verano de 1991 se convirtió en mi última temporada en la hostelería.

Decidí desde el primer día que iba a pagar con creces la confianza del diario regional. Siempre que me llamaban de un medio radiofónico o televisivo  para entrevistarme imponía como condición que se me presentase como enviado especial de Heraldo de Aragón y amenazaba con decirlo yo en pleno directo si al conductor del programa se le olvidaba. Cada vez que me han dado un premio he obligado a los organizadores a incluir una referencia al diario aragonés.

Puedo asegurar que jamás me han tocado una línea en Heraldo de Aragón. Estoy seguro de que algunos textos que he publicado no hubieran aparecido en la inmensa mayoría de los diarios españoles. Alguien puede pensar: “Bueno, es que tú eres tú, tienes un nombre”. Sí, quizá, pero yo empecé a colaborar con el diario cuando era un auténtico desconocido y tampoco me ocurrió.

En 2003 hice un serial titulado Diario de la infamia coincidiendo con la guerra de Irak. Aparecía diariamente en forma de columna de unos 3.500 caracteres en la tercera página y era muy leída. En  manifestaciones multitudinarias contra la guerra que se desarrollaron en Zaragoza se leyeron algunos de mis textos. Fueron 27 artículos centrados en describir la guerra y sus consecuencias.

Todos muy críticos con el presidente José María Aznar que incluyó a España en la coalición anglo-estadounidense contra la voluntad de más del 90% del pueblo español, incluidos millones de votantes del PP. Algunos muy críticos con la hipocresía del PSOE, un partido que se transforma en pacifista cuando está en la oposición mientras multiplica la venta de armas cuando regresa a los salones del poder.

Muchos meses después me enteré de que algunos de mis textos habían causado malestar en la cúpula de Heraldo de Aragón, pero tanto el director de entonces, Guillermo Fatás, como el actual, Mikel Iturbe, ordenaron que nadie me lo dijera para que pudiera seguir escribiendo sin presiones.

Este comportamiento es elogiable. Pregunten, pregunten lo que hubiera pasado, salvo excepciones, en cualquier diario nacional o en muchos regionales, si algo así hubiera ocurrido. Les doy la respuesta: decapitación del periodista profesionalmente hablando.

¿Por qué uno ama a un diario? Alguna persona contestará que porque me paga bien. En los tiempos de las vacas gordas (o locas) había compañeros que cobraban varias pagas extras y una gran paga de beneficios. También algún medio repartía sobres de manera intencionada para devolver favores en la redacción, pero mis amigos no solían recibirlos porque no eran de la cuerda de los responsables.

Alguien puede pensar que ama a su diario porque se siente bien en todos los sentidos. A veces, entra en crisis al analizar cuál ha sido la evolución económica, ideológica, se cabrea al sentir cómo se traicionan los principios básicos del periodismo por un mejor tazón publicitario o tráfico de influencias, prefiere mirar a otra parte al ver como personajes pusilánimes escalan los puestos claves mientras personas mejor preparadas ética, moral y periodísticamente son marginadas, se siente desolado cuando piensa en el prestigio tirado por la borda.

Pero, al final, todos somos humanos y solemos llegar a una conclusión ideal para que la conciencia no te achicharre: “Pasa en todos los medios, el mío sigue siendo el mejor, tampoco tengo muchas alternativas a mi edad, no puedo hacer nada”.

¿Por qué amo a Heraldo de Aragón? Pues, principalmente, por el comportamiento de mis compañeros. A lo largo de 30 años me he relacionado, a veces menos de lo que me gustaría, con muchos de ellos. Nunca he sufrido una salida de tono. Nunca nadie me ha intentado perjudicar. Siempre han dejado lo que estaban haciendo para recibir mis crónicas que he mandado desde los lugares más recónditos en las condiciones más complicadas.

Se puede pensar que es lo normal, pero no siempre es así, ni mucho menos. Conozco casos de compañeros que no han sido atendidos porque el responsable de su sección estaba subiendo o bajando escaleras para reforzar sus objetivos personales en el diario o, simplemente para pelotear a sus superiores. O se han echado a llorar al colgar el teléfono porque en el otro lado no han recibido el más mínimo apoyo a pesar de estar trabajando en situaciones de alto riesgo.

«Hemos estado a punto de matarnos  con el coche y he conseguido que me dejasen un teléfono satélite para avisaros de que estábamos bien”, le explica un periodista a uno de los responsables de la sección internacional en diciembre de 1992, en plena guerra de Bosnia. “Vale, pero vas a mandar crónica sí o no”, escucha antes de colgar. Lo que más me sorprendió cuando escuché este triste diálogo es que mi compañero no mandase al carajo al que estaba al otro lado del teléfono.

Durante la guerra de Bosnia las comunicaciones por teléfono satélite eran muy costosas (entre 25 y 40 dólares por minuto). Después de mandar mi crónica a través del ordenador siempre llamaba un minuto a la redacción para confirmar la recepción.

Picos Laguna, que era la persona que solía coger el teléfono, ha contado en alguna ocasión que un tenso silencio se podía palpar en la redacción mientras me preguntaba, muchas veces a gritos por las interferencias, cómo me encontraba de ánimos. Aquellas palabras cariñosas me servían para sobreponerme al cansancio y, muchas veces, al desplome psicológico. Y nada más finalizar la conversación marcaba el teléfono de mi casa para decirle a mi familia que acababan de hablar conmigo y le transmitía mi estado de ánimo que reconocía por mi tono de voz.

Estoy seguro que sin el espacio que me ha otorgado Heraldo de Aragón no hubiera podido mantenerme en esta especialidad durante las últimas tres décadas. Y si hubiese trabajado para cualquier otro medio no me queda la menor duda de que mi independencia hubiese sido socavada tarde o temprano. Por ello sigo al pie del cañón 30 años después y sólo puedo concluir este texto dando las gracias a este pequeño gran diario regional. Quien me conoce sabe bien que lo que digo es mucho más que un simple cumplido.

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