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La vergüenza de Javier Cercas
El autor analiza "El monarca de las sombras", el último libro de Javier Cercas como un intento fallido de narrar de forma novedosa la complejidad de la Guerra Civil desde el punto de vista de un falangista de su familia
En El monarca de las sombras, el nuevo libro de Javier Cercas, un narrador y personaje también llamado Javier Cercas, escritor de profesión, decide recuperar un proyecto al que había renunciado: escribir la historia de un joven apuesto de buena familia que se afilió con entusiasmo a Falange, luchó con Franco y murió en la Batalla del Ebro a los 19 años. El soldado, de nombre Manuel Mena, es oriundo del pueblo extremeño donde también nació el autor; de hecho, es su tío abuelo. Cercas, cuyos padres se mudaron a Catalunya cuando era niño, se crió con la presencia fantasmal del pariente extremeño muerto, mantenida viva por las historias de su madre, para quien el tío Manolo había sido un héroe.
¿De qué va este libro? Como suele ocurrir con escritores de la talla de Cercas, la aparición de un título nuevo desata una oleada de entrevistas más o menos oportunistas en las que es difícil que el autor y su obra no se conviertan en caricaturas de sí mismos. Esta vez, Cercas y sus entrevistadores han aprovechado para reflexionar, una vez más, sobre la Transición y la memoria histórica en España. “¿Por qué la Transición salió razonablemente bien?” se preguntaba Cercas entrevistado en el ABC. Antes de responder a su propia pregunta (“Porque todo el mundo, desde Adolfo Suárez a Santiago Carrillo, tenía el recuerdo de la guerra”), disparó un improperio al aire: “Los hispanistas norteamericanos piensan que hubiese sido mejor que nos matásemos, entonces ellos podrían escribir su libro y volver a su cómoda democracia mientras los españoles nos dedicábamos a matarnos”. (Difícil saber qué decir cuando a un escritor le sale el columnista más cuñado).
Pero el circo publicitario no deja de ser una distracción. Por fortuna, la novela es más interesante de lo que dejan vislumbrar las entrevistas, y nos plantea un puñado de preguntas dignas de consideración. ¿Por qué decide Cercas dedicar un libro a su tío abuelo falangista, volviendo al trillado terreno de la Guerra Civil, subiéndose una vez más al tren de la memoria que lleva tiempo denunciando? ¿Hasta qué punto El monarca confirma o modifica la visión de la guerra y su memoria que transmiten Soldados de Salamina (2001) y El impostor (2014)? Si aplicáramos el criterio de calidad literaria del propio Cercas, ¿cabría considerar El monarca de las sombras como una buena novela? ¿Aporta alguna verdad? Y, finalmente, ¿este libro modifica el lugar que ocupa Cercas en la esfera pública española?
Para empezar por esta última pregunta, llama la atención que Cercas, como intelectual público, se alinee menos con colegas de su propia quinta que con algunos destacados miembros de una generación mayor —personajes públicos como Antonio Elorza, Santos Juliá, Félix de Azúa o Felipe González—. Son los que, como él, defienden los principios que conformaron la Transición así como su plasmación práctica; critican los esfuerzos reunidos bajo el imperativo por “recuperar la memoria histórica”; cuestionan el independentismo catalán mediante una crítica liberal del nacionalismo como ideología; rechazan la nueva política progresista por “populista”; y subrayan, en lo que concierne a la Guerra Civil, que se cometieron desmanes en ambos bandos y que, si los franquistas no eran demócratas tampoco lo eran todos los que lucharon con los republicanos.
Aunque la voz de Cercas como intelectual público se hace eco de la hegemonía cultural representada por sus mayores, en el campo más estrictamente literario su obra no llega a ser hegemónica del todo. Tengo la impresión que la élite intelectual del país —incluida la literaria— ha sido reacia a la hora de afianzarle como autor plenamente canónico. A lo largo de los años, Cercas se ha visto expuesto a cierta dosis de burla (por colegas como Javier Marías, entre otros) y crítica (de parte del politólogo Ignacio Sánchez-Cuenca, entre otros). Así también el hispanismo internacional se ha sentido atraído por su obra —pocos autores vivos han generado tal cantidad de tesis, libros y artículos— al mismo tiempo que la ha convertido en objeto frecuente de cuestionamiento. (El curioso comentario, en la entrevista del ABC, sobre los supuestos deseos secretos de una alevosa tribu de hispanistas parásitos que habría celebrado otra guerra cainita, tal vez quepa leerse como síntoma de esa complicada relación con mi gremio).
