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La niña sin miedo o cómo explicar la matanza de Atocha
El autor cuenta a su hija, de ocho años, el crimen de 1977: "Yo no me enteré. A la mañana siguiente fui al colegio como si nada hubiera ocurrido. Mi profesora sólo habló de números y letras, cuidándose de pronunciar Atocha y 55".
Yo tenía ocho años cuando ocurrió la matanza de Atocha. La misma edad que mi hija tiene ahora. A las diez y media de la noche de aquel 24 de enero de 1977, seguro que ya estaría en la cama. Igual que mi hija ahora. Pero a diferencia de mi padre al que amo y admiro, es probable que yo sí me acostase a su lado en una noche tan oscura, inventándome historias para que olvide las imágenes que por error quizá le dejé ver por televisión, mientras cenábamos. Las mías siempre terminan con mensajes de esperanza y comienzan de la misma manera: “En un país lejano, tan lejano que sólo se puede llegar con los ojos cerrados y la imaginación”.
Cuando aquellos asesinos entraron en el número 55 de Atocha, nadie podía imaginar que venían a cerrar los ojos y dormir para siempre a cinco militantes por la vida y la libertad. Yo no me enteré. A la mañana siguiente fui al colegio como si nada hubiera ocurrido. Mi profesora sólo habló de números y letras, cuidándose de pronunciar Atocha y 55. Nadie guardó un minuto de silencio en el patio ni en clase. Al regresar a casa, mis padres tampoco hablaron del asunto. No recuerdo haber visto nada por televisión. Y nada tras nada, censurado por el miedo, transcurrió mi infancia. En un país lejano de la España cercana que se desangró en Atocha, al que sólo se puede llegar con los ojos cerrados y la imaginación.
La infancia se muere a pedazos como un cristal contra el suelo. Uno de ellos cayó a plomo cuando supe a los 18 años lo que ocurrió aquella noche. Me lo contó mi abuelo Antonio, el Carbonero. Libertario hasta en su entierro, me sentó a su vera para abrirme los ojos acerca de la primera manifestación después de la muerte de Franco. Sobre la mesa tenía abierto un periódico con la foto de miles y miles de personas por las calles de Madrid. Y me dijo: “Los que ves son como tú y yo, vivos. Unos son comunistas, otros anarquistas y otros como la madre que los parió. Pero todos responden en silencio y con su vida por los que han matado. Porque si a un mal se responde con otro mal se cometen dos males. Y ya está bien de venganzas. Prométeme que no te vengarás en tu vida. Prométeme que sólo pedirás justicia”. Yo cursaba entonces primero de Derecho. Y asentí.
Mi hija es niña todavía, a pesar de que se le han derramado algunas teselas de su infancia frente al televisor. Ya ha visto a niños muertos en la playa. Niñas muertas en bombardeos. Niños muertos en terremotos. Niñas muertas en películas infantiles… Es imposible que un padre o una madre puedan evitarlo, por más que lo intenten. Tendría que obligarla a vivir con los ojos tapados. Afortunadamente, los suyos siguen limpios como recién lavados en la nieve, entre tanta contaminación de locura y barbarie. Por eso me atreví anoche a contarle la matanza de Atocha. Le dije que un amigo al que quiero con toda mi alma salvó la vida porque una bala se estrelló contra el bolígrafo que llevaba en su bolsillo. Una vez más, la pluma demostrando que es más poderosa que la metralla. Le expliqué que cuando los mataron ya no había dictador, pero no lo parecía. Que el miedo es como la oscuridad que se destruye con la sola palabra de un valiente. Y que el asesinato de aquellos militantes por la vida y la libertad provocó que se incendiaran las calles de luces y bengalas. No tengas miedo, hija. Aquel miedo oscuro ha muerto. Lo mató la gente viva y libre. Como tú ahora. Y se quedó dormida.
Este artículo acompaña la reciente edición de ‘La memoria incómoda. Los abogados de Atocha’, de Alejandro Ruíz-Huerta Carbonell, superviviente de la matanza.