Revista mensual

Teatro Salvador Távora: el arte del pueblo contra el poder

Una cooperativa revive el espacio en su barrio de toda la vida. Conversamos con el dramaturgo sobre cultura, flamenco y la vida.

teatro salvador távora

Puedes leer el reportaje completo en #LaMarea45

-María: Niña, el lunes voy al distrito a ver la lista.

-Dolores: Pues mírame a mí, que no creo que me cojan.

-María: ¿Por qué no?

-Dolores: Pues porque ya salí el año pasado.

-María:  Mira que es mala hora, ¿eh? La gente está liá haciendo la comida. Pero fíjate. Esto está casi lleno.

-Dolores: Menos mal que lo han revivío. Estaba muerto.

-María: Ay, el Salvador. Lo veo jovencito, aquí en el barrio.

-Carmen: Yo conocía a su mujer, mu guapa ella.

«Bienvenidos al Teatro Salvador Távora». Un refugio en mitad de un polígono industrial, en el Cerro del Águila, en Sevilla. En la avenida Hytasa, frente a la esquina con la calle Diamantino García, donde uno de los disparos al aire que aún volaban por la Transición mataron al albañil Francisco Rodríguez Ledesma. «Estamos en el ecuador del ciclo El flamenco vive en el Cerro y el balance no puede ser más positivo». Un lugar recóndito al que se llega entre camiones de sacos de harina y naves de ladrillos vistos. «Hoy disfrutaremos de un espectáculo soberbio». «Teatro», indica una flecha en la calle Lana. A un lado, la calle Seda. Y luego la calle Lienzo. Y luego la Loneta. Y la Satén. «Teatro», indica otra flecha que gira a la izquierda, hacia la calle Lino. «Les presentamos a Rocío Suárez, una bailaora de nuestro barrio que atesora una importante trayectoria. Jesús Flores, un joven de Morón que tiene la jondura de los cantaores maúros. Antonio Franco, creador al calor de las peñas. Javier Leal, un extraordinario guitarrista. Y Manuel González, gran dominador del compás». Con olor a pan y a trabajo, el corazón del teatro y el flamenco bombea en unas aceras que saben lo que es pasar hambre de comida y de cultura. «Por favor, apaguen los móviles». Queda poco para llegar. Después de la fábrica de bordados Pedro Quero, junto al taller Carreras y el gimnasio culturista Juaro. Ya se ve. «Shhhh». Los móviles desoyen a las personas mayores que no dan con la tecla, que no están acostumbradas al modo avión ni a los vagones sin bullicio. «Shhhhhhhhhhhhh».

Vestida de negro entera, con el pelo en un moño, la raya al medio, una flor roja y unos labios también rojos como el fuego, Rocío Suárez camina en silencio hacia una silla. Un mantón, unos palillos y una foto. Rocío la coge y la besa. Lo besa. Es su abuelo, Manuel, muerto hace sólo unos días. A él le dedica sus taconeos, que salen disparados pa arriba, pa el cielo, que se meten por el cuerpo como si los zapatos rasgaran tu propia oreja. Aquí no hay telón. Aquí lo único que se abre, lo único que se levanta, es la voz al paso de la guitarra. El escenario preside el centro. Desde las gradas se aprecia el tacto de la falda, de terciopelo. Aquí se ve y se siente todo. Es el teatro del pueblo. Los primeros quejíos de Jesús Flores suavizan el llanto de una niña. «Esta bailaba ya a los siete meses en el vientre de su madre», cuenta la abuela, María, una cantaora a la que sus padres y la época no la dejaron cantar. La niña, hija de la bailaora, observa embelesada las tablas de las oportunidades.

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