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Casa Revolucioná. Calle Sin Luis, 12. Sevilla. Aquí vive el feminismo

Entramos en este edificio ocupado por una veintena de mujeres -antes residencia de un banquero- donde hablan, aprenden, ríen y también lloran sin necesidad de tener que recordar que las mujeres son iguales que los hombres, una obviedad que aún no es obvia. De momento, el espacio no es mixto.

“Vivas nos queremos”, reza una pancarta sobre el balcón central del edificio. La puerta está abierta. Bienvenidas. A un lado, un taller de bicicletas en construcción. Al otro, una ludoteca para los niños y niñas que acompañan a sus madres. Un futbolín, una trona, un parque, unas maracas, un libro de animales… Al fondo, en un patio de luz, África toca la guitarra sentada sobre unas escaleras, bajo una higuera sin higos. «Volare, ohhh, cantare, oh, oh, oh, oh…». Lina pega puñetazos contra un saco de boxeo rojo. Entran dos chicas. “Hola, venimos a la clase de autodefensa”, dice María. Se presenta en ese momento. “Claro, qué bien. Pues estáis en vuestra casa. Nosotras vamos a la terraza, ¿queréis venir?”, les propone Mónica, que muestra su particular palacio a La Marea. Es la casa Revolucioná Feminista, la Revo, un espacio ocupado por una veintena de mujeres en la calle Sin Luis (San Luis en el callejero oficial). Pleno centro de Sevilla.

De momento, el paso está vedado a los hombres. Algunas se conocen entre ellas. Otras no. Unas llevan rastas y tatuajes, otras pelo corto y flequillo. A algunas se les ve el vello en las axilas, otras van perfectamente depiladas. Unas tienen 20 años, otras 50. Unas estudian. Otras trabajan. Enfermeras, historiadoras, bailarinas, biólogas…  “Este es nuestro sitio, ya hay demasiados espacios mixtos”, afirma Verónica, 26 años, mientras bebe un refresco del bar que han fabricado ellas mismas. “Quizás algunas personas no entiendan el porqué de un espacio no mixto. Lo único que podemos decir es que nosotras lo necesitamos: necesitamos construirnos a nosotras mismas, a nuestra historia y a nuestro propio lugar; necesitamos hacer llegar el feminismo a más mujeres; necesitamos espacios de comunicación crítica y de producción de pensamiento colectivo; necesitamos un espacio físico, liberado y libre de actitudes opresoras, donde fortalecernos, conocernos y cuidarnos”, escriben en su blog. Es su refugio. Un lugar en el que aprenden, hablan, ríen y también lloran sin necesidad de tener que recordar que los hombres no son más que la mujeres. Una obviedad que en pleno siglo XXI aún no es una obviedad. Un espacio sano y seguro, en constante construcción.

La Revo no es nueva. La Revo nació unos años antes en la Puerta Ovario (Osario en el callejero oficial). Y desde entonces ha crecido, ha madurado. “Allí no teníamos sitio. Más de 60 mujeres en las asambleas, gente del barrio, no queríamos que esto fuera un gueto. Llegó a venir la propiedad del edificio, nos pintaron pollas, nos mearon, la Policía nos descolgó las pancartas, pero teníamos claro que íbamos a seguir, nos dimos cuenta de que el feminismo estaba creciendo mogollón en Sevilla y decidimos ocupar esta otra casa, más grande, para continuar los debates que ya habíamos iniciado, como el de las identidades trans y lésbicas, el del antiespecismo o el de la resistencia indígena, como hicimos el 12 de octubre”, cuenta Luz, estudiante de 21 años. “Yo tenía miedo de que la casa se llenara de blancas ese día, que estuviéramos diciendo ¡vivan los indígenas! y todas fuésemos blancas. Pero vinieron muchas personas de Latinoamérica. Esa actividad, por ejemplo, fue mixta”, añade Esperanza, 21 años, amante de la poesía. 

