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Vistalegre, crónica desde la invisibilidad
La Asamblea Ciudadana de Podemos, a través de los ojos de Daniel Bernabé
La situación no tiene mucho que estudiar, damos vueltas con el coche y no hay forma de encontrar aparcamiento. Carabanchel es un distrito del sur de Madrid que una vez fue pueblo, algunas alcantarillas, hasta no hace mucho, conservaban el nombre de su ayuntamiento. El plano no tiene lógica, las calles se cortan unas a otras sin motivo aparente, los sentidos de circulación nunca nos favorecen. Antonio, que es quien conduce -el coche es suyo y yo no sé- encuentra un hueco mínimo y aunque a unos diez metros hay unos camiones de bomberos nos da igual. Salimos hacia el objetivo bajo un día de invierno sin contemplaciones.
En la fila para recoger las acreditaciones los periodistas se saludan. Nos dan una identificación para colgar del cuello y una pulsera como las de los festivales. No será la última vez que nos acordemos de la comparación. El palacio de Vistalegre es uno de esos inventos de cuando parecía sobrar la financiación y vale un poco para todo: de centro comercial, plaza de toros y desde que Zapatero lo adoptó como talismán, al presentarse allí candidato, también para actos políticos. Parece que fue hace un siglo, pero tan solo han pasado 15 años, lo cual nos demuestra que en determinados periodos todo se concentra de manera prodigiosa. Hoy hay círculos y morado, no banderolas con el puño y la rosa. Entre el público quizá haya gente que repita.
Mientras que todo aquello se pone en marcha yo intento encontrar un sitio en la barrera. No bajo a la pista porque no puedo. Al parecer hay dos tipos de prensa, con dos colores en sus tarjetas, una que puede estar abajo y otra que no. Me sirvo un café en la gentil sala del catering, esta sin distinciones, y tuiteo algunas fotos. Veo a la reportera de La 1 diciendo unas palabras a cámara para probar sonido, también a una organizadora que habla por el móvil como si estuviera ordenando un despliegue táctico, ambas a lo suyo con la soltura de lo hecho muchas veces. En las gradas, que se llenan poco a poco, se escuchan los primeros cánticos de unidad. Una forma de calentar el cuerpo y el ánimo.
El público de esta reunión parece venir de lejos, de lugares donde la política es más periférica pero menos asfixiante que en las grandes ciudades. Me parece un detalle entrañable que muchos de ellos traigan prendas del color de su partido, bien una bufanda, bien un jersey, algunos una camiseta extra-grande sobre el abrigo. Es una colaboración estética no consensuada, una especie de voluntarismo por contribuir a que todo salga bien. Son espectadores, la mayoría entregados, pero de una u otra forma se sienten responsables de lo que aquí ocurra. Y eso me causa una ternura aún mayor que lo de la ropa.
Cañamero aparece sobre la pista, con aire de desorientación astuta y justo la parte de la grada que tengo sobre mí lo advierte. Le llaman y una mujer le pide que los una, a ver si se arreglan de una vez. El sindicalista andaluz se encoge de hombros, en una respuesta silenciosa pero elocuente. Para el Podemos más popular y de una cierta edad no caben las pugnas teóricas ni los arreglos cortesanos, tan solo son sus chicos, esos que les ilusionaron y que ahora les crean preocupación, esos a los que han venido a ver y que ya parece que van a salir. El día después también habrá que gestionar lo emocional.
La nube de cámaras anticipa el gran momento. De una de las bocas que dan al tendido aparece, entre la música y los aplausos desmedidos, la dirección de Podemos. Encabeza la columna Errejón y la cierra Iglesias, aunque allí nadie les llama por su apellido. Ya en el escenario, con grandes letras que forman el nombre del partido y donde la “E” sirve de atril, el Secretario General, que ha envidado su puesto consciente de su autoridad y por tanto de que él es la máxima garantía para su victoria, habla por primera vez. Y este, el primero, es el momento más efervescente de toda la primera mañana, algo que explica el clima extraño que, sin ser patente, flota en todo el recinto.
No merece la pena detenerse en los contenidos porque apenas los hay, el acto es más mitin que asamblea. Vistalegre es una representación que vale como colofón estético al proceso congresual y para movilizar voto de última hora, en el que telemáticamente unas 150.000 personas han participado, cifra indiscutiblemente exitosa. Errejón, en su intervención para defender su lista al consejo ciudadano, se muestra mucho menos hostil en lo interno de lo que ha sido su campaña. Aunque el ambiente es más frío al final se le aplaude lo mismo -se aplaude todo y a todos- y la gente vuelve a recordar lo de la unidad, a modo catártico. Como su discurso es más largo del tiempo estipulado le ponen una musiquilla para que cierre, como en los Oscars. Más tarde Urbán y Teresa Rodríguez, él ciclónico y ella arrebatadora, hacen levantarse a la grada, que desea un poquito de calor en un pabellón gélido. Aunque se dejan las manos en el reconocimiento muy pocos les habrán votado.
Con la cuarta lista aprovecho para irme a dar una vuelta y fumar un cigarro. Han traído justo en ese momento comida a la sala del catering. Intento coger un bocadillo pero los periodistas, siempre corporativos, rodean la mesa muy profesionalmente. Ya en la calle, en el espacio habilitado para fumar, me encuentro a Fernández Liria, que está con un par de personas, algo lívido y con la espalda contra la pared. El día sigue desapacible aunque ya no llueve. Viendo la selección al azar de los fumadores se diría que ellos son el músculo de Podemos, la parte militante, esa que pega carteles y que se parece un poco más a la gente que conozco que da gritos en las manis. Los que aplauden, los que fuman, la aristocracia del escenario y los que faltan, que no están, claro. Curioso.
