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Una promesa de dos años y 10.000 kilómetros a pie
Esta es la historia de Sehia, un refugiado de Sudán que pasó por todo tipo de calamidades, fue esclavo en una mina, logró cruzar el Mediterráneo en el segundo intento, salió en un camión de congelados de la "Jungla de Calais" y finalmente obtuvo el estatus de refugiado en Manchester.
Sehia adorna la historia de su viaje desde Darfur con una sonrisa amplia y desconcertante. Durante dos años este joven caminó más de 10.000 kilómetros hasta llegar a Manchester, donde le esperaba su hermano pequeño y una promesa cumplida. Esta es la historia de Sehia, pero podría ser la de cualquiera de los miles de refugiados anónimos que estos días deambulan silenciosos por las calles de París, Berlín o Madrid, ocultando sus memorias y odiseas bajo un rostro amable de mirada limpia.
Sehia y su familia sobrevivían al hambre y la sequía en Darfur hasta que la limpieza étnica del gobierno de Sudan llegó a su aldea. Él ya se había topado antes con los militares del gobierno en una boda en la que se le ocurrió entonar una canción prohibida. Aquella osadía le costó varias semanas de tortura en el calabozo. Acababa de cumplir los 18 años cuando las tropas del dictador Omar al Bashir irrumpieron en su poblado, matando a todo el que encontraban y prendiendo fuego a las cabañas. En aquella matanza el primero en caer fue su tío, quien por su gran tamaño se convirtió en objetivo fácil para los soldados cuando estos aún no habían descendido de los todoterreno. De su familia solo sobrevivieron su madre, demasiado vieja para emprender el viaje, su hermano pequeño, Kamal, de 14 años, y Sehia.
Sehia y Kamal huyeron a pie de una muerte segura. Podían ocultar su idioma natal, pero no su color de piel. Antes de emprender el viaje sin equipaje, Sehia prometió a su madre que jamás se separaría de su hermano. Quien nada tiene, nada teme. A partir de aquel día, el único miedo de Sehia fue perder lo único que le quedaba: su palabra.
La población negra de Sudán y Sudán del Sur tiene la extraña costumbre de sonreír mientras narra o asiste a desgracias que en nuestra cultura gestual arrancarían, como mínimo, un escalofrío. Con esa sonrisa explica Sehia que, junto a su hermano, atravesó el desierto hacia el oeste hasta que en algún lugar entre Sudán y Chad un beduino los avistó y les ofreció alimento y agua a cambio de conducir su Land Rover hacia el norte. Sehia y Kamal se sintieron bendecidos por esa aparición, pero varias semanas después entendieron que aquella generosidad no era gratuita. El beduino los condujo hasta una mina de oro clandestina en el desierto de Chad, donde un grupo de hombres armados los obligaron a trabajar en busca del metal precioso. Sehia y Kamal fueron esclavos desde el otoño hasta el verano, aunque hasta el final tuvieron fe en que recibirían algo de dinero por su trabajo. Se equivocaron, aunque Sehia logró esconder una pepita de oro.
En inglés y con acento africano, cuenta Sehia que huyeron una noche sin luna y con tanto miedo que no pararon hasta llegar a Libia, o lo que quedaba de ese país. Al caer el sol, la estrella polar les guiaba hacia el norte, igual que a los subsaharianos a los que se unieron en busca del mar Mediterráneo. Sehia solo sabe que fueron muchos los compañeros de viaje que perecieron a los asaltos diurnos de los mercenarios que deambulan ese territorio sin ley en busca de brazos capaces de empuñar un rifle.
Por fin el mar. Sehia y Kamal ya habían cumplido más de un año lejos de su madre cuando alcanzaron la playa al oeste de Trípoli, en Libia. En el trayecto hicieron varios altos para realizar trabajos de reconstrucción. La mano de obra escaseaba en un país devastado por una guerra que aún dura pero que ya no aparece en la agenda mediática. Con el dinero conseguido y el de un centenar de emigrantes y refugiados, Sehia y su hermano lograron embarcarse en una lancha de plástico dispuesta por los traficantes de personas.
