Opinión

Los muertos

"Con la muerte de Barberá, hemos pasado del muerto público al arrojadizo, que es la categoría que toma el difunto cuando de su deceso lo que se pretende es hacer un arma política".

Rita Barberá

Los muertos tienen gravedad propia y, como los agujeros negros, nada escapa de ellos. Por lo irreversible del suceso, algo que tan sólo ocurre una vez, el muerto tiene la autoridad de la interrupción, de detener lo habitual con el hieratismo. En su gesto congelado congelan el tiempo de los demás, ya que nadie puede postergar lo sentido hacia el mismo. No se puede dejar para más tarde lo que aceptamos que sea un paréntesis. La razón es que su protagonismo, aún irreversible, es siempre limitado, es eso que dura desde que la persona deja de serlo hasta que desaparece bajo tierra o bajo fuego. Ya, más tarde, apenas unas horas en la mayoría de casos, el muerto es sepulcro o urna, en todo caso recuerdo. El muerto es estación, donde paramos todos esperando que no nos toque nunca el viaje.

Luego todo se restaura, comienza a andar, una vez que acaban los entierros y los funerales. A algunos su peso les dura más y a otros menos, pero esa autoridad de interrupción se desvanece a medida que se cierran las puertas de los coches y la viuda -siempre la viuda- desaparece tras la portezuela llevada en volandas por los familiares. Decía Gómez de la Serna que cuando los amigos están reunidos y ríen juntos creen escapar de la muerte. Eso en los muertos privados, porque luego están los públicos, que tienen todas las atribuciones anteriores pero a escala social.

En España los muertos más públicos eran los toreros, las folclóricas y los dictadores. Los toreros por dramatismo de lo inesperado pero esperable, por violencia primaria y por dar ese fresco que tanto gustaba a los hispanistas de la sangre en el albero. Las folclóricas por los ataúdes de cristal y los trajes de volantes que apenas cabían dentro, y por dar pie a frases inenarrables como: “Ya se apagó su voz”. En todo caso, ambos, eran cementerios atestados, en un guirigay muy raro de eso que se llamaba con paternalismo gentes del pueblo, cantando saetas o tirando flores al paso de la caja, sufriendo algún desmayo. Y luego, a falta de figuras admirables de la política y lo civil, los dictadores, uno más bien, gallego y con las manos pequeñitas, como de costurera de teatro. Las filas de paisanos y vecinos, aguardando su turno en el palacio con cara de frío. Montonera ordenada de abrigos de paño, algunos llorosos, la mayoría estupefactos, pasando a comprobar si aquel se había ido ya de verdad. Un hombre, con mono azul, delante del féretro, se para y saluda marcialmente, resultando petrificado, no deja avanzar al resto. Dos bedeles se lo llevan, como a un muñeco del museo de cera. Se acaba el número, siempre se acaba.

Más tarde, el muerto público tuvo la dignificación breve de una época en la que parecía que las cosas podían cambiar. Los abogados de Atocha como puños en alto, grito ahogado y disciplina comunista, aquella que igualaba al panadero o al mecánico con el general y que, por eso, les daba tanto miedo. La muerte de Tierno, con aquel coche de caballos del XIX y Madrid en la calle aplaudiendo, cuando aún a los políticos se les aplaudía. Con concierto de rock incluso, un tiempo después. Lo último que me sale en este tono fue lo de Marcelino, porque la grandeza de un personaje incluso puede traer, por horas, los aspectos de otras épocas. Lo triste fue que de los millones ya sólo quedaban miles y que de los que lloraban en la tribuna pocos le alcanzaban los talones.

Como ya casi no hay toreros ni folclóricas ni gente ilustre, el muerto público ha caído en una especie de ostracismo que se pretende llenar con la crónica negra de chicas desaparecidas, algo que, aunque obsceno, viene bien a la tele porque se puede partir en capítulos, como los seriales. A los índices de audiencia se la trae floja la deontología.

Hoy, con la muerte de Barberá, hemos pasado del muerto público al muerto arrojadizo, que es la categoría que toma el difunto cuando de su deceso lo que se pretende es hacer un arma política. Los mismos que la llamaban ya por su apellido y colocando delante el apelativo de señora hoy volvían a decir Rita. Del desapego y la distancia del que huye del abrazo para no mancharse a las compungidas declaraciones ante las reinas de las mañanas, que ponían, desde sus tronos, banda sonora de piano triste para despedir a la que ya calificaban de la alcaldesa de España.

Lo malo de los platós llenos de pasiones fingidas y de estar todos muy de acuerdo y estarlo siempre, es que uno empieza levantando la voz un poquito para glosar la figura de Rita, y al ver que no pasa nada, el siguiente acaba dándose golpes de pecho y diciendo: “Me la han matao” como una novia de zarzuela. Progresión geométrica, lo llaman los matemáticos, increíbles momentos entre el oportunismo, el cálculo y el rubor, lo llamamos otros.

Y luego Unidos Podemos, que como el borracho del cuento de Joyce intenta alterar el orden de la cena, sin darse cuenta que sigue siendo un invitado más dentro de esa casa dublinesa donde las buenas maneras es como se llama al poder de las tías Morkan. No vale de nada tener argumentos si la legitimidad, que te la marcan otros, te hace aparentar ser un invitado torpe que tira las copas y mancha el mantel. Asunto difícil este, el de necesitar deslegitimar un orden cuando es ese mismo orden el que te mata al no otorgarte la categoría de respetable. Toca elegir mejor las cenas, las batallas y el atuendo para las mismas. Fuera de la casa nieva y hace mucho frío.

Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida, decía Joyce en su cuento. Algunos no podemos elegir. Ni eso.

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