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‘Misivas del terror’: ¿Y a mí qué me importan los empresarios?
La autora escribe sobre un reciente libro que aborda la extorsión a través del impuesto revolucionario: "Lo que descubren tanto el análisis como los testimonios es una realidad dolorosa de la que la mayoría de la sociedad hemos sido ignorantes, o indiferentes en el mejor de los casos".
Igual nunca llegué a formularlo así, pero en el fondo da igual. El resultado es el mismo. Cuando de adolescente —o incluso con veintitantos años— escuchaba hablar del «impuesto revolucionario» que ETA pedía a los empresarios, cuando me enteraba de que habían secuestrado a alguno de ellos, me daba bastante igual. No sentía ni mucho menos la preocupación o la rabia que me provocaban otro tipo de actividades de ETA u otras víctimas, sobre todo las civiles. El empresario, en la jerarquía de las víctimas, estaba para mí bastante abajo. Por aquellos años en los que ya era una ferviente lectora de Bakunin, Kropotkin y otros anarquistas clásicos, algunos compañeros de instituto borrokas me insultaban llamándome burguesa porque mis padres tenían su pequeño negocio. A mí me enfurecía ese insulto. Era lo peor que me podían llamar, no solo porque yo me creía mucho más revolucionaria que ellos, sino porque pertenecer a esa clase burguesa era para mí un estigma. Me enorgullecía (y me sigue enorgulleciendo) que mi padre fuera un inmigrante que había salido adelante a costa de mucho sacrificio y trabajo y que mi madre proviniera de una familia trabajadora (abuela sardinera y abuelo marinero y trabajador de Astilleros, ni más ni menos). Así que, para mí, el mundo empresarial representaba a esos explotadores de la margen derecha, una oligarquía que no despertaba en mí la más mínima solidaridad. Eran otra especie.
Y es que incluso estos últimos años, que he estado estudiando tanto la cuestión vasca, el colectivo empresarial no ha sido parte de mis reflexiones. Ni siquiera he pensado en ellos cuando he tratado el problema de las víctimas. ¿Por qué lo hago ahora? Lo hago gracias a un libro: Misivas del terror. Análisis ético-político de la extorsión y la violencia de ETA contra el mundo empresarial, editado por Izaskun Sáez de la Fuente Aldama y publicado por Marcial Pons Historia. Este libro ha despertado en mí esa memoria insolidaria y me ha hecho cuestionarme muchas cosas. Un buen libro hace exactamente eso: sacudir nuestros prejuicios, llevarnos a lugares en los que nunca habíamos estado, aprender a mirar desde otra perspectiva. En este caso, además, añade información sobre las prácticas de extorsión de ETA para mí desconocidas, así como una serie de testimonios verdaderamente desgarradores.
Los capítulos están escritos por investigadores de la Universidad de Deusto de Filosofía Ética, Antropología y Sociología (Galo Bilbao Alberdi, Xabier Etxeberria Mauleon, Jesús Prieto Mendoza e Izaskun Sáez de la Fuente Aldama) y analizan en profundidad el contexto social de la extorsión, sus diferentes prácticas a lo largo de cinco décadas, la difícil tesitura ética a la que se enfrenta el extorsionado, la figura del mediador y del extorsionador. Este análisis está fundamentado por una parte en una metodología de análisis sociológico, antropológico y reflexiones desde la filosofía de la ética y, por otra, en los testimonios de personas que han sido extorsionadas o que han formado parte del entorno de alguna que lo ha sido, todo dentro del más estricto anonimato. Lo que descubren tanto el análisis como los testimonios es una realidad dolorosa de la que la mayoría de la sociedad vasca —y española— hemos sido ignorantes, o indiferentes en el mejor de los casos.
El libro tiene el doble acierto de informar y de hacer reflexionar. Su punto de partida es que la persona que ha sido extorsionada es una víctima y, como tal, no importa cuál ha sido su comportamiento anterior o posterior a la extorsión. Es decir, más allá de que «si antes era o no era un empresario, directivo o profesional respetuoso con los derechos de los trabajadores o clientes. Más allá, también, de si después, como reacción a la victimización sufrida, tiene comportamientos […] acordes o discordes con la ética», en cuanto víctima, es inocente. Esto pudiera parecer una perogrullada, pero no lo es. Socialmente, el empresario en Euskadi fue estigmatizado de tal manera que sobre él recaía la sospecha de merecerse lo que le pasaba. Para algunos, si les pedían el «impuesto» es porque se habían enriquecido a costa del «Pueblo Trabajador Vasco». Para otros, si se lo pedían y lo pagaban, eran cómplices de ETA. Para otros, simplemente el tema no iba con ellos, no iba con nosotros.
El análisis y los testimonios del libro indican que las decisiones que estas personas tuvieron que tomar implicaban un desgarro muy difícil de imaginar y que se hicieron desde la soledad y el abandono social y de las instituciones. La perversión de esta práctica ponía a los extorsionados ante una decisión imposible: si pago, contribuyo a la maquinaria asesina de ETA; si no pago, pongo en peligro mi vida y la de mi familia. Los autores del libro analizan esta dificultad ética con mucho tacto e inteligencia, con el apoyo del pensamiento filosófico y sin juicios morales, lo que ayuda al lector a entender la dimensión del problema más allá de los propios prejuicios.
El libro aporta también ejemplos de las cartas que enviaba ETA a estas personas. Si la realidad detrás de ellas —el asesinato, el terror social, el acoso— no fuera tan perversa, algunas resultarían ridículas en su argumentación: el empresario paga sus impuestos a España, entonces debería hacer lo mismo y pagar el impuesto a ETA, que lucha por la libertad de la nación vasca; en otra, se señala un cobro de 150 euros sobre los 60.000 que piden a un empresario, en concepto de «demora». Algo que se repite en todas las cartas es que la persona extorsionada debe ponerse en contacto con «los medios habituales de la izquierda abertzale». Es decir, cualquiera de estas personas, con ir a una Herriko Taberna, podía acceder a ETA e iniciar la negociación para el pago. Así de fácil. Y así de terrible.
Otra cuestión que se aborda, aunque de manera más tangencial, es la «microextorsión», esa práctica que casi todas las personas que han tenido pequeños negocios en Euskadi conocen: representantes de la «juventud combativa» pasaban por los comercios dejando un sobre. Si contribuías con una cantidad «voluntaria», te regalaban un talismán en forma de pegatina para poner en el escaparate con el que protegías el negocio.
La cuestión de la extorsión y su dimensión humana ha sido muy poco tratada tanto en los medios universitarios, como reconocen los autores, como en el debate público. Este libro, que a pesar de su rigor académico es muy accesible para cualquier lector, abre la puerta para el reconocimiento de esta realidad y de estas víctimas. Leerlo es una bofetada que nos despierta de otra versión más de la indiferencia.