Opinión | Otros
Los santos inocentes (La serie)
El autor imagina una nueva serie televisiva: un producto para toda la familia y para un país deseoso de recuperar las tradiciones y darle la espalda a las veleidades ideológicas.
Algo debería indicarnos que, justo el día que se conmemora la leyenda de la matanza de una multitud de niños por parte de un reyezuelo hebreo con afición al ladrillo, nos dediquemos a gastar bromas, no dice demasiado de nosotros como sociedad. Vale que de esa apropiación cristiana de las saturnales, la fiesta romana que se celebraba en estas fechas por el solsticio de invierno, trastocando por unos días las convenciones sociales, algo debió quedar, una interpretación un tanto torcida de la locura carnavalesca, por parte de gente que no entendía demasiado bien la sustitución de sus dioses, reflejo de virtudes y debilidades humanas, por una presencia única, omnipotente y bastante vengativa. Pero también se aprecia una tendencia al regodeo en la esclavitud moderna, ¿quién querría incomodar al señor cuando puede sobrepasarse con el inmediatamente inferior a él? Las bromas, como cualquier otra manifestación cultural, son reflejo de nuestra realidad, una donde se premia la crueldad y el escarnio hacia el débil.
El Día de los Santos Inocentes ha quedado en España como la repetición de una jornada de posguerra con frío y escasez, donde el aburrimiento se paliaba poniendo petardos a los pájaros y tirando gatos al río. La violencia es como la peste, que aún habiéndose marchado en apariencia deja siempre cepas para despertar en el momento más inesperado. Las bromas definen a quien las sufre pero sobre todo a quien las gasta, que, una vez habiendo probado el sabor metálico del mando, no sabe cuándo es momento de parar. Las bromas no son inocentes, son un ejercicio vengativo y precario en un entorno siniestro. Y por lo tanto un gran material televisivo.
No hay nada más mezquino que camuflar lo reaccionario bajo la coartada del humanismo, si además le añadimos sensiblería nos queda una horterada peligrosa. El anuncio de esa marca de embutidos con aspiraciones a tercera posición este año gira en torno a que la ideología es mala y sólo tiende a separar a las personas. Es decir, lo que plantea es que el conflicto es un capricho elegido por gente problemática que, en vez de dedicarse a comer jamón de york, se centra en encizañar al vecino con ideas tan locas como la justicia social o el feminismo. Y la lía, claro. Porque lo que hay ni es conflicto ni es ideología, es el orden natural de las cosas.
Visto que volvemos a un escenario donde, además de anuncios como el indicado, ya se producen series de loa a lo declaradamente fascista desde los amoríos turbulentos, propongo la creación de una ficción sobre el Día de los Inocentes, ya que recogería, con menos pudor y bastante más gracia, el contexto hacia el que vamos. Imaginen un triángulo entre El pisito, Calle mayor y El extraño viaje, justo en medio estaría nuestra serie. Una confluencia entre mezquindad, escasez, crueldad y asesinato. Un producto para toda la familia y para un país deseoso de recuperar las tradiciones y darle la espalda a las veleidades ideológicas.
La serie sería coral y autoconclusiva, no sé si situada en algún barrio de estética costumbrista o en uno de esos pintorescos pueblos que tapizan la geografía patria. Habría muchos nombres raros y profesiones desaparecidas, como un guiño cómplice a los sindicatos, que podrían mandar un asesor en la materia, ya no sindicalista sino arqueólogo. Cabría incluso la posibilidad de estudiar acciones de mercadotecnia para todos los públicos: pegatinas en la bollería industrial para los más pequeños, un joven apuesto con inclinaciones a la música ligera para las adolescentes, algún galán para ellas y unas cuantas señoras macizas para ellos. Todo muy evidente, sin cortarse un pelo, que no somos franceses haciendo cine. Pero sobre todo mucha careta, tosquedad facial a la luz de las velas, un buen plantel de feos, tontos y tullidos para dar salida al dedo acusador que señala a la pantalla mientras su dueño ríe de forma simiesca.
