Opinión | OTRAS NOTICIAS
La epidemia
"Es raro esto, que los muertos congelen su tiempo y se te queden estáticos en la retina, en una juventud permanente, mientras que tú cambias y vas dejando atrás una lista de derrotas y victorias que ellos no llegaron ni a conocer".
Pasar un nuevo año para los que nacimos en cifra cero es acercarnos también nosotros al cambio de década. En enero las visitas al baño se me hacen más duras, por el espejo. Es mirarte y se te caen las responsabilidades encima. Demasiado jóvenes para andar con nostalgias y demasiado viejos para fingir que aún se pueden dar muchos más cambios de rumbo. Más que la edad es la vida y la forma de afrontarla, el frío de fuera de la casa de las convenciones, los proyectos inacabados, los agujeros en los bolsillos. Caminar y escribir, esas son todas mis metas para los primeros días del invierno. Para el resto del calendario, ahorrarme sobresaltos, llegar a fin de mes con soltura y que las risas superen a los bramidos. Poco más.
El otro día, cuando las uvas, sentado ya muy tarde en el sofá con el cielo casi clareando, ella al lado con una manta y la despreocupación de quien duerme sin peso, me acordé de sus nombres. Me acordé por la música, que desde que se pone en el ordenador te va sacando una especie de monólogo interior a base de temas y sonidos, y esta vez, en vez de llevarme por el barrio inglés de ladrillo rojo me hizo andar por calles de infancia, de diminutivos y acento gitano. Me acordé de los chavales a los que la vida pilló donde no tenía que pillar.
Digo chavales porque ahora sé que eran más jóvenes que yo, que la mayoría no llegó ni a los treinta, aunque entonces, con peto de pana, melenilla rubia y una pelota que nunca supe manejar, me parecían muy mayores. Es raro esto, que los muertos congelen su tiempo y se te queden estáticos en la retina, en una juventud permanente, mientras que tú cambias y vas dejando atrás una lista de derrotas y victorias que ellos no llegaron ni a conocer.
Un grupo de tres o cuatro, en un parque un sábado por la mañana. Pitillos vaqueros de cadera alta, camiseta con números, chupa forrada de borreguillo. El pelo a lo Ramones sin saberlo. Deportivas blancas, mirar inquieto. Y tú a lo tuyo, imaginando batallas en naves espaciales o lo que tocara, mirando sin mirar, sabiendo que hacían algo que no debían. A lo mejor ellos también empezaron así, jugando. Por la época aún mantenían el tipo, la vida en casa, alguno hasta los estudios. Al pasar, notando mi inquietud, uno me dijo: “no te asustes pipiolillo”. Sus ojos eran como los de los peces en las pescaderías.
Ciudades con bloques caídos del cielo, tirados por una gran mano al azar. Todos iguales. Jardinillos rodeando las urbanizaciones, descampados con manchas de aceite de arreglar camiones. Una pintada del PCE debajo del túnel que cruzaba las vías. Familias que habían llegado de los pueblos hacía una década y media con los hijos mayores, que habían tenido otros que ya no eran de campo, pero tampoco de ciudad. Porque la periferia no era el centro, era otra cosa, sobre todo entonces, cuando aún no habían llegado ni las teles a color a muchas casas.
Una habitación de uno de esos pisos, un jaleo. La hermana mayor, la que salió buena, con proyecto de familia y trabajo, les llevó ropa que no se pone. Pero ya no está. La han vendido en el mercadillo, o algo así. “Yo no sé en qué se gastan el dinero”. Y era verdad, a medias. No se quería saber, no se quería sospechar, porque a los tuyos no les podía pasar. Y luego la cosa se arreglaba con un par de promesas y algo de indulgencia. Era domingo, la abuela había hecho garbanzos y los nietos nos teníamos que sentar primero a la mesa. De las habitaciones del fondo rumba o jevi, en la tele el Willy Fog, con artículo delante, como todos ellos.
Unos años más tarde en un bar te dan una moneda de cinco duros, aún con el águila en la cruz, y te vas a colocar fichas del tetris, que era lo otro ruso que había además del baloncesto y la pintada del túnel. Para los críos unos mostos y unas patatas de bolsa. Conversación seria entre los mayores, que celebran algo, porque uno de ellos, al que hacía que no veías, vuelve a estar por allí. El meco, la trena, el talego. La promesa de buscar un trabajo porque ahora sí tocaba dejarlo. Y eran verdades sinceras, deseos de esos que duran mientras que duraba el calor del recibimiento. “Qué mayor estás, cabroncete”, me sacude el pelo, con su mano de anillos gruesos y su sonrisa de pómulos marcados. Se parecía cantidad a Kurt Russell.
Luego empeoró, más que nada porque se empezaron a morir. Tengo aún las imágenes frescas de los meses previos, pero me resultan demasiado duras y personales para compartirlas por aquí. Cogieron algo para lo que casi no había ni medicinas. – ¿Y por qué se ha muerto? – preguntabas – Porque se ha puesto muy malito – en una especie de condescendencia hiriente incluso para un niño – Ya, pero por qué – y ahí es cuando llegaba el silencio mientras que te abrochaban la cazadora con la prisa de las malas noticias. Hubo un momento que aquellos barrios tenían tantas mujeres de luto como en el 39. De un bando cayeron muchos, en el otro no se sabía muy bien quién estaba. A día de hoy seguimos sin saberlo, aunque lo sospechamos.
Lo peor era aquella foto pegada al nicho, alguna de la mili, con el uniforme del ejército de tierra y la mirada asustada del recluta. Las mujeres se llevaban la mano a la boca, dejaban un beso y la ponían encima de la imagen, dentro de un marquito dorado. Se saludaban porque se conocían del barrio. Luego algunas cogían el autobús de vuelta juntas. El olor de las flores secas y frases tan duras como “peor que estaba ya no va a estar” o “andaba comidito”, que se decían entre dientes cuando no estaba delante la madre, es lo que quedaba en los cementerios. Y luego el silencio, por décadas.
Porque de esto no se volvía a hablar. Ni en las familias. Por vergüenza, porque una enfermedad o un accidente es una cosa, pero esto se lo buscaron. O eso decía algún cabrón en alguna tertulia. La verdad es que aquello sí que fue transversal, aunque los hijos de los ricos siempre se morían por otra cosa en la esquela del ABC. Supongo que el dolor era el mismo. Tenéis por ahí las cifras, fueron de epidemia. Nemini parco, escrito en cada chuta. A los que quedaron se les quedó en los ojos, aunque consiguieran salir de aquello. Quien ha huido de algo siempre conserva la inercia de la persecución en la mirada.
Todo el mundo debería tener el derecho de ver un nuevo enero, a ellos se lo quitaron. Quizá por eso me vinieron a la memoria, después de tanto, sin avisar.