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Teatro Salvador Távora: el arte del pueblo contra el poder
Una cooperativa revive el teatro del dramaturgo andaluz en el Cerro del Águila, su barrio de toda la vida: "El flamenco tiene que recuperar su poder de comunicar inquietudes, aspiraciones, todo lo que una sociedad moderna necesita, que es el bienestar social y la justicia social".
-María: Niña, el lunes voy al distrito a ver la lista.
-Dolores: Pues mírame a mí, que no creo que me cojan.
-María: ¿Por qué no?
-Dolores: Pues porque ya salí el año pasado.
-María: Mira que es mala hora, ¿eh? La gente está liá haciendo la comida. Pero fíjate. Esto está casi lleno.
-Dolores: Menos mal que lo han revivío. Estaba muerto.
-María: Ay, el Salvador. Lo veo jovencito, aquí en el barrio.
-Carmen: Yo conocía a su mujer, mu guapa ella.
«Bienvenidos al Teatro Salvador Távora». Un refugio en mitad de un polígono industrial, en el Cerro del Águila, en Sevilla. En la avenida Hytasa, frente a la esquina con la calle Diamantino García, donde uno de los disparos al aire que aún volaban por la Transición mataron al albañil Francisco Rodríguez Ledesma. «Estamos en el ecuador del ciclo El flamenco vive en el Cerro y el balance no puede ser más positivo». Un lugar recóndito al que se llega entre camiones de sacos de harina y naves de ladrillos vistos. «Hoy disfrutaremos de un espectáculo soberbio». «Teatro», indica una flecha en la calle Lana. A un lado, la calle Seda. Y luego la calle Lienzo. Y luego la Loneta. Y la Satén. «Teatro», indica otra flecha que gira a la izquierda, hacia la calle Lino. «Les presentamos a Rocío Suárez, una bailaora de nuestro barrio que atesora una importante trayectoria. Jesús Flores, un joven de Morón que tiene la jondura de los cantaores maúros. Antonio Franco, creador al calor de las peñas. Javier Leal, un extraordinario guitarrista. Y Manuel González, gran dominador del compás». Con olor a pan y a trabajo, el corazón del teatro y el flamenco bombea en unas aceras que saben lo que es pasar hambre de comida y de cultura. «Por favor, apaguen los móviles».
Queda poco para llegar. Después de la fábrica de bordados Pedro Quero, junto al taller Carreras y el gimnasio culturista Juaro. Ya se ve. «Shhhh». Los móviles desoyen a las personas mayores que no dan con la tecla, que no están acostumbradas al modo avión ni a los vagones sin bullicio. «Shhhhhhhhhhhhh». Vestida de negro entera, con el pelo en un moño, la raya al medio, una flor roja y unos labios también rojos como el fuego, Rocío Suárez camina en silencio hacia una silla. Un mantón, unos palillos y una foto. Rocío la coge y la besa. Lo besa. Es su abuelo, Manuel, muerto hace sólo unos días. A él le dedica sus taconeos, que salen disparados pa arriba, pa el cielo, que se meten por el cuerpo como si los zapatos rasgaran tu propia oreja. Aquí no hay telón. Aquí lo único que se abre, lo único que se levanta, es la voz al paso de la guitarra. El escenario preside el centro. Desde las gradas se aprecia el tacto de la falda, de terciopelo. Aquí se ve y se siente todo. Es el teatro del pueblo. Los primeros quejíos de Jesús Flores suavizan el llanto de una niña. «Esta bailaba ya a los siete meses en el vientre de su madre», cuenta la abuela, María, una cantaora a la que sus padres y la época no la dejaron cantar. La niña, hija de la bailaora, observa embelesada las tablas de las oportunidades.
«Todo lo nuevo es una incertidumbre, pero yo creo que va a funcionar. Había que hacer algo que nos entrara, que fuera más familiar y eso se consigue con el flamenco», explica Salvador Távora desde La Cuadra, su fábrica de ideas, en el local de enfrente. Con ella ha llevado su Carmen por el mundo. Con ella ha dado vida a la Crónica de una muerte anunciada. Con ella, en pleno franquismo, convirtió el «certificado de defunción» de Lorca en una bulería sentía. Con ella renace ahora lo que a punto estuvo de morir en lo que hubiera sido un desahucio del talento cultural de Andalucía. Tras declararse en concurso de acreedores, una cooperativa con socios trabajadores, consumidores y colaboradores ha tomado las riendas del nuevo teatro, con apoyo del Ayuntamiento.
