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El desconcierto o los que miran a ninguna parte

"Todo acaba tomando la apariencia de un tiovivo donde la gente va montada en los caballitos sonriendo, viendo que sus compañeros de feria no paran de hacerlo, cuando la realidad es que todos empiezan a intuir que lo único que desean es escapar de allí".

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Empezar un artículo hablando de Taxi Driver me da reparo. La película que Scorsese filmó en el 76 es uno de esos artefactos culturales secuestrados por la descontextualización, la maniobra encargada de asumir como propios los valores opuestos a la industria del entretenimiento mediante ejercicios estéticos que a la larga desactivan cualquier disidencia. Cuando Travis Bickle aparece reproducido una y mil veces a modo de icono recortable deja de representar la violencia, la amenaza y lo asocial para convertirse en un acompañamiento leve, casi capaz de anunciar colonias o cereales en medio de un magazine familiar. A su vez su figura impregna a quien se apropia de su imagen con el aroma de lo subterráneo, en una vampirización tan calculada como efectiva. Por resumir, que un fanzine punk utilizara al taxista con cresta tenía todo el sentido, es decir, había una coincidencia de formas, valores y objetivos. Que una publicación con pretensiones culturales coloque en portada una imagen del mismo personaje, elegantemente decolorada, para tratar un par de anécdotas insustanciales de la película y, a continuación, complete su número con publicidad de berlinas alemanas y artículos sobre tendencias en vida y estilo para bohemios urbanos, es insultante. No se preocupen, sé que a nadie le importa y que, además, por hacerlo patente te pueden acusar hasta de elitista. Cosas de una sociedad hasta donde la subversión debe ser medida.

Taxi Driver nos podría interesar por muchas cosas, pero hoy recurro a ella por la estupefacción. Cuando De Niro atraviesa Nueva York  lo hace desde la perspectiva del alucinado, del que parece que está pero hace mucho que ha marchado -mejor no se pregunten a dónde-. La ciudad nocturna, calurosa y declaradamente hostil no es percibida a través de las ventanillas del coche amarillo, sino por su retrovisor, rompiendo la dinámica del movimiento de cada plano, como una fantasmagoría que aparece brevemente mostrando su peor cara. Las imágenes y la historia, saturada y densa, se atribuyen al cuelgue permanente que llevaba Scorsese y a la locura de Schrader, que parecía sufrir de un masoquismo calvinista cuyos intentos de expiación le hundían cada vez más en una urbe decadente y pecaminosa. Que la película se convirtiera en una obra de culto responde en parte a las coincidencias de talentos desatadas durante hora y media pero, sobre todo, porque resume un sentimiento que mucha gente sentía por la época: el desconcierto. Como individuos eran incapaces de comprender nada de lo que ocurría a su alrededor, veían lo cercano como puntos distantes e inaprensibles, se sentían ajenos, un día tras otro, de todo lo que les rodeaba. Y lo peor es que no podían contárselo a nadie sin que les tomaran por locos.

La situación a finales de los setenta en Estados Unidos era de desesperanza porque el cambio frustrado de la década anterior se había desactivado entre las grandes multitudes, acabando en el callejón sin salida de la respuesta violenta. Era de abatimiento por un país quebrado en la mayoría de aspectos sociales donde, con ayuda de la heroína en los guetos y de los psicofármacos en los suburbios de clase media, se estaba reduciendo la mente de los norteamericanos a pulpa. El desasosiego tras una guerra perdida, un presidente apartado de su cargo y una crisis económica galopante era total, sobre todo ante la falta de visualización de una salida, ante unos nuevos valores que no acabaron de imponerse a los anteriores al desbarajuste. Así se produjo una disonancia constante, un desconcierto, entre la realidad cotidiana que la mayoría de personas sentían y la representación del sistema en su industria de consumo y entretenimiento. La salida fue Reagan, la exageración del enemigo soviético y, sobre todo, la sofisticación de las mediaciones culturales. En diez años Estados Unidos era, fundamentalmente, el mismo país, pero su población volvía a estar satisfecha y orgullosa.

Hoy, sospecho, hay un número de individuos minoritario pero creciente que experimenta esa misma estupefacción. Ya no se trata de un descontento específico con algún aspecto de su cotidianeidad, del sistema bajo el que viven, sino una brecha entre lo que se supone que tienen que sentir y lo que realmente sienten. Nuestro entorno no es el mismo de hace diez años en ningún aspecto ponderable en una gráfica, pero a su vez todas las mediaciones culturales siguen repitiendo los mismos lugares comunes en los que se supone que debemos sentirnos cómodos. Todo acaba tomando la apariencia de un tiovivo donde la gente va montada en los caballitos -encadenada a ellos- sonriendo, viendo que sus compañeros de feria no paran de hacerlo, cuando la realidad es que todos empiezan a intuir con un escalofrío en la espalda que lo único que desean es escapar de allí (sin saber bien ni cómo ni a dónde, ese es otro tema).

La primera sensación que ofrece el desconcierto, antes que la angustia y la ira, es ese rechazo instintivo que despiertan las figuras de un museo de cera cuando nos detenemos a mirarlas en una sala vacía. Lo que parece una reproducción acertada de la realidad empieza a mostrarnos su tosquedad, lo siniestro del intento de recrear vida en algo tan muerto. Dan hasta ganas de gritar a los muñecos, de exigirles que dejen de engañarnos con un truco tan torpe, mientras ellos permanecen impertérritos mirando con sus ojos vidriosos a ninguna parte. Ver al hombre del tiempo con su traje azul diciendo la palabra chubasco mientras sonríe provoca la misma sensación. Como oír los resultados de la quiniela del domingo o escuchar chistes sin gracia en programas de humor blanco. Recibir el reflejo, milimétricamente estudiado, de los halógenos de un centro comercial sobre su suelo pulido. Ser golpeado por los labios digitalmente carnosos de la modelo en lencería de un anuncio en la parada del autobús. Completar tests de satisfacción, utilizar buzones de sugerencias, recibir encuestas telefónicas. Dar likes y recibirlos. Aplicar filtros de belleza sobre caras sonrientes con ojos demacradamente tristes.

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