Una escalera de mármol da acceso a la segunda planta de la casa, en la que residió el presidente de la antigua Cajasol, hoy absorbida por La Caixa, Antonio Pulido. En una cartulina, analizan las supuestas relaciones entre el poder político y el edificio. “La biblioteca aún está muy vacía, pero mira ese rinconcito”, muestra orgullosa Mónica, 30 años. Hirviendo, de Noelia Morgama. La extracción de la piedra de locura y otros poemas, de Alejandra Pizarnik. En las orillas del Sar, de Rosalía de Castro. La mar es tu substancia, de Pilar Marcos. El color de la granada, de Carla Badillo. Beat Attitude. Antología de mujeres poetas de la generación beat, de Annalisa Marí Pegrum. Poesía reunida, de Cristina Peri Rossi. Poeta de guardia, de Gloria Fuertes. “Hago versos, señores, pero no me gusta que me llamen poetisa. Soy poeta desde niña y pacifista desde antes de nacer”, decía la cabra sola, que este año hubiera cumplido 100. También hay libros escritos por hombres. Jorge Manrique y Luis de Góngora. Un manual de okupación y un ejemplar de Píkara Magazine.

En una sala con espejos y suelo de parqué, todos los miércoles imparten clases de danza. También hay talleres de música y de autogestión de la salud y de teatro y de películas… Esta noche toca Thelma y Louise dentro de un ciclo de cine feminista. Un enorme salón con chimenea acoge el esquema con las tareas de cada una. Agenda, comunicación y redes, ambigú, apoyo a actividades y tesorería. Todo es rotatorio. La casa y lo que se cuece en ella es un ser vivo –anticapitalista y anárquico– que hay que cuidar.

Esperanza es la encargada ahora del ambigú: “Vamos a ser coherentes. Es más fácil ir al DIA y por ocho euros te traes lo que necesitas. Pero si defendemos un consumo responsable, hay que actuar desde esa convicción”. Dicen que ahora compran menos botellines y más zumos. Y los botellines, además, tienen que ser retornables. “¿Cómo quieres que afecte tu consumo a nivel individual, barrio, planeta? ¿Cómo se materializa? Alimentación, vestimenta, higiene, energía”, avisa un cartel en mitad de aquella casa venida a más llena de habitaciones y lujosos baños. Uno de ellos tiene jacuzzi. No hay agua en ese momento. De aquellos polvos no quedan ni los lodos. “Nos hace sentir mucho mejor que este edificio, un símbolo de la especulación, de cómo nos han engañado los políticos de este país, esté sirviendo para que muchas mujeres se empoderen”, interviene Cati. 

Sobre un azulejo en forma de virgen, cuelga un mensaje a Nuestra señora de la autodefensa: «Señora nuestra, que estás en todas nosotras, santificadas sean tus armas, venga a nosotras tu feminismo. Hágase nuestra voluntad así en las casas como en las plazas. Danos hoy nuestros derechos de cada día; no perdones sus ofensas, porque nosotras tampoco perdonaremos a los que nos ofenden; déjanos caer en la tentación y líbranos del heteropatriarcado. Amén”.

En la terraza, Yerbabuena, la profesora de defensa personal, se sienta sobre la barandilla y da instrucciones a las chicas, en torno a una veintena. A su espalda, desde el edificio de enfrente, una mujer observa de reojo los movimientos mientras tiende la ropa. Abajo se ubica la sede de la casa Hermandad de la Virgen de la Cabeza. «¡Mierda!», exclama una de ellas. «Grrrrrr», vomita otra chica con una clave de sol tatuada en su nuca. «Basta ya!», dice Mafalda en una camiseta. Cada grito tiene un significado. Solo ellas pueden descifrarlo. “Este es nuestro secreto”, finaliza Yerbabuena, que pide experiencias y sensaciones al finalizar la clase. Bullen las frases: “Las mujeres no estamos acostumbradas a pelear”. Suenan las campanas de una iglesia cercana. “Te defiendes como puedes, eres inferior en fuerza y llega un momento en que tienes que parar porque ves que te va a matar». Tolón-tolón-tolón. «Y eso me ha pasado a mí. Tienes que bloquear al contrincante y salir huyendo de esa situación de peligro”. Ladran dos perros. “Yo me congelé el día que me atacaron. ¿Pero este gilipollas qué hace?”. La próxima semana, será una de ellas la que prepare la clase. Como quiera. “Me asomo a la ventana de mis sueños y veo lo que me da la gana”, se adivina en un escrito medio borrado sobre un muro encalado.