«Esto no es un arte sólo para deleitar. Es un arte para hacer una sociedad mejor, para manifestar que no estamos de acuerdo con el poder, cualquiera que sea el poder, y para llegar a las personas que no llegan al teatro. Esa ha sido la idea de hacer una cooperativa sin ánimo de lucro. La rentabilidad económica de un teatro es imposible. Nos interesa la rentabilidad cultural del barrio», prosigue Távora, coqueto, con zapatos impolutos y su coleta de toda la vida. «Cada vez lo veo más joven, Salvador», lo saluda un trabajador que va de aquí para allá, de La Cuadra al teatro. Él sonríe y camina para dejar atrás la artrosis que siempre pierde con sus pasos hacia adelante. Dice que si se rinde dejaría de vivir: «No tengo conciencia de paseante contemplativo, al contrario, soy un activista cultural». Y dice también que el teatro para él es la vida: «Yo no los separo. Incluso todo esto de la cooperativa actualmente se refleja en las creaciones».
Rocío Suárez sale del duelo. La alegría se pliega a su falda. Es morada. Blusa blanca y delantal de flores. Una mujer se abanica al compás de la guitarra. Lo abre, lo cierra. Lo vuelve a abrir y a cerrar. Y luego lo golpea contra su mano. Tat, tat, tat. «Esa es mi nuera», señala Aurelio González. «Sí, sí, la bailaora. Y ese que toca las palmas es mi hijo, que también baila, pero hoy no le ha tocado bailar».
¿Qué es el flamenco para usted, Salvador?
El flamenco es todo, es la crónica oculta del medio popular andaluz, una crónica que no se ha hecho y se hace solo cantando. Ha estado y sigue estando manejado para dar una noticia equivocada de lo que es Andalucía. El flamenco es una cosa que pertenece a una forma de vida muy de sufrimiento, angustiosa, de necesidad y se está convirtiendo en un panderetero. El flamenco tiene que recuperar su poder de comunicar inquietudes, aspiraciones, todo lo que una sociedad moderna necesita, que es el bienestar social y la justicia social. El flamenco siempre ha sido un elemento para eso y lo han querido desviar para que sirva a los intereses del poder.
¿Y cómo ve a Andalucía?
A Andalucía la veo olvidándose de que es un pueblo. Tiene un pasado magnífico, lleno de conquistas. Pero está perdiendo la conciencia de pueblo. Andalucía por sí, para España y la humanidad, pero antes tiene que ser Andalucía.
¿A España cómo la encuentra?
A España, mirándola desde aquí, no la vemos. Encuentro a España como una palabra y un sentimiento muy imprecisos. Para pertenecer a España, primero hay que ser pueblo. Veo a España demasiadas veces pronunciada.
¿Qué obra le queda por representar?
A mí me gustaría remontar dos espectáculos con 45 años de existencia: Andalucía amarga y Quejío [que dan nombre a dos calles en el polígono]. Y posiblemente hagamos Quejío en febrero. Tiene el mismo sentido que antes, un grito para decir que existimos y que existimos como andaluces. Porque cuando un pueblo tiene una cultura difuminada, pierde poder ante los otros pueblos. Yo respeto todas las culturas de todos los pueblos, pero creo que Andalucía siempre ha ido por delante de todos los descubrimientos artísticos y de la sociedad. Y no debe quedarse atrás, debe recuperar su protagonismo en este conjunto de países que llamamos España.
La Cuadra está llena de portadas de periódicos antiguos. «Noche de ensueño con Carmen en la Maestranza», reza un titular de Abc. «Lidiar con el mito», escribe El País. «Veo muchas Cármenes con otros aspectos, con otra vestimenta, con otra forma de pensar y están ganando posiciones —reflexiona hoy, 20 años después de su estreno—. La Carmen fue un ejemplo de dignidad, de lucha por conquistar sus derechos en el amor y en el trabajo. Hoy hay muchas mujeres que tienen mucha conciencia de Carmen«. De la pared cuelgan fotos, carteles y la cabeza de un toro mirando al frente: «Sería muy largo de explicar por qué fui torero en mi juventud. Yo no sé si es una parte de nuestra cultura o de nuestra incultura, pero yo entiendo, al pensar en la muerte de los animales, que tendríamos que pensar en la de todos los animales. He sufrido mucho en las naves del matadero, muy cerca de aquí. He escuchado muchas noches, en la soledad, el murmullo de los toros cuando entran dos días antes, oliendo la sangre… Ese llanto de los toros me ha parecido más terrible que el sufrimiento en la plaza. Yo suprimiría la muerte de todos los animales».