Esta relativa deficiencia de capital cultural —o, mejor dicho, la conciencia de su carencia— la incorpora Cercas indirectamente en sus libros. Su personaje autobiográfico preferido es un escritor antihéroe dominado por sentimientos negativos —inseguridad, miedo, vergüenza, depresión— que sufre bajo el peso de críticas y ataques que experimenta como injustos. En El impostor, el personaje de Cercas escenifica un diálogo auto-acusatorio en que se anticipan las censuras que, se supone, va a suscitar la obra. Al comienzo de El monarca de las sombras, se produce una escena similar en un intercambio con el personaje de David Trueba, amigo del narrador, que intenta disuadirle de la idea de escribir sobre su tío abuelo:
—¿De verdad vas a escribir otra novela sobre la guerra civil? Pero ¿tú eres gilipollas o qué? … ¡te van a dar de hostias hasta en el carnet de identidad, chaval! Escribas lo que escribas, unos te acusarán de idealizar a los republicanos por no denunciar sus crímenes, y otros te acusarán de revisionista o de maquillar el franquismo por presentar a los franquistas como personas normales y corrientes y no como monstruos. Eso es así: la verdad no le interesa a nadie, ¿no te das cuenta? … A la gente no le gusta la verdad: le gustan las mentiras; de los políticos y los intelectuales mejor no hablar. Unos se ponen de los nervios cada vez que sacas el asunto, porque siguen pensando que el golpe de Franco fue necesario o por lo menos inevitable, aunque no se atrevan a decirlo; y otros han decidido que le hace el juego a la derecha quien no dice que todos los republicanos eran demócratas, incluidos Durruti y La Pasionaria, y que aquí no se mató un puto cura ni se quemó una puta iglesia…
Estos diálogos, más allá de su gracia, tienen una función retórica. Sirven para retratar al narrador como víctima del trato abusivo de una sociedad y de una élite intelectual bastante poco ejemplares. Si a estos no les interesa la verdad, para el narrador —literato profesional e historiador aficionado— esa verdad se convierte en obsesión. Su búsqueda cumple dos funciones: propulsa la trama y redime moralmente al narrador. El hecho de que, en el desenlace de la trama, la anhelada verdad resulte elusiva o ambigua, motiva a su vez una lección filosófica-moral que —en Soldados de Salamina, El impostor, Anatomía de un instante y El monarca de las sombras— lleva al narrador a definir cuál es la postura apropiada que nos toca adoptar frente a un pasado complejo, conflictivo y traumático como es el pasado reciente español.
En El punto ciego, la serie de conferencias que dio Cercas en la Universidad de Oxford hace algunos años, el escritor identificaba la ambigüedad —la “pregunta sin respuesta”— como máximo valor literario. Y es verdad que la vacilación irresuelta entre ficción e historia constituye el mayor encanto de varios de sus libros, incluido Soldados de Salamina. Pero la obra de Cercas es también ambigua en un sentido más estrictamente político. Como apuntaba José Luis Villacañas, esa falta de definición explica parte de su éxito, pero también constituye su mayor debilidad. La crónica ambivalencia en lo que respecta a “la valoración moral” —decía Villacañas a propósito de Anatomía de un instante (2009)— le permite a Cercas “ofrecer elementos para todos los públicos”, al mismo tiempo que rehúye de su responsabilidad como creador e intelectual: “fomenta la imaginación de cada uno, pero no se compromete con un argumento político claro y maduro. … Los románticos llamaban a esto schweben, flotar”.
Cercas, para Villacañas, pretende nadar y guardar la ropa: “[T]odo lo que Cercas dice a favor de la democracia española con una mano lo desmonta con la otra”. Y es verdad que el aparente optimismo de Cercas con respecto a la España actual —país surgido de una Transición si no ideal, en todo caso bastante exitosa y ejemplar— contrasta con la visión desencantada de su patria que también le gusta proyectar: a ratos parece estar convencido de que España es un país bastante mezquino.
En Anatomía y El impostor, e incluso en Soldados de Salamina, convierte a sus personajes, empezando por su antihéroe autobiográfico —hipócrita, inseguro, fabulador, perezoso y algo cobarde— en sinécdoques de la patria entera; un gesto homogeneizador que casa bien con su gusto por las generalizaciones. (“Marco es un símbolo de este momento de la historia de su país”, dice sobre el protagonista de El impostor, “pero no es verdad que sea un símbolo de la decencia y el honor excepcionales de la derrota, sino de su indecencia y su deshonor comunes … Marco reinventó su vida en un momento en que el país entero estaba reinventándose”; “En la historia de Enric todo el mundo queda como el culo, empezando por el propio Enric, siguiendo por los periodistas y los historiadores y acabando por los políticos; en fin: el país al completo”).
