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Un hecho inusual. Trump como cúspide y verdugo de una época

"Es el producto de una sociedad que tiene dificultad para distinguir lo cierto de lo falso, no por las mentiras de Internet, sino por las de la política espectacularizada y su remedo en forma de sistema de medios".

Nadie requiere de explicaciones para los hechos usuales. Al ir a comprar a la frutería, por ejemplo, pasamos por alto la cadena que ha hecho que una naranja que colgaba de un árbol en Valencia esté en un puesto de un mercado de Valladolid. Nadie se pregunta por la labor del agricultor, de los temporeros, cuál ha sido el papel del mayorista, del transportista y del propio frutero. Mucho menos sobre cuál ha sido la historia de esa naranja y cómo la labor de selección genética de la mano humana a lo largo de los siglos la ha transformado de su origen salvaje en un fruto que se adecua a nuestras necesidades. Nos la comemos y fuera, porque es lo que conocemos y aunque hay detrás todo un proceso realmente extraordinario, al ser algo habitual, pasa a la categoría de ordinario.

Trump también es naranja, pero a diferencia de la fruta, es un hecho poco usual, de ahí que despierte tantas preguntas, dudas y miedos. ¿Pero por qué? Al fin y al cabo que un candidato republicano gane las elecciones norteamericanas es esperable, cuando no habitual. Una respuesta rápida podría ser la propia naturaleza extravagante del sujeto -no creo que haga falta profundizar en ello- y cómo, lejos de ser un impedimento, ha resultado un beneficio en su país. Perdonen que no me levante, pero la política estadounidense ha estado siempre repleta de gente muy poco recomendable: sátiros sexuales, mentirosos empedernidos, exadictos incapaces, cowboys gangosos y otras lindezas. Nada que no ocurra en cualquier otro país del mundo, miren a nuestro emérito, por ejemplo. Por otro lado, que los norteamericanos sean más tontos que los europeos suena a idea de clase media alta de Manhattan mirando al medio-oeste, mientras que comentan en la sobremesa la delicada factura del Pomerol. Además, si Alejandro Sanz triunfa en ambas orillas del Atlántico podemos afirmar que el mal gusto es algo ya compartido.

Esgrimir la estupidez del populacho en política cuando nos desagrada el resultado es algo que, aunque tristemente extendido, es más propio de un lord victoriano que de alguien que se diga demócrata. Pero esto tampoco le hace inusual. No es ni de lejos el primer político que se presenta como el representante de los de abajo, de los que madrugan, de los buenos patriotas que no tienen voz ante la malvada maquinaria estatal. La muy loada Thatcher fue la hija del tendero y se presentó con un lema tan ambiguo y apolítico como “Don’t just hope for a better life. Vote for one”, explicando a los habitantes del Reino Unido que su problema fundamental era la camarilla burócrata de Downing Street. Aunque ahora toca acordarse del populismo, palabra convertida en un comodín insustancial, Trump no lo inventó, aunque lo haya aprovechado tanto y tan bien doña Esperanza vestida de chulapa en la pradera de San Isidro.

Trump es inusual, en principio, porque es percibido como tal. Sé que la explicación parece una tautología, pero no lo es. Nunca un presidente norteamericano había concitado en su contra una hostilidad tan manifiesta de los medios de comunicación. No se trata de que haya recibido críticas por su programa o por aspectos de su historial personal, sino de que prácticamente la mayoría del sistema mediático planteó hacia él una enmienda a la totalidad. Ni siquiera en los peores momentos de Bush Jr. la unanimidad de editorialistas, presentadores y firmas en prensa fue tan notable. Lo que se vino a decir no fue que Trump era un candidato poco recomendable para presidente, sino que Trump no podía ser presidente. Aunque quizá no fueron del todo sinceros con el por qué.

En la cena de corresponsales de la Casa Blanca del año 2011, un ágape navideño en el que importantes periodistas y el gobierno norteamericano compadrean en un ambiente distendido, Donald Trump, entonces tan sólo estrella televisiva, fue uno de los invitados. En aquel entonces el magnate era uno de los principales impulsores de una campaña que cuestionaba que Obama fuera un ciudadano natural por nacimiento y, por tanto, su capacidad legal para ocupar su cargo. Aunque se esperaba que el presentador de la cena, el cómico Seth Meyers, hiciera algún comentario jocoso al respecto, su intervención fue, más que un momento divertido, una humillación hacia Trump, que contemplaba impotente desde su mesa. Obama se unió más tarde, más que a la broma, a la venganza pública por aquella delirante campaña, imaginando una entonces absurda idea, la Casa Blanca bajo Trump, decorada con neones y dorados como el cuestionable gusto de sus hoteles.