¿Usted teme a la muerte?
No, temo más a la muerte de los demás que a la mía. Mi mujer ha muerto hace muy pocos días, María. Yo hice un panteoncito en el cementerio de Sevilla. Ahora voy muchos días a la semana, le digo a mis hijas ‘voy a ver a mamá’ y me estoy sentado un rato, una hora, dos horas, junto a ella. Estoy feliz, me parece que la tengo muy cerca, que le he robado un trozo a la muerte. Sigue estando ahí y, si no está, estarán los huesos, que ya son algo de una persona. Yo no sería capaz de las cosas modernas como la incineración. Yo tengo una paz interior enorme cuando estoy al lado de mi mujer. Y hay mucha gente que tiene esperanzas de encontrar a sus muertos.
Rocío y los demás abandonan el escenario. En el camerino hay un bote de laca y una botella de agua. El sudor se resbala sobre el maquillaje. «Ahora mismo estoy vacía —susurra—. Lo he soltado todo ahí fuera». En el camerino de al lado, los hombres cambian sus camisas por camisetas de calle. La directora del distrito les da la enhorabuena: «Aquí no apostamos por Halloween».
¿Cree en Dios, Salvador?
Tengo mi particular creencia en Dios. No creo en Dios de manera general, tengo un particular sentido de Dios. Lo que sí creo es que tras la conciencia de cada persona hay un dios insustituible y ese dios de mi conciencia es con el que converso algunas veces.
¿Y en qué no cree?
[25 segundos] Es un silencio largo, porque no creer… No creo en la sociedad de consumo, no creo en la sociedad de la ambición. Pienso que hay pequeñas cosas que te hacen ser feliz sin pertenecer a una sociedad compleja. Yo diría lo que Diógenes a los poderosos estando metido en el barril: «Quitaos de delante que me estáis tapando el sol». Eso quiero, un barril muy pequeñito, pero que no me quiten el sol, que no me quiten las ideas, que no me quiten la libertad, esa es la sociedad que yo quisiera. Lo que pasa es que hay muy pocos barriles y muy pocos hombres… o demasiados. Vivimos en una situación totalmente incierta. Muchas veces rebusco en la intimidad, cuando de noche me acuesto imaginando. Estoy en casa viendo llover y no puedo dejar de pensar en los que no tienen dónde resguardarse y pienso que al otro día puedo ser yo. Vivo atormentado por la imaginación, por lo que creo que puede ocurrir a la mañana siguiente. Soy un hombre egoísta conmigo mismo. No soy un hombre fácil de entender y no estoy seguro de nada.
En ese momento, Trump todavía no era real. Con un móvil de otro tiempo en las manos, el dramaturgo aún tiene ilusión en el futuro: «Confío en la nueva generación de políticos. Va a cambiar todo porque viene gente que tiene un concepto de ruptura. Yo entré en el teatro por eso, porque lo que hacía no tenía nada que ver con la universidad. Nosotros despegamos participando en un ciclo en la Sorbona de París que se llamaba Teatro político y minorías culturales. Aquello nos dio mucha fuerza, que vinieran a elegirnos. Por eso tengo esperanza, tengo fe en la creatividad, en no conformarte con lo visto. En la Transición teníamos el concepto del franquismo encima. Ahora tenemos que solucionar lo que no ha funcionado». Los artistas se juntan con sus familias en el ambigú de La Cuadra. Refrescos y unas cervezas. Y tal vez un poco de suerte. El número de la lotería de Navidad que juega la peña flamenca, el 08711.
Es la hora de comer. Salvador vuelve a su casa: «Yo no sé vivir en otro sitio», concluye el hombre que conquistó Berlín y Manhattan, el único barrio por donde se mueve como en su Cerro del Águila: «Nueva York es la única ciudad donde he tenido capacidad para andar solo. Y es porque se parece mucho a esto. Todas las calles son lineales». Y son las mismas por donde andaba de jovencito.
FOTOS: LAURA LEÓN