Quizá ninguna de estas experiencias hubiera salido en una reunión con hombres, justifican las chicas. “Yo sé que la pedagogía es muy positiva, y hay que explicarle a los hombres todas estas cuestiones, a veces lo hago tomándome una cerveza con ellos, pero a veces me canso de hacer pedagogía”, explica Verónica. “Los hombres tienen privilegios y eso es muy difícil de quitar. Ahí tienes los sanfermines, las violaciones, el acoso, los asesinatos…. Vivimos con una estructura que legitima todo esto. Incluso cuando intentas defenderte de los piropos, la sociedad se sale con la suya porque te ridiculizan. Nos pegan, nos matan, nos violan, pero vamos a seguir juntas reaccionando”, afirma Luz.

«Todos al patio! Y nosotras también, seño?”, preguntan una niñas en una clase. Es un dibujo pegado en la puerta del bar. Es, en realidad, un ejemplo de las veces que se han sentido discriminadas desde la sutileza. “Yo he ocupado otras casas con hombres, hemos habilitado espacios. Y allí, cuando hacíamos la asamblea, los hombres se autoasignaban la electricidad y a las mujeres nos mandaban a limpiar”, admite Verónica. “Mira esa barra”, apunta Mónica. Es un mostrador montado con palés de madera. “En la casa con hombres, lo habrían hecho ellos. Aquí no sabíamos ninguna de carpintería y lo hemos hecho nosotras, aprendiendo entre nosotras”, añade Vero. “Entre los movimientos okupas de izquierda hemos sido las invisibilizadas, por eso hacía falta un espacio de verdad, que no oprima de verdad”, insiste Esperanza. Un espacio desde el que pretenden crear un movimiento. “Aquí cogemos fuerza, confianza y se crea una conexión entre todas desde la diferencia. Es la igualdad suprema. Nunca ha estado tan viva esta casa”, concluye Mónica.

No todas están en el mismo momento, ni todas han tenido la misma trayectoria de vida, ni todas han llegado a la Revo pensando en si hay que hablar no solo de mujeres, sino de mujeres, boyeras y maricas. Luz es rotunda: “Ninguna hemos nacido en círculos feministas, hemos soltado burradas y hemos llegado a los movimientos sin saber, pero estamos juntas para crecernos mutuamente”. Por eso los debates se alargan y se alargan y se alargan. “Si necesitamos dos meses, pues dos meses. No queremos ser superactivistas de carné, queremos disfrutar del proceso. Con el tema de las identidades, por ejemplo, llevamos año y pico. Tenemos mucho en cuenta los ritmos de la gente”, aclara. “Porque si criticas a esas mujeres que están alienadas, al final actúas igual que el heteropatriarcado”, prosigue Verónica.

Ella recuerda que las batallas de su madre y de su abuela no son las mismas que las suyas y las de sus compañeras: “Antes el piropo era un piropo. No era un problema. Ahora muchas veces detrás del piropo hay una lucha por hacer entender que el no es no”. También admiten que en la casa, donde sobran los partidos políticos, faltan madres que aporten la perspectiva de la conciliación. África vuelve a coger la guitarra. Todas se ponen a bailar y a cantar de manera improvisada. Están en la calle San Luis, sin Luis. Son ellas, sin normas de género, sin fronteras, sin opresión. Aquí vive el feminismo.

*Todos los nombres de las mujeres son ficticios por petición de ellas. 

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