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El gobierno no electo pone patas arriba a Brasil
Los parlamentarios que promovieron la destitución de Dilma Rousseff se blindan ante la persecución judicial y cambian la Constitución para limitar el gasto público
Ya no se habla tanto de Brasil, pero ahí sigue el país más grande de América Latina sumido en una crisis política que se agrava semana tras semana. Los Juegos Olímpicos y la destitución de la presidenta Dilma Rousseff quedaron atrás y abrieron un nuevo periodo, pero parece que Brasil aún no ha tocado fondo. Una lectura rápida de lo que ha sucedido en los últimos días permite entender una de las batallas más importantes que se libra en aquella nación: los múltiples intentos del gobierno golpista para maniatar al poder judicial.
Leyes para intimidar a los jueces
“Se está aprobando una ley de intimidación a fiscales, jueces y grandes investigaciones”. Son palabras de Deltan Dallagnol, el fiscal brasileño que investiga crímenes de corrupción en el seno de Petrobras en Curitiba, ciudad al sur del país. En la madrugada del primer día de diciembre, mientras Brasil lloraba tras el accidente de avión en el que viajaba el club de fútbol Chapecoense, el Congreso aprobó por unanimidad un paquete de diez medidas anticorrupción elaboradas por la propia Fiscalía a raíz de una petición popular que logró más de dos millones de firmas.
¿Por qué tanto secretismo a altas horas de la madrugada en un día de luto nacional? Porque las propuestas de la Fiscalía fueron desfiguradas hasta el punto de que apenas conservan frases sueltas del original. Estas medidas para poner freno a las prácticas corruptas del poder político acabaron convirtiéndose en una amenaza indirecta al poder judicial, encargado de investigar y juzgar las malas prácticas de los políticos.
Uno de los cambios que mejor ejemplifican este giro de 180 grados: la financiación ilegal de campañas electorales pasa a ser considerada como delito grave solo si su valor es de más de 10.000 veces el salario mínimo y no puede aplicarse con efecto retroactivo. De esta forma los diputados se cubren las espaldas de cara a la inminente confesión de, entre otros, los 77 altos ejecutivos de la constructora Odebrecht, que, a cambio de rebajas en sus condenas, delatarán en los próximos días a los políticos que recibieron sobornos y donaciones ilegales de campaña a cambio de concesiones públicas. Este viernes la primera confesión puso el dedo sobre el conservador Geraldo Alckmin, actual gobernador de São Paulo, corazón económico de Brasil. Horas después el expresidente de la compañía, Marcelo Odebrecht, confesó el pago de un soborno de 10 millones de reales (2,8 millones de euros) al presidente Temer.
Además, los diputados incluyeron una enmienda que restringe la labor de los jueces, que podrán ser acusados de delitos de abuso de autoridad con más facilidad.
Un gobierno que no acata la ley
Recordemos que el gobierno no electo y gangrenado por la corrupción que rige actualmente Brasil alcanzó el poder gracias al apoyo del ala más corrupta del Congreso y el Senado. Aunque oficialmente se debió negligencias estadísticas para maquillar el déficit público, el “impeachment” que le costó el puesto a Rousseff fue posible debido al descontento social que originaron sus tibias medidas para atajar escándalos como el de la estatal Petrobras, de donde se desviaron de miles de millones a partidos políticos. Muchos de los diputados inmersos en grandes escándalos vieron a Rousseff como el chivo expiatorio perfecto y, al mismo tiempo, una amenaza a sus privilegios –a pesar de su falta de contundencia, Rousseff mostró respeto por la independencia del poder judicial-.
Desde que el conservador Michel Temer (PMDB), vicepresidente de Rousseff, traicionó a su mentora para asumir la presidencia de Brasil, las manifestaciones se han convertido en el pan de cada día. Tras seis meses en la presidencia, Temer (con una cota de popularidad del 14%) ha visto dimitir a seis de sus ministros -no hay ni una mujer en su gabinete- por su implicación en escándalos de corrupción.