Esta visión desencantada de España que emerge de algunos de sus libros tiene una dimensión genealógica. En Anatomía, por ejemplo, el narrador insistía en identificar a los españoles que vivieron los años del régimen franquista con la figura de su propio padre, exfuncionario de la dictadura. (“Así era más o menos la España de los años setenta: un país poblado de hombres vulgares, incultos, trapaceros, jugadores, mujeriegos y sin muchos escrúpulos, provincianos con moral de supervivientes educados entre Acción Católica y Falange que habían vivido con comodidad bajo el franquismo, colaboracionistas que ni siquiera hubiesen admitido su colaboración pero en secreto se avergonzaban cada vez más de ella”).
Parece que para Cercas el problema del pasado —su verdad, su significado, su peso sobre el presente— es, en primer lugar, un problema de filiación. ¿Cómo ser nuevo si uno es hijo de lo viejo? ¿Puedes ser demócrata si tu padre sirvió al régimen? ¿Qué significa que la España democrática naciera de la franquista? Aunque en el caso español el desafío de la filiación ha adoptado un cariz político, en el fondo se trata de un problema común en la modernidad, definida, a fin de cuentas, como un constante corte violento con todo lo antiguo (“la tradición de la ruptura”, en la conocida frase de Octavio Paz). En uno de sus primeros libros, Edward Said observa, por ejemplo, que la literatura de vanguardias parece rechazar la filiación como principio, rechazo expresado en la presencia ubicua de parejas sin niños, niños sin padres u hombres y mujeres célibes. En lugar de la filiación rechazada —dice Said— estos textos buscan una forma alternativa, no biológica, de concebir las relaciones intergeneracionales. Esta atadura no determinada por el factor genético la define Said como afiliación. Si la relación filiativa es impuesta por el destino biológico, la afiliación a “instituciones, asociaciones y comunidades” es, en cambio, un acto consciente, de emancipación.
Aunque las formulara en otro contexto, las reflexiones de Said pueden servir para pensar la producción literaria española en torno a la Guerra Civil y el franquismo. Si algo distingue a la generación literaria de Cercas —argumenté en otro lugar— es precisamente su afán por romper la camisa de fuerza de la filiación biológica e ideológica. Dulce Chacón, por ejemplo, se “des-filió” públicamente de su genealogía derechista para declararse solidaria de las víctimas del franquismo, dedicándoles novelas como La voz dormida. Así también Soldados de Salamina cabe leerse como un intento logrado de emancipación afiliativa: el narrador, cuyo relato arranca poco después de la muerte de su padre biológico, acaba por adoptar como figura paterna al miliciano republicano Antoni Miralles.
Ahora bien, en este sentido, El monarca de las sombras marca una ruptura. Quizás lo más curioso de esta nueva novela es que, con ella, Cercas se vuelva a colocar, voluntariamente, las esposas filiativas, movido por lo que siente como una imperiosa necesidad: reconciliarse de lleno, y en público, con su propia genealogía franquista. Para Cercas —o al menos para el personaje de ese nombre—, descubrir y contar la historia de su tío abuelo tiene un efecto catártico similar al que tenía en Soldados descubrir a Miralles. Pero en El monarca la catarsis no implica una liberación de los lazos genealógicos o filiativos sino todo lo contrario. Lo que Cercas se quita de encima al contar esta historia familiar, parece, es sobre todo el rubor que le produjo esa historia durante muchos años: lo que llama “la vergüenza de los orígenes políticos de mi familia”. Narrarla le permite convertir esa vergüenza en una forma de orgullo, al reivindicar a su tío abuelo como un hombre que dio su vida por una causa, un gesto que —decide— no fue menos noble porque esa causa fuera la equivocada. Lo que escenifica la novela, en otras palabras, es una salida del armario.
El monarca de las sombras entrelaza dos líneas narrativas. En los capítulos impares, un narrador llamado Javier Cercas cuenta cómo, poquito a poco, logra reconstruir parte de la vida de su tío abuelo mediante pesquisas, viajes y entrevistas a familiares y conocidos. Este proceso tiene una importante carga afectiva, no sólo porque su tío Manolo fue querido y llorado por la querida madre del narrador, sino también porque Cercas se llega a identificar con el falangista, reconociendo además que no tiene ningún derecho a sentirse moralmente superior a él. (Al mismo tiempo, el hurgar en el pasado familiar no deja de producirle ansiedad: teme descubrir complicidades poco edificantes, si no actos criminales, que puedan involucrar a sus parientes).