Parecía que había terminado lo peor, pero una vez más Sehia se equivocó. La barcaza se pinchó en altamar y durante dos días naufragaron hasta que por fin alcanzaron la costa, no la de Lampedusa o Malta, sino la de Libia. Sehia y su hermano tuvieron más suerte que otros pasajeros que murieron en el agua, incluidas varias mujeres embarazadas, según explica. Sin quererlo ni saberlo, habían vuelto al punto de origen. Los mafiosos se negaron a compensar aquel servicio fallido, así que los supervivientes no tuvieron más remedio que reunir de nuevo los 2.000 dólares que costaba el trayecto. Es el precio más bajo, reservado para sudaneses, eritreos, etíopes y otros desesperados del escalafón inferior. Quienes proceden de Siria o Iraq deben afrontar precios más altos, pues las mafias presuponen que disponen de más riqueza.
A la segunda fue la vencida. Sehia, Kamal y el resto de subsaharianos fueron rescatados por una embarcación de salvamento marítimo que los condujo hasta Lampedusa. Desde ahí fueron enviados a la Italia continental, donde con paciencia y discreción pudieron colarse en los trenes hasta alcanzar Milán, y después Lyon, Lille y finalmente Calais. Cuenta Sehia que los revisores e incluso la policía hacían la vista gorda, conscientes de que ninguno de aquellos africanos de mirada limpia tenía intención de quedarse.
En octubre del año pasado el gobierno francés desmanteló la llamada Jungla de Calais, pero hasta entonces miles de refugiados se aglutinaban en sus lodos y plásticos a la espera de un milagro que les permitiera llegar a Inglaterra, al otro lado del Canal de la Mancha. Entre ellos se encontraban Sehia y Kamal, diestros en la lengua de Shakespeare, además del árabe y cuatro lenguas autóctonas de Darfur. Los emigrantes de Calais, un número marginal comparado con la cifra total de refugiados llegados a Europa, creían que su dominio del inglés les facilitaría la vida en Reino Unido. Otros simplemente soñaban reencontrarse con familiares que habían logrado entrar.
En uno de sus intentos por llegar a Liverpool a bordo de un camión, Sehia fue aprehendido por la policía. Kamal logró cruzar y, al ser menor de edad, pasó a tutela del gobierno británico, que lo entregó a una familia de acogida en Manchester. Ahí empezó la verdadera pesadilla de Sehia: sabía que su hermano estaba bien, pero se contagió de la intranquilidad de su madre. Casi nadie duerme en Calais, sea por el ruino de sirenas o por el insomnio fruto de los traumas de la guerra. A Sehia lo que le quitaba el sueño era aquella promesa incumplida.
Durante cinco meses y noche tras noche, Sehia trató de saltar la valla de espino que rodea el puerto de Calais y colarse en los camiones que se detenían a repostar. Siempre en vano. La policía lo descubría y lo repelía a golpes, igual que a otros refugiados, empujándolo de vuelta al frío húmedo de la Jungla. Sehia cayó enfermo y se planteó permanecer en Francia, pero aquellos golpes eliminaron esa posibilidad. Un amigo sudanés presume de recordar dos palabras en español -desconoce su significado- que escuchó a un conductor: “están detrás”. Un día Sehia se coló en una camioneta de productos congelados y durante varias horas permaneció atrapado a 18º bajo cero junto a otros polizones, hasta que una inspección de la policía les salvó la vida.
Tras dos años de viaje, en junio Sehia logró entrar en Inglaterra. Con ayuda de amigos de otros países, pudo pagar cuatrocientos euros a los traficantes para que cerraran a sus espaldas las compuertas de un camión estacionado en Hazebrouck, a 70 kilómetros de Calais. El 23 de diciembre las autoridades británicas le concedieron el estatus de refugiado y desde entonces Sehia es uno de los miles de emigrantes anónimos que caminan por las calles de Manchester. El gobierno le concede una cama y una paga semanal de 36,95 libras, pero no está autorizado a trabajar.
Conocí a Sehia en la Jungla de Calais en enero del año pasado. Durante varios días él y sus amigos sudaneses me brindaron techo, arroz blanco y café con jengibre. Aquel mensaje de audio de WhatsApp en la víspera de Noche Buena fue un regalo que no esperaba. Detrás de su sonrisa hay algo más que infortunio y drama. Sehia terminó 2016 de la misma forma que ha empezado 2017: recordándome que ahora es muy, muy feliz.