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Paterson: Poesía contra la alienación

La última película del icono del cine independiente americano, Jim Jarmusch, apunta hacia el dilema del trabajo y los intentos por volver a humanizarnos.

Secuencia de Paterson.

Hay conversaciones aleatorias que a uno se le clavan. Hace pocas semanas coincidí con un taxista muy singular en Barcelona. Natural de Cádiz, pero criado en la ciudad catalana desde pequeño, siempre se había dedicado a lo mismo. Le quedaban dos meses escasos para jubilarse y, pese a su mirada tranquila y afable, se sentía tremendamente harto de vivir recorriendo calles arriba y abajo. En un momento de honestidad me dijo: “Hasta que cierro el chiringuito a las seis de la tarde y me voy a tomar una cerveza no soy persona, de verdad”. En mi mente solamente podía repetirse la misma palabra una y otra vez: alienación.

Aparentemente, en las sociedades contemporáneas nadie parece darse cuenta de nada. Vivimos tras la cortina del no-tiempo, un espacio vital abandonado a nuestra percepción, que corre mientras resolvemos nuestras listas interminables de asuntos pendientes. Poco o nada le importa a las masas quiénes son esas personas que madrugan día tras día para poner en marcha todo cuanto consumimos: no existe humanidad tras el mostrador del supermercado, ni tampoco bajo el aburrido rostro de quien vigila la estación de metro. No obstante, quedan algunos refugios cotidianos donde resguardarnos de la máquina deshumanizadora.

Paterson, el protagonista -interpretado por Adam Driver- cuyo nombre da título a la película y a la ciudad donde reside, es un claro icono de esta lucha individual. Conductor de autobuses de lunes a viernes, madruga a diario para poner de manifiesto la belleza de los pequeños momentos ajenos a nuestras actividades cotidianas. Pese a lo más rutinario de su trabajo, aprecia la conversación de esos dos trabajadores que hablan sobre cómo fue el fin de semana, o de los niños que se dirigen hacia la escuela. Pero lo más importante se encuentra entre las páginas de su cuaderno personal, donde va escribiendo los poemas que conducen el hilo narrativo de su historia.

Su fachada es la de un hombre puramente alienado de su trabajo, de sus compañeros e incluso de sí mismo. Su compañera Laura -Golshifteh Farahani-, todo lo contrario: es una artista que convierte cada gota de su trabajo doméstico es una expresión de sí misma. Paterson se consuela, primeramente, con sus versos, pero también en sus visitas nocturnas al clásico bar de al lado. Esta clase de conflictos modernos vuelven a poner sobre la mesa una la cuestión de la alienación del pensamiento de Karl Marx.

Según el filósofo alemán, las dinámicas del sistema capitalista pervierten nuestra relación con el trabajo. Del trabajo como un fin para satisfacer nuestras necesidades y la de nuestro círculo cercano, que nos desposee de cuanto producimos y nos convierte en sus consumidores, pasamos al trabajo como medio para ganar un salario que nos permita comprar las mercancías que fabricamos. De hecho, resulta interesante que el personaje de Laura encarne el ejemplo típico marxista de la excepción laboral que permite, en mayor o menor medida, una atenuación de los efectos de la alienación.

Primero, el hecho de que el trabajo sea externo al trabajador, es decir, que sea ajeno a su ser esencial; por tanto, que en su trabajo el trabajador no se afirme sino que se niegue a sí mismo, que no se sienta contento sino infeliz, que no desarrolle con libertad su energía física y mental, sino que mortifique su cuerpo y arruine su mente. Así, el trabajador sólo se siente él mismo fuera de su trabajo y en su trabajo se siente fuera de sí mismo”. Marx, 1964

El interés de Jim Jarmusch (Ohio, 1953), director indie de la escena americana, por mostrar cierta inclinación narrativa hacia las cuestiones sociales en esta película es clave, a pesar de su difuminada presencia. La forma de mostrar a los pasajeros del autobús que conduce Paterson y las referencias a determinadas personalidades son buena prueba de ello: el cocinero que se convirtió en el pintor y escultor francés Jean Dubuffet, el médico que se convirtió en el reconocido poeta estadounidense William Carlos Williams o el anarquista italiano Gaetano Bresci. Resulta indudable que, en este sentido, no tiene la misma carga social que otras películas recientes en la cartelera como Yo, Daniel Blake, de Ken Loach, pero no por ello deja de llamar la atención el trasfondo de la belleza de las escenas de Jarmusch.

Por otro lado, la película apunta hacia otros conflictos de la vida postmoderna como el hiperconsumo. A lo largo de la proyección viviremos bajo una continuidad de distintas cosas que se rompen y que irreparablemente se tienen que cambiar por otras nuevas: la avería de un autobús antiguo, el propio cuaderno de poemas de Paterson, o el amor romántico de Everett -William Jackson Harper-. A su vez, los cupcakes que prepara Laura para vender en el mercado, o la guitarra carísima que compra porque -de repente- quiere convertirse en estrella de música country. Incluso se toca por encima la fetichización de las nuevas tecnologías. Frente al smartphone y a la tableta del tener por tener de Laura, el “No es necesario. Siempre me fue bien sin ellas” del protagonista.

En definitiva, nos encontramos ante una película más dentro de la indudable trayectoria de Jarmusch, que viene a provocar una admiración por la belleza de lo cotidiano y la incansable fuerza de la expresión creativa que, a pesar de todo, resiste en nuestra naturaleza humana. Su descripción de problemáticas sociales que nos son comunes apunta, por un lado, que necesitamos poesía. Una poesía de lo real, capaz de canalizar lo que nuestras situaciones personales y colectivas esconden. Por otro lado, la película debería hacernos pensar que algún día habrá que escoger entre dos caminos que siempre serán antagónicos: el enfrentamiento o la legitimación definitiva de las realidades que construimos.

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