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‘Clavícula’, de Marta Sanz: una poética de la fragilidad
La enfermedad femenina que no se puede nombrar o de la que no hay suficiente conocimiento enseguida se convierte en patología psicológica. Una conclusión ante la que se rebela Marta Sanz en su último libro.
Clavícula no es una novela, tampoco un ensayo ni una autobiografía. No es un libro de memorias ni un manual de autoayuda. Es un libro híbrido que a veces tiene el tono de diario íntimo, otras la profundidad del ensayo, salpicado de reflexiones lúcidas, anécdotas cargadas de humor negro, relatos de viaje, tiernos correos electrónicos, un poema desgarrador, un cuento juguetón. Es un libro fragmentado y al mismo tiempo con una gran coherencia interna, la coherencia que da la presencia del dolor al proceso de escritura.
La lectura de Clavícula impacta, descoloca, remueve. Por su honestidad. Porque expresa sin ningún tipo de pose ni tapujos, en algunos momentos casi de forma bronca, una fragilidad que surge de sentimientos que normalmente se ocultan o, si no, se disfrazan. Incluso o, mejor dicho, sobre todo, en un tipo de narrativa del yo de la que se despega, con toda su crudeza y verdad, este libro de Sanz. La fragilidad en la que se sumerge Clavícula está relacionada con un dolor físico, real, tan real que a veces llega a borrar la misma realidad. Un «dolor que anula la inteligencia», dice la narradora, y que, incomprensiblemente, se agarra como una garrapata a un espacio vacío de su cuerpo: «el único territorio de la masa corporal donde no hay absolutamente nada y toda la carne es éter y arcángeles». Un médico se lo dice así de claro: «Si te clavara una aguja exactamente en ese punto, llegaría limpia al otro lado». Para ella el dolor es innegable, para los sucesivos médicos de cabecera y especialistas que visita, puede ser nada o todo, imaginario o lo peor.
«Escribo de lo que me duele», responde siempre Sanz en las entrevistas cuando le preguntan sobre sus temas. Clavícula es una nueva vuelta de tuerca. ¿Cómo escribir de un dolor que nadie reconoce como tal, sólo quien lo sufre? Clavícula es una reflexión sobre las muchas imposibilidades de la literatura. Y sobre sus posibilidades. «Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado. La posibilidad de que no me haya pasado nada es la que más me estremece». La realidad sentida dolorosamente puede ser irreal, ficción. En la tensión entre la incertidumbre de una posible enfermedad imaginaria y la certeza del dolor reside la fuerza de la escritura de Sanz, que ordena, aclara, ata, nombra, araña, apunta, identifica… «La escritura quiere poner nombre e imponer un protocolo al caos». Esa enfermedad que no se refleja en las pruebas médicas se escribe y se hace innegable. Experiencia y lenguaje son indivisibles en la Clavícula de Sanz.
Esta obra no es, sin embargo, una reflexión solipsista sobre el dolor de la que escribe. Su poética de la fragilidad se nutre también de reflexiones —cargadas de humor, frustración rabia, tristeza— sobre las dolencias, molestias y vulnerabilidad psicológica que genera la menopausia: «El estreñimiento es una dolencia de las mujeres menopáusicas. […] Nuestro culo es una caja fuerte. Sin embargo, los hombres plantan pinos como rascacielos de Manhattan». También explora enfermedades femeninas — endometriosis— y otras que afectan casi en exclusiva a las mujeres —fibromialgia— y que son difíciles de diagnosticar. La enfermedad femenina que no se puede nombrar o de la que no hay suficiente conocimiento enseguida se convierte en patología psicológica. Lo que la mujer siente como real y físico, el mundo médico lo ve como una afección psicológica. Ante todo esto, la narradora se rebela: «No soy hipocondriaca. No estoy deprimida. Tengo un dolor. Una enfermedad. Lo reivindico. Me quejo».
Clavícula es un libro que sacude por su aparente impudor al hablar de temas tabú, no tanto por lo transgresores (aunque también), sino por el tratamiento que les da Sanz, en el que la desnudez, la falta de artificio, la sensación de verdad, vulneran esa membrana, esa laminilla con la que todos intentamos esconder nuestras miserias. Sanz nos hace ver que lo transgresor, en un mundo cada vez más sensiblero pero menos sensible, es profundizar en aquellos temas que nos desnudan, porque nos duelen o nos avergüenzan, que nos descubren en nuestra fragilidad. «Mi impudor es mucho más limpio que el panóptico digital», dice Sanz hablando de la estigmatización de la sinceridad. En un mundo en el que se mide la sensibilidad desde la superficialidad más ridícula (caritas con lágrimas en FB como muestra de duelo ante el anuncio de una muerte o vídeos de gatitos salvados por un gorila o cualquier otra estupidez), la autora nos advierte con su obra que la verdadera sensibilidad —la suya— resulta incómoda, medicable, se calma con antidepresivos y ansiolíticos, o se castiga. Y esa sensibilidad exacerbada es la que la lleva a tratar temas como el amor de pareja o el amor a los padres con una ternura conmovedora, capaz de mostrar todas las versiones del cariño. El amor en la pareja: el deseo, el deseo del deseo, el cambio en las relaciones, los cambios en la sexualidad y el afecto, la búsqueda de otro tipo de afectividad y felicidad. El amor a los padres: el respeto al padre, la complicidad con la madre, el miedo a que ellos desaparezcan, la anticipación del dolor —y el duelo— ante su futura ausencia.
Las reflexiones sobre el cuerpo femenino, la madurez, las complicaciones que surgen al aparecer la enfermedad, las relaciones de pareja y de familia no se quedan en autocontemplación. Como en cualquier obra anterior, Sanz está muy anclada en lo social, en las condiciones objetivas de la existencia y por eso muestra también la precariedad del mundo literario, la inseguridad laboral que la lleva a explotarse, el paro de su marido, las limitaciones del cuerpo enfermo y la necesidad de trabajar. Y trenzando todo esto, la culpa. El peso de la culpa por sentirse enferma, por no poder trabajar todo lo que debiera, por ser una carga para sus padres o su marido, por no poder salir del ensimismamiento que le produce el dolor, por defraudar a los que quiere y los que la quieren, por trabajar demasiado y por no trabajar lo suficiente, por hacer demasiado caso a su cuerpo y por no hacérselo, por sentir dolor, ¡hasta por morirse!. Y acompañando a la culpa, el miedo: al dolor, a la locura, a la miseria, a estar enferma, a la muerte propia y de los seres queridos.
Marta Sanz despliega en Clavícula una poética de la fragilidad que marcará un antes y un después en su obra y en eso que se ha venido llamando «narrativas del yo». Su escritura rezuma dolor y verdad. Y sin embargo, como dice ella acordándose de Sarinagara de Philippe Forest, también rezuma vida y posibilidad, catarsis y juego, luminosidad y humor. Escritura «como deporte de riesgo«. Un riesgo que, sin duda, merecerá la pena a sus lectores.