En los capítulos pares, un cronista anónimo nos cuenta la breve vida de Manuel Mena. Paradójicamente, este historiador inventado se ha autoimpuesto una prohibición al invento, adhiriéndose sólo a los hechos comprobables (“no soy un literato y no estoy autorizado a fantasear”), una disciplina que, sin embargo, rompe continuamente. De estas dos líneas narrativas, la primera reviste más interés que la segunda. Para el lector es más fácil dejarse seducir por el personaje de Cercas —complejo y contradictorio, un poco torpe y bastante sentimental— que por la historia de Manuel Mena, un soldado entre miles. Aparte de la casualidad de que se trata de un pariente de Cercas, su paso por la guerra tiene poco de trascendente, y los capítulos pares pierden fuelle en largas descripciones de batallas contra “el enemigo” (la República).
Lo que se plantea Cercas en esta novela es una pregunta moral y un reto narrativo. ¿Es posible luchar heroicamente y morir dignamente por una causa moralmente reprobable? ¿Y es posible narrar esa historia en clave épica? El planteamiento no le funciona del todo. El problema no es tanto que el héroe, Manuel Mena, no llegue a convertirse en personaje redondo o medianamente interesante porque lo que le motiva a arriesgar su vida no pasa del cliché (la defensa del orden, el amor patrio, el entusiasmo por la revolución falangista, una imagen idealizada de la guerra como una prueba de honor). El problema es que el reto narrativo, en realidad, no es tal. Contar una historia de un héroe que lucha por una causa dudosa no sólo es fácil, sino que se ha hecho muchas veces. Sin ir más lejos, diría que es lo que ocurre en el grueso de novelas y películas de guerra, de espías o de vaqueros e indios. (¿De qué lado luchan Rambo, James Bond, Miguel Strogoff o Old Shatterhand?) El que un héroe se preste a una causa poco clara, o sirva a jefes poco honrados, rara vez ha impedido que el lector se identifique con él y siga sus aventuras con interés.
Una pregunta más interesante es por qué Cercas ha querido, en 2017, escribir una novela de ese tipo —un cuento casi juvenil— sobre la Guerra Civil, y con un héroe falangista. De su texto se desprende que, más allá de contar un relato entretenido vinculado a su propia genealogía, su objetivo es también didáctico: pretende complicar una representación del pasado que, le parece, se suele simplificar en exceso. Aquí, de nuevo, creo que parte de una premisa descaminada. Puede que me equivoque, pero me parece que las nociones de la Guerra Civil que guarda el común de los españoles son bastante menos simplificadas de lo que sugieren Cercas y su amigo Trueba, según quien, como vimos, “[u]nos … siguen pensando que el golpe de Franco fue necesario … y otros han decidido que … aquí no se mató un puto cura ni se quemó una puta iglesia”.
Y si la imagen popular de la guerra no es tan sencilla como pretende Cercas, él tampoco logra complicarla tanto como cree. Lo impide el hecho de que, retóricamente, se tiende a anclar en planteamientos binarios que realzan los contrastes de su historia de forma algo melodramática pero que también reducen su profundidad. Es este armazón sentimentalmente recargado, por ejemplo, el que le permite a Cercas presentar como un descubrimiento trascendental la noticia inesperada de que, en uno de sus permisos pasados en el pueblo, su tío abuelo expresó que “esta guerra no es lo que creíamos al principio”, que “estaba seguro de haber cumplido” y que, si fuera por él, “no volvería al frente”. Esta información la recibe Cercas “perplejo”, “tan perplejo como si acabara de exhumar un cofre atestado de oro que llevara casi un siglo enterrado en el océano”, y aprovecha el “pequeño prodigio” para extrapolar y conjeturar que el tío abuelo “no siempre había sido un joven idealista, un intelectual de provincias deslumbrado por el brillo romántico y totalitario de Falange”.
En una lectura lúcidamente crítica del libro de Cercas, el historiador Francisco Espinosa ha relativizado el desencanto que pudo haber sentido Manuel Mena. “Para los que apoyaron el golpe militar y se unieron a fuerzas paramilitares como las banderas de Falange … su idea de lo que se traían entre manos era similar a la de un paseo triunfal … Pero ocurrió que la marcha triunfal terminó de manera abrupta el 7 de noviembre de 1936 en las puertas de Madrid”. Fue entonces que “el golpe devino en una guerra interminable, una guerra de verdad y no la escabechina que venían practicando desde julio”. Así, la decepción del joven falangista “no era otra cosa que el terrible choque que la guerra de verdad produjo incluso en aquellos que la provocaron. La guerra no era lo que les habían contado”.