Aunque la historia ha sido desmentida por el mismo Trump, no fueron pocos los que quisieron ver en ese momento el inicio de las aspiraciones presidenciales para vengar la afrenta. La anécdota es jugosa por sí misma, pero nos explica el carácter del antagonista de este relato. Obama es ya una figura añorada, no por el presidente que fue, sino por el presidente que muchos creen que fue. Obama fue bautizado por una articulista del Washington Post como el primer presidente de comedia alternativa, un monologuista mordaz pero respetuoso e inteligente, un político que supo disociar su figura de sus políticas concretas. Y esta es la clave. Da igual que la política exterior de su administración respecto a Rusia u Oriente Medio haya sido un completo desastre, enfangando en una guerra a Ucrania y Siria, él será recordado como un pacifista. Da igual que bajo su mandato los asesinatos policiales a las minorías se incrementaran, él luchó por los derechos civiles. Obama representa a la perfección nuestra época, porque su Yes, we can fue un simple espejismo en comparación con el New Deal.

El reverso tenebroso de Obama

Trump es el reverso tenebroso de Obama porque juega con la misma disociación entre personaje y políticas concretas: un millonario que viene a salvar al pueblo de los millonarios de Wall Street. Pero no sólo. Trump es la cúspide de una larga serie de despropósitos sociales y políticos que han situado al lucro individual como único horizonte económico y a la mentira como única divisa política. Estados Unidos, en otros tiempos el autoproclamado faro del mundo libre, la economía más dinámica del planeta, la sociedad que presumía de que el trabajo duro podía proporcionar a cualquier persona sus sueños, es hoy incapaz de creerse su propia narración nacional. Y es incapaz porque tras cuarenta años de restauración neoconservadora las diferencias entre clases se han agudizado, su industria pesada ha desaparecido, el poder se ha concentrado en menos manos y nunca al americano medio le pareció estar más lejos de su sueño de libertad. Reagan, la figura visible que inició no sólo la desregulación financiera, sino una desregulación civilizatoria, llegó al poder tras una crisis y con un lema de campaña que seguro les resulta familiar: “Make America great again”.

Trump más que inusual es el producto de una sociedad que tiene dificultad para distinguir lo cierto de lo falso, no por las mentiras de Internet, sino por las de la política espectacularizada y su remedo en forma de sistema de medios. Si algo hace inusual a Trump es su apelativo generado, el consenso comunicacional creado en torno a su figura respecto a que no podía ser presidente. Si la razón, como hemos visto, no puede ser su especificidad, ¿qué es aquello que se les olvidó contarnos sobre él? Su visión económica contraria al libre mercado globalizado.

Mientras que todo el mundo se afanaba por encontrar elementos hilarantes en los vídeos de su investidura, el nuevo presidente ya ha firmado su primera medida de peso: sacar a Estados Unidos del tratado de libre comercio Asia-Pacífico. El tratado, como todos los que se han ido firmando en las últimas décadas, presentados como el paradigma de la prosperidad, en términos reales sólo ha supuesto condiciones de trabajo esclavo para los países en vías de desarrollo y el fin del trabajo como aglutinador social y proyecto de vida en los países desarrollados. Los únicos beneficiados son los grandes accionistas de las multinacionales.

Trump ha entendido que una economía basada en el endeudamiento, la virtualidad financiera y los sectores emergentes tecnológicos es incapaz de articular un modelo de país en términos nacionales, algo que entra en contradicción con el modelo seguido por todos los presidentes desde 1980 hasta hoy. Y ante esto caben dos preguntas. La primera de ellas es el calado de este propio repliegue, hasta dónde está dispuesto a llegar el nuevo presidente o hasta dónde le van a dejar. Resulta reveladora en este sentido la rocambolesca historia de espías filtrada a los medios días antes de la investidura por el FBI, proporcionada por el inquieto senador republicano John McCain (de frecuentes viajes a Siria y Ucrania), donde se desvelaba que Trump estaba bajo coacción rusa tras un chantaje sexual y calificada por la propia policía federal de inverosímil. Resulta del todo inusual que una parte esencial de la inteligencia norteamericana deje tocada la credibilidad de su nuevo presidente de tal forma.

La segunda pregunta que cabe hacerse, inédita hasta el momento, es si este nuevo rumbo corresponde tan sólo a una estrategia electoral de campaña pensada por el excéntrico millonario o bien se trata del deseo de una parte minoritaria, pero sustancial, del poder dentro de Estados Unidos. ¿Es Trump un fantoche que ha sabido aprovechar las circunstancias de fin de época o ha sido elegido para poner fin a una época que amenazaba la hegemonía internacional y la cohesión nacional por el afán desmedido de su burguesía financiera? ¿Es Trump tan sólo un populista aupado por la ola de descontento no articulado frente a lo neoliberal, o representa una lucha entre un capitalismo globalizado y uno que desea volver a las fronteras de lo nacional? La respuesta es inalcanzable desde aquí en términos prácticos, pero no la certeza de que el propio capitalismo desregulado del último tercio del S. XX inició un proceso que está poniendo en jaque a la expresión política del mismo, la democracia liberal. Algo similar ocurrió en el primer tercio del siglo pasado, no sé si les suena.