El año pasado el Supremo Tribunal Federal, máxima autoridad judicial de Brasil, pidió al Senado la apertura de un proceso de destitución contra Temer, pero hasta ahora los presidentes de esta cámara, todos del partido del presidente, se han negado a procesar la solicitud.
El domingo 4 de diciembre, cientas de manifestaciones multitudinarias recorrieron 18 estados de Brasil. Una de las consignas más coreadas fue “fora Renan” (“fuera Renan”). Renan Calheiros es el presidente del Senado brasileño y está en la línea de sucesión de la presidencia (es cuarto, por detrás del presidente del Congreso). Es hombre de confianza de Temer, pertenece también al PMDB y está imputado en 12 procesos por distintos delitos de corrupción.
El lunes, un día después de las protestas, un fallo preliminar del Supremo Tribunal Federal dictó que Calheiros debía abandonar su cargo porque la Constitución señala que alguien imputado no puede estar en la línea de sucesión a la presidencia.
Sucedió algo similar con Eduardo Cunha, predecesor de Calheiros en el cargo y gran promotor del proceso que expulsó a Rousseff de la presidencia. Pues bien: la plana mayor del PMDB se enrocó junto a Calheiros y se negó a acatar la sentencia preliminar. Tres días después, tras mover los hilos adecuados, dicho tribunal volvió a pronunciarse para, esta vez, fallar a favor de Calheiros. Entre quienes movieron ficha para evitar su expulsión están los expresidentes José Sarney y Fernando Henrique Cardoso.
Reprimir protestas a cualquier precio
“Por primera vez surgen dudas generalizadas, más allá del sector de izquierda, contra el gobierno por su falta de legitimidad”, explica Rodrigo Vizeu, periodista del diario Folha de São Paulo. El martes, 6 de diciembre, la Policía Militar dio un paso cargado de simbolismo que ni el gobierno militar de la dictadura se atrevió a pensar en su día: varios agentes entraron en una de las iglesia más antiguas de Río de Janeiro -para ello rompieron las vidrieras del segundo piso- para disparar bombas aturdidoras y balas de goma a los policías, profesores, personal sanitario y demás funcionarios que protestaban contra una nueva bajada de sus raquíticos salarios y el aumento de impuestos regresivos.
Que la policía militar abriese fuego desde un templo católico en el país con más católicos –y cristianos en general- del planeta era algo impensable hasta hace apenas dos días. Más allá del terror de Estado, resulta potencialmente desestabilizador que esta vez haya agentes de policía entre las víctimas de la impunidad de que gozan los cuerpos de seguridad en Brasil. Un hecho que muestra la magnitud del problema: la cifra oficial de civiles muertos a manos de la policía durante el periodo democrático supera holgadamente al de víctimas de la dictadura militar (1964-1985).
Reforma constitucional express
El mismo día que se aprobó la versión descafeinada de medidas anticorrupción, el Senado también aprobó una reforma constitucional express que establece un límite para el gasto público. La Propuesta de Enmienda Constitucional 55, popularmente conocida como PEC 55, prevé la congelación del gasto público durante los próximos 20 años y se ha convertido en la medida estrella del gobierno Temer, adalid de la austeridad presupuestaria que prioriza el recorte social y ya ha puesto en marcha una ambiciosa ola privatizadora.
De nuevo la actualidad brasileña no escatima en simbolismo: un gobierno no electo modifica la constitución de una nación democrática en cuestión de horas para limitar el gasto público durante nada menos que dos décadas. “Brasil necesita volver a la constitucionalidad y la legitimidad del cargo de presidente de la República en 2018, que es cuando acaba el mandato de Temer, para que todo lo que está pasando sea revisado por un nuevo Congreso y un nuevo Senado”, explica con resignación Weder Ferreira, historiador y profesor de la Universidad Federal Rural de Río de Janeiro.