El capítulo piloto podría ir sobre los Pérez, la familia del cuarto derecha a la que la vecindad decide tapar la ventilación para que se ahoguen con los gases del brasero. Don Eusebio, el médico, aunque participa en la broma pone el punto de cordura y para a tiempo el despropósito abriendo las ventanas en su momento. Los Pérez al final se salvan, boqueando como merluzas y tosiendo como tísicos, en una última escena donde todos disfrutan mientras les dan golpecitos en la espalda.
Emoción. Como cuando le perforan el depósito de gasógeno a Eufrasio, el taxista, el día que tenía que llevar al subsecretario a la estación. O cuando denuncian por comportamiento anarcoide a Laudelino, el bohemio del ático, a la político-social y esperan los resultados de la broma en el bar bebiendo anís. Habría posibilidad incluso para los efectos especiales, como en el episodio donde le ponen a Perico, el kioskero, un petardo de dimensiones bélicas y todos soplan los matasuegras mientras se llevan en volandas al quemado a la Casa de Socorro.
Habría que incidir mucho en el amor materno-filial. Una idea sería mandarle una carta de deceso a la Eulogia dando por fallecido al Tomasito, que está haciendo la mili en Almansa. Cuando la mujer no pueda más del sufrimiento y ya casi esté montado el velatorio que aparezca el hijo medio borracho con una caja de bombones. También se podría acusar a terceros de faltar a la madre del Agapito, un exlegionario que vino de la guerra con una carta donde se indicaba que había sufrido “merma en sus facultades”.
Lo profesional tendría un epígrafe aparte. Como el día que le cambiaron las etiquetas de los preparados a Don Laurencio, el farmacéutico, y casi envenena a medio pueblo. A aguar el vino de la taberna y ver cómo el de la bodega acaba linchado por el barrio en la sobremesa. Otra opción sería ponerle alcanfor en las orejas al Eustaquio, bedel del ayuntamiento, mientras se echa la siesta del Ángelus, en un bonito guiño a la ya sabida pereza del trabajador público. Aunque sin duda, el momento más celebrado sería cambiarle el hueso de jamón al sustanciero por un fémur, despistado previamente del camposanto, y ver luego con regocijo como los vecinos se beben el caldito humeante.
Extender rumores en misa sobre el concubinato entre la fresca de la Trini, viuda de Esparza, y el cartero cojo que perdió una pierna en Belchite, valdría para iniciar los episodios referentes a los líos de faldas. También se podría azuzar una falsa disputa en el tablao entre el Gallinitas y el Niño Lorenzo en torno a Carmen la rondeña, para sentarse a continuación cómodamente a ver brillar el acero de las navajas. Para rematar habría que inventarse una aparición mariana en la casa de citas, dando un divertido contraste entre las meretrices, sus clientes y las beatas.
La infancia estaría bien representada por los niños del hospicio, siempre de colmillo audaz y de espíritu pilluelo. Anunciarles que en la charcutería de Hernando e hijos regalan el género por Nochebuena, siendo una vulgar patraña. Los críos, para vengar la ofensa, le meterían lumbre al puesto del trapero y engañarían a su vez al Joselín, el tonto oficial del barrio, para que llenara de mierda los pomos de todos los portales, en un gran episodio donde se mostraría la eterna cadena de desengaños, venganza y miserias.
La serie sería infinita, al menos tanto como la imaginación de todo un país para la maldad hacia el prójimo. Se podrían incluir votaciones telefónicas para elegir nuevas víctimas, la creación de algún spin-off como Bromear en tiempos revueltos o la invitación a algún personaje de otras ficciones como un tal Zacarías. Ya ven, un producto adaptado a nuestra época, carente de conflicto, ideología y maldad, tan sólo lleno de gente, buena gente, pasando un buen rato.