Vuelvo a entrar y subo al nivel más elevado, que por la altura es un lugar poco recomendado para personas con vértigo. Mientras que en el escenario se siguen defendiendo los documentos la pista es un ir y venir de gente. Hablar y hablar en grupitos y hablar en grupitos para dejarse ver es otra de las cosas para la que valen los congresos. Decido que eso de los lugares asignados y las tarjetitas de colores no tiene demasiado sentido y aprovechando el alboroto del final de la mañana me cuelo cerca del escenario. Estrecho algunas manos y saludo a gente que conozco solo de las redes. Hablo con Sofía Castañón, una diputada asturiana que acabará la legislatura con más importancia de la que la empezó, e intento que me diga algo, aunque luego caigo en la cuenta de que no hay demasiado que decir, no ya en este minuto del partido.
Como intuyo que la tarde va a ser más de lo mismo decido marcharme mientras que Iglesias acaba su última intervención, que aunque es la defensa de su cargo frente a otro candidato de pega, se centra en repasar la lista que va con él al Consejo Ciudadano. No toca, pero es lo que se juega. El sábado me ha dejado frío, porque ha sido un cierre en falso de la campaña, una teatralización de la cordialidad y una espera del día de los resultados. De camino a casa pienso en las opciones que se pueden dar y en cómo escribir una crónica difícil. También en un tío al que vi, a primera hora, haciendo pesas en el gimnasio acristalado de Vistalegre, a lo suyo, inmune al desaliento y a la ilusión.
El domingo vuelvo en cercanías, me bajo en Aluche, hace siglos que no paso por allí. Justo desde que acabé de estudiar en la misma facultad de la que salieron todos los profesores de la Complutense. Hoy todo resulta más conocido, paso los controles con soltura, saludo a los vigilantes como si fueran mis amigos. Incluso me atrevo a soltar un chiste en la sala de prensa que es recibido con escepticismo. Antes de empezar un hombre que se llama Luis se me acerca, es canario, barba de tres días, sesenta años. Le ha traído unos cartones de tabaco a un amigo pero este no ha aparecido, así que pregunta a ver si alguien quiere. Me enseña lo que fuma, una cajetilla roja llamada Patria. Le digo que seguro que ese le gusta a Errejón. Ríe y me dice que cree que “se ha pasado tres pueblos, que eso era ponerle la alfombra roja al PSOE”. A pesar de todo quiere que se arreglen los problemas internos. Ve que soy de La Marea y me dice que ve a mi compañero en la tele, que está bien que dé caña pero que le sacan tarde.
Vista la aglomeración de cámaras y fotógrafos cerca del escenario decido que es hora de volver a colarme en la pista. Saludo a tres periodistas y les pregunto si creen que habrá filtraciones. Uno de ellos me responde que sí, que sería raro que no las hubiera. Y me lo dice con cara de póker, porque ya sabe algo. Les deseo buen día y ellos, amables, me devuelven la cortesía. Creo que no saben quién soy. Me incorporo detrás de la barrera de informadores gráficos que esperan que aparezca la dirección del partido y veo cómo Espinar se abraza con alguien muy sonriente y efusivo. A los pocos minutos leo ya en los medios que Iglesias ha laminado a Errejón. Leo también en un guasap de alguien, visto por encima de su hombro, algo así como: “menuda paliza, en el fondo me da pena”. Llegan los líderes, juntos pero ya distanciados, en esa diferencia de expresión y cuerpo que tienen los ganadores y los derrotados. Estiro el brazo y hago algunas fotos, para que no se note, aún más, que no soy de la tele.
Y de ahí a cierto momento dulce, a la culminación de la gala, que es lo que el público llevaba esperando desde hace unas semanas. Echenique empieza a dar los nombres de los elegidos al consejo ciudadano y según se aproxima a los conocidos la grada le interrumpe con el “Sí se puede”, ese comodín de alegría que viajó del fútbol a la política. Incluso la pista, toda de pie, se ve hoy más popular y menos atenazada que ayer. Se han quitado todos el peso de encima, hasta a los que no les ha salido bien la jugada. A Errejón se le vuelve a gritar unidad, dándole la explicación de qué es lo que ha entendido el respetable. A Iglesias ya solo se le tributa devoción. Es raro estar en un lugar donde todo el mundo se muestra tan contento y verlo desde fuera, sin tomar partido emocional, sin turbarse lo más mínimo. Da una extraña y agradable sensación de invisibilidad.
Levanto los ojos y veo que ya estoy llegando a Fuenlabrada. He conseguido mantener la tablet y el teclado con gran maestría sobre mis rodillas todo el viaje, mientras que acababa de escribir esto. El resto del vagón va dormido o absorto, indiferente. Una mujer rubia, a mitad de sus cincuenta y con unos cascos azules baratos mira por la ventana. Las gotas corren en el cristal en el sentido inverso de la marcha. El tren se mueve como un paquidermo gigante sobre las vías. Aquí, todo lo que he visto estos dos días queda ya muy atrás.