Como hemos visto, sigue pesando sobre Cercas, como una losa, el problema de la filiación y sus afectos. En las generaciones políticas e intelectuales que orquestaron la Transición (los Cebrián, Fraga, Laín Entralgo), ese problema se resolvió mediante una serie de reinvenciones autobiográficas que describe muy bien Gregorio Morán en El cura y los mandarines (“La primera amnistía histórica que concedió la Transición fue ésta: la que se dieron mutuamente los viejos colaboradores de la dictadura y sus ‘valets de chambre’ intelectuales. La Guerra Civil no estaba superada sino que había quedado obsoleta porque los representantes intelectuales, que tanto habían colaborado a llevarla a cabo y a cimentar la victoria posterior, consideraban la propia guerra como algo ajeno”).
Los historiadores de esa misma generación, por su parte, adoptaron una postura hacia el pasado que rechazaba, en nombre de un principio cuasi higiénico, cualquier relación afectiva o filiativa con las figuras de ese pasado. (“La guerra era sencillamente historia, objeto de conocimiento, no de memoria”, describía Santos Juliá en 2006 la actitud de su propia generación; “su herencia no era bien venida”). El movimiento de la memoria que nace a finales de los años noventa cuestiona este sentido común y logra debilitarlo —eso sí, a nivel de sociedad civil, no de poder político e institucional—. Su afán es el contrario: en vez de rechazar todo legado del pasado, busca reestablecer una relación afectiva con él, concretamente con la República y la memoria de las víctimas, que son vistas como fuentes de inspiración cívica.
En El impostor, Cercas mantenía que el movimiento de la memoria, ya convertida en “industria”, fomentó una falsificación del pasado español, convirtiéndolo en kitsch. Aunque es verdad que hubo de todo, una vez que los medios se dieron cuenta del tirón que tenía el tema de la memoria histórica, me parece que Cercas se equivoca en lo fundamental. Al restablecer una relación no sólo afectiva sino también política con el pasado —una visión que, por ejemplo, reconocía determinadas luchas del presente como herederas de luchas históricas— el movimiento de la memoria —que, como decía, fue ante todo un movimiento de la sociedad civil— acabó por reforzar la cultura democrática del país. Y lo hizo, precisamente, al hacer posible una relación con el pasado que fuera al mismo tiempo crítica y afectiva, plural y política, siempre desde un compromiso con los valores democráticos.
A pesar de las buenas intenciones que le informan, no se puede decir lo mismo de El monarca de las sombras. El problema principal del libro radica en su peculiar economía afectiva. En el fondo, Cercas se tiende su propia trampa, y lo hace en dos pasos. Primero supone, equivocadamente, que está obligado a asumir el pasado franquista de su familia —su filiación— como un factor determinante en su propia identidad. Y segundo, confunde la obligación ética del afecto —el amor a los parientes muertos— con la obligación moral del homenaje. (La distinción entre ética y moral la establece el filósofo Avishai Margalit en Ética del recuerdo). Es esta trampa la que hace que experimente el pasado franquista de su familia como un problema o secreto vergonzoso, algo cuya ocultación le produce mala conciencia.
Ahora bien, en su intento por convertir en posible fuente de orgullo —o al menos admiración— lo que durante años experimentó como motivo de vergüenza, Cercas deja que los afectos filiativos desplacen la posibilidad de una relación crítica y emancipada con el pasado, lo que Villacañas llamaría una relación madura. Así, Cercas pierde una oportunidad política tanto como literaria.
Por otra parte, la economía afectiva de esta nueva novela de Cercas tiene un regusto regresivo muy de esta época. En Holanda y Alemania, Geert Wilders y Frauke Petry suben en las encuestas, empujados por un resentimiento muy peculiar: el generado por una cultura política que fomentaba una relación crítica con el pasado nacional. Esta relación le exigía a la sociedad civil una dura labor que desplazara la filiación por la afiliación, empezando por reconocer lo que ese pasado tenía de vergonzoso. Wilders y Petry, en cambio, ganan votos convenciendo a su electorado de que esa labor es innecesaria: no hay de qué avergonzarse, afirman, y el orgullo nacional no tiene nada de malo. Y así condenan al basurero de la historia un consenso civil y moral que Europa tardó medio siglo en construir, y cuya construcción en España apenas acaba de empezar.