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La condesita en el nido del cuco
"Nunca hemos creído ser tan críticos, libres y autónomos en nuestros gustos y opiniones pero nunca hemos estado tan mediatizados a la hora de discrepar".
La ironía siempre es un refugio, o bien el de los inteligentes frente al poder con necesidad de hacerse notar o bien el de los perdidos, que ante el miedo a apostar, no se atreven a mostrar su simpatía por nada. Ambas actitudes, curiosamente, ocurren en épocas de contornos difusos, donde las certezas pasan a un baúl en el sótano y la única forma de mantenerse a flote es no agarrarse a nada. Todo dura tan poco que se diría que cualquier referente, en otro momento una orgullosa distinción que se lucía en la solapa, es hoy un peso muerto que en cualquier momento te puede arrastrar al fondo. Por eso la identidad del descreimiento se ha convertido en una fuente de homogeneización aterradora: nunca hemos sido tan iguales en nuestra apatía.
Para decir que algo nos resulta muy divertido decimos que lloramos, para decir que algo nos desagrada decimos que es un amor, pero si nos referimos al sentimiento lo escribimos con hache delante. Son ejemplos triviales y leves, porque en lo cercano se halla el verdadero triunfo de una forma de ser, la de la asepsia emocional. Tenemos miedo a muchas cosas, cada vez de una forma más pronunciada, por lo que nos inquieta mancharnos con la claridad expresiva. Si siempre se finge distanciamiento y todo el mundo participa de la representación caemos en un suspenso permanente, donde nada avanza por miedo a salirse de la línea.
Lo importante es no destacar, pero sobre todo no hacerlo desde el entusiasmo. Por eso los prescriptores de lo aceptado tienen tanto éxito. Desde el Rubius hasta Javier Marías, desde las revistas adolescentes de tendencias hasta los suplementos culturales con aspiración académica, hay toda una serie de profesionales dedicados a marcar aquello que es razonable, común y sensato, cada uno con su público y sus formas, pero compartiendo un mismo espíritu de guardabarreras aplicado. El criterio no es el de una crítica basada en unos principios expuestos de antemano, sino la vulgar elevación a regla natural de aquello que es tan sólo la imposición necesaria para legitimar este orden de cosas.
Leí por ahí que aquello que se llamó la revolución neoconservadora no era más que la restauración victoriana en la época postmoderna. Tras el paréntesis del corto siglo XX con sus revoluciones, esto es, la puesta en duda de que todo sólo puede ser de una manera, volvió el antiguo orden con su rigidez social —casi de cadáver— pero de una forma mucho menos evidente. Con las convenciones sociales, pilar cultural de lo decimonónico, ha ocurrido algo muy parecido: nunca hemos creído ser tan críticos, libres y autónomos en nuestros gustos y opiniones pero nunca hemos estado tan mediatizados a la hora de discrepar.
Nuestro mundo cultural, es decir, todo aquello con lo que expresamos anhelos personales así como aquellas herramientas con las que nos relacionamos con nuestro entorno, se parece a una gran cadena textil. Cada uno elegimos, sin saber muy bien por qué pero muy convencidos, si somos de Zara, H&M o Cortefiel y una vez dentro contamos con una apariencia de múltiples opciones con las que afirmar nuestra individualidad, vistiendo al final igual y cambiando de modas a la vez que varios cientos de millones de occidentales. Somos inmensamente libres dentro de una jaula colorista.
Una condesita, en su puesta de largo, temía no sólo no estar a la altura de sus progenitores, su linaje o las amistades que la miraban atentas en la celebración, pero sobre todo lo que no se podía permitir era defraudar a un orden social del cual se sabía parte, de ahí el explícito motivo del asunto: la presentación en sociedad. Nosotros, pretendidamente ajenos y distanciados de cualquier convención, sufrimos una presentación en sociedad, una puesta de largo a diario, en cada tuit, en cada selfie, en cada entrevista de trabajo, en cada exposición de resultados, en cada cita amorosa, en cada ritual consensuado en el que debemos mostrar nuestra eficacia, nuestra productividad y nuestra adaptación.
De ahí, que la mejor manera de lidiar con este examen permanente sea comportarnos como comadrejas temerosas con anemia emocional y ser parte de la gran tribu urbana de los normalizados. ¿Cómo alguien va a declararse comunista si apenas le alcanza el yo para decir que una película le ha gustado sin mirar qué han dicho previamente varios gurús al respecto?
El antagonismo sigue siendo el mismo que mantenían McMurphy y la enfermera Ratched, sólo que ahora los que escriben nos dicen que hay que tomarse la medicación. Recuerde, sobre todo no se salga de la línea. Ría cuando debe, llore con el resto, no dé golpes en la mesa. Sea políticamente incorrecto sólo con lo permitido. Sea intercambiable, sin que se note su ausencia o su adicción.