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Un paro por las que no han parado en su vida
“Yo dejé la escuela con 13 años y empecé a trabajar aquí. Mis padres me tuvieron que firmar la emancipación. No sabía ni coser. Empezamos con máquinas caseras”, cuenta Juani Falcón. Es una de las mujeres que componen la cooperativa de costura El Huerto, en un pequeño pueblo de Sevilla.
El sol cae con fuerza a las doce y media del mediodía. Polígono industrial La Encina. Ni un alma en la calle. Un columpio vacío. Un tobogán. Un portón de chapa y un hilo de agua que cae tímidamente de un aparato de aire acondicionado. Ningún rótulo. Nada. Solo un ruido constante, parecido a un zigzagueo. Un misterio para quien no sepa qué se esconde detrás de aquella puerta inmensa. Nadie responde a la primera llamada. Zigzagzigzag… Ni a la segunda. Zigzagzigzag… “Pasa, pasa”, responden a la tercera. Y de repente, la imagen sórdida de una mañana de 40 grados en los confines de un pequeño pueblo de la sierra norte de Sevilla se transforma en un salón lleno de vida: 15 mujeres cosen batas y camisones de hospital. Cada una en una máquina. Algunas con cinco bobinas. Es la cooperativa El Huerto, creada hace cuarenta años en El Real de la Jara.
“Yo dejé la escuela con 13 años y empecé a trabajar aquí. Mis padres me tuvieron que firmar la emancipación. No sabía ni coser. Empezamos con máquinas caseras”, cuenta Juani Falcón, una de las cooperativistas más veteranas. Entonces no había ni aire acondicionado ni calefacción. “En unas latitas echábamos el brasero de cisco de casa y así nos calentábamos, con mucho cuidado para que las brasas no quemaran las telas”, rememora. “Yo no sabía ni pegar un botón. Estaba primero con mi tío Kiko en la plaza de abastos. Y luego me vine del puesto del Pasteles para la cooperativa”, añade Concha Aceitón. “Yo, cuando me vine aquí, estaba trabajando con la mujer de Félix”, afirma Carmen Moñino con la naturalidad de un pueblo de unos 1.600 habitantes en el que se conoce todo el mundo. Dice que por entonces se moría de vergüenza cuando salía a vender cosmética de Avón. “Y aquí llegamos solteras, nos hemos casado, hemos tenido hijos y ahora vamos a ser abuelas. Toda una vida”, resume Juani sin parar de darle a la máquina.
Las tres superan los 50 años, pero no los aparentan. Por momentos ríen, por momentos se ponen melancólicas. “Nosotras no hemos estudiado, sabemos leer y escribir, por supuesto. ¿Pero qué hacemos? Mujeres y ya con una edad. ¿Limpiamos casas?”, se preguntan. La cooperativa ha sido su salvavidas durante todos estos años, en una zona donde ellas tienen muchas más dificultades que los hombres para encontrar trabajo y en una época en la que las mujeres estaban condenadas a ‘sus labores’ y no había ayuda a domicilio ni Ley de Dependencia, que sí ha generado empleo en el pueblo.
El flotador, sin embargo, apenas las mantiene en la superficie. Hay meses que han cobrado 300 euros. Y en sus mejores momentos, no han llegado ni al salario mínimo. “Ocho horas de trabajo, doce, catorce… Hemos echado horas y horas, porque cobras según produces”, señala Juani. Entran a las siete de la mañana y salen a las 3 y media de la tarde. Media hora para el desayuno. Un día cualquiera pueden salir 1.000 camisones cosidos. Si son batas, algo más de la mitad. “Esto es muy duro. Y pocas veces nos hemos dado de baja. Yo me di una vez por las cervicales y pedí el alta. Cobraba más estando de baja que trabajando”, reflexiona Carmen. “Esto no es un sueldo, es una ayuda, pero una gran ayuda, porque sin esto, por ejemplo, lo mismo mis hijas no hubieran podido estudiar solo con el sueldo de mi marido”, reconoce Juani.
Venden la confección a un proveedor sanitario. Pero también han cosido para empresas de ropa de trabajo e incluso para El Corte Inglés. “Yo me he sentido explotada, se han aprovechado”, dice rotunda Juani. “Es que con la crisis, nos han pagado las prendas al precio de hace 20 años”, añade Concha. “La costura está muy mal pagada. Pero Dios está arriba. Y gracias a Dios no nos ha faltado el trabajo”, concluye Carmen. A su lado hay un cuadro con una imagen de San Pancracio. Al otro, una placa homenaje a su labor, concedida por el Ayuntamiento. “¡Del año 99! Cómo pasa el tiempo”, exclaman echando la vista atrás. Zigzagzigzagzigzag…
Es un pequeño imperio textil creado por ellas mismas. No han recibido nunca una subvención y la única vez que pidieron una tuvieron que rechazarla porque tenían que invertir una cantidad que no tenían en ese momento. En los buenos tiempos, en la cooperativa El Huerto ha habido hasta 25 mujeres empleadas, según explican. “Ahora también hay trabajo para más, pero no podemos gastar más en Seguridad Social”, admiten. Cuando compran una máquina nueva, se lo tienen que quitar del sueldo.
Algunas trabajadoras se fueron cuando se casaron, otras ya se han jubilado, otras lo dejaron más tarde por otros motivos. A pesar de los inconvenientes, este modelo gestionado por ellas mismas les ha permitido una cierta flexibilidad con las tareas que todavía hoy siguen asumidas exclusivamente por las mujeres. Si el niño se ha puesto con fiebre, han podido quedarse en casa cuidándolo sin que ningún empresario pusiera mala cara o les reprochara que les está haciendo un favor. Casi todas tienen hijos y saben lo difícil que es la conciliación.
El portón se vuelve a abrir. Un camión deja decenas de cajas con la tela ya cortada y se lleva decenas de cajas con la tela ya confeccionada. En un mes, consumen más de 500 euros en hilo. Sobre todo, azul y blanco, del color de las batas y camisones. Y siguen zigzagueando…