Más allá de la Women’s March

Cientos de miles de personas se manifestaron contra el nuevo presidente en la Women’s March. La protesta, que superó el ámbito americano teniendo reflejo en varias capitales europeas, fue un alegato contra el declarado machismo de Trump, aunque sobrepasó el contenido original uniendo reivindicaciones por los derechos de las minorías raciales, los migrantes, homosexuales y demás colectivos a los que el ya mandatario hizo blanco de sus iras en campaña. No han sido pocas las voces, incluso dentro de la izquierda, que las han visto como una manipulación producto de esa lucha entre élites a la que hacíamos referencia, con el ya habitual George Soros -el señor de las paguitas- tras las bambalinas.

No cabe duda de que la respuesta a Trump no hubiera sido tan masiva, inmediata y transversal si no hubiera sido por el elemento de lo inusual que el presidente ya lleva adosado desde antes del inicio de su mandato. Como no cabe duda de que la motivación para que cientos de miles de personas salgan a protestar de manera tan enérgica es que ven amenazados sus derechos como colectivos y como ciudadanos comunes, no por ninguna oscura manipulación, sino por una hostilidad abierta, diáfana y declarada.

Si, en términos abreviados, Obama dejaba hacer haciéndose a un lado o a lo sumo paliaba más con imagen que con hechos los excesos de un sistema clasista, racista y patriarcal, Trump ha dejado claro que será él mismo quien se enfunde el mono de faena para que ese resurgir americano sea, únicamente, para un cierto tipo de americanos. De hecho, y en esto se insiste poco, el fascismo social de Trump puede que sea un deseo moral del nuevo presidente y su reaccionario equipo de gobierno, pero lo que es seguro es su función como aglutinador ideológico de su proyecto político.

Trump necesita para librar su guerra por arriba a un ejército por abajo. Una disciplinada masa social que va desde capas trabajadoras y medias empobrecidas por el neoliberalismo hasta sectores del empresariado atraídos por su programa de reconstrucción nacional. Una alianza interclasista unida por el miedo y el odio hacia las minorías, los extranjeros y los liberals, progresía neoliberal elitista. Algún gesto habrá contra los multimillonarios, preferiblemente californianos y con relaciones económicas con China, a modo de escarmiento público, para dejar al resto resguardados de la ira general de su movimiento.

Que una parte de la izquierda sea incapaz de caracterizar a Trump y se vea en la necesidad de recurrir a la conspiranoia para explicar la desafección tiene que ver con el olvido de que la ultraderecha, históricamente, fue proteccionista en al menos aquellas facetas de su economía necesarias para el mantenimiento de la cohesión social. El fenómeno no es nuevo, ya a finales de los 90, con el movimiento antiglobalización en marcha, fue habitual la infiltración de elementos reaccionarios o directamente fascistas que se sentían cómodos en una nueva retórica que dejaba a un lado la visión de clase y por supuesto el maltrecho socialismo. Quizá estemos ante un fenómeno reflejo a Trump y sus coetáneos europeos, algo que podríamos bautizar como la izquierda Limonov: nostálgicamente identitaria, reaccionaria con las minorías, incapaz de generar nuevos enfoques de liberación y solidaria, aun sin pretenderlo, con el nuevo fascismo.

Si algo puede tener de bueno Trump no será su posible enfrentamiento con el neoliberalismo financiero y globalizador, ya que siempre resultará una lucha parcial, que no tocará estructuras ni privilegios y que además será librada a costa de grupos específicos, sino que en este enfrentamiento entre élites, de una forma no buscada pero indisoluble, será el propio sistema el que se vea puesto en cuestión. A Nixon le hizo falta Vietnam, varias matanzas en la represión interna de las protestas, la crisis del petróleo y el escándalo del Watergate para convertirse en el presidente más odiado de Norteamérica. Trump, sin haber movido aún un dedo, ya es detestado por una parte mayoritaria del país (hay que recordar que perdió en voto popular y que no todo el mundo vota).

Que en las protestas haya ciudadanos que tan sólo añoren el gobierno que nunca fue de Obama no quiere decir que no puedan pasar pronto a desear el gobierno que puede ser de Sanders. Que parte de la portavocía de las protestas haya estado en manos de figuras poco ideologizadas como Madonna no quiere decir que sea inusual que una radical como Angela Davis se dirigiera a tal multitud como oradora. Que el movimiento anti-trump aspire a ser dirigido y utilizado por las élites en su lucha fratricida no implica que Occupy Wall St. o Black Lives Matter no hayan dejado una impronta en una generación de norteamericanos que vuelven a despertar a una política para ellos inédita desde hace ya medio siglo. No se trata de dónde están, se trata de adónde pueden llegar.

La propia Davis cerró su discurso en la manifestación anti-Trump diciendo que los siguientes 1.459 días del gobierno serán 1.459 días de resistencia: de resistencia en las calles, en las clases, en los trabajos, resistencia en el arte y la música. Para acabar citando a Ella Baker: “aquellos que creemos en la libertad no podemos descansar hasta que llegue”.

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