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Fátima y Mohamed: los vecinos del cuarto
Los musulmanes reivindican su lugar en España y su derecho a participar en la sociedad, día a día, sin ser rechazados ni discriminados. La islamofobia se ha convertido en el principal delito de odio.
Este reportaje está incluido en #LaMarea42
A la entrada del bloque, en el descansillo del primer piso, lo primero que se ve es una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Catorce escalones por planta. Cuarto B de Barcelona. Un pájaro amarillo mira en silencio a través de una jaula. La puerta de al lado no tiene letra. Es una chapa impenetrable. «¡Hola! Pasad. Encantada. Sí, el piso de al lado estuvo ocupado un tiempo. Ahora creo que lo ha comprado un chico joven», explica Fátima Zohra Akdi, 36 años. Duda entre soltar o no a Bético. «¿Un canario? No sé qué pájaro es. Es de mi hijo el mayor, que vive en Madrid, Youness. Tiene 21 años. Él lo deja libre, se da una vuelta por el portal y luego vuelve solo, pero yo no me atrevo por si se escapa. Allí en Marruecos teníamos muchas palomas». Aquí, en España, Fátima tiene un hogar como otro cualquiera. Vive con su marido y sus otros tres hijos en el Polígono San Pablo, en Sevilla: Sundous, Aymane y Hassmae. 9, 14 y 17 años.
Compraron el piso en 2015 y pagan mes a mes religiosamente su hipoteca. Son musulmanes. «En general, la convivencia es buena. Pero pasan cosas. El otro día un niño chico en un bar me miró y me disparó con su boca: ta-ta-ta-ta-ta-ta. Yo me puse seria y le dije que no le iba a permitir que hiciera eso», prosigue ya sentada en el sofá. Lleva una chilaba azul fresquita y el pelo recogido en una coleta. Dentro de casa no usa pañuelo. «Pues a mí en el colegio me han dicho muchas veces, sobre todo al principio, ‘mira la morita esa’, en plan despectivo», añade su hija Hassmae, que sólo usó el hiyab un año en Marruecos: «Fue durante una temporada que tuve que vivir con mi tío, que es muy religioso», justifica. Aymane interrumpe sin quitar la vista de los dibujos que animan la pantalla plana: «A mí en la plaza, jugando con mis amigos, otro niño me dijo ‘moro de mierda, vete a tu país'». Sundous, que espera a que pongan Doraemon, lo mira sorprendida. «Pues a mí no me han dicho nada», afirma haciendo la señal de victoria con los dedos de una mano mientras sostiene, en la otra, un pepón rubio de juguete con un vestido de niña. «Se llama Ana», dice mientras le coloca un cordón fluorescente, a modo de un cintillo, en la cabeza. «Cuando lo viste de niño, es Juanito», aclara la madre, que busca afanosamente un vídeo en su teléfono móvil en el que asegura que se ve a su pequeña bailando flamenco.
Están cansados. La noche anterior celebraron la Fiesta del Cordero. «Pues sólo encuentro la foto, pero mira, ésta es de este año en la Feria de Abril«. Sundous posa con un traje de gitana rosa con lunares blanco y un mantoncillo celeste. Buscando buscando, su hermana Hassmae da con un vídeo de la boda de una prima en Tetuán: Sundous, ataviada con un vestido rojo con adornos dorados, mueve las caderas al ritmo de un son árabe. Es otro baile, otra ropa, pero es la misma Soundous. «¿Queréis café, té, agua?», pregunta Fátima. Rememora las noches que pasó en la calle con su hijo, al que trajo a España para intentar curarle la enfermedad renal que aún le tratan en el hospital Virgen del Rocío. Allí le han hecho recientemente un trasplante. «Es vejiga, mamá. No vejica«, corrige Aymane, experto en sondas con nueve años. «Eso, vejica. Un día fui con él en busca de una casa de acogida en Utrera. En autobús. No aparecía. Nos dieron las doce de la noche y nunca apareció. La Policía nos buscó un hostal. España ha tratado bien a mi familia». De aquello han pasado ocho años. Luego fueron viniendo los demás. «Me parece estupendo que se nos escuche, que se nos deje hablar. No me importa que lo grabéis», continúa alegre Fátima. Hace un ratito que llegó de la casa donde trabaja como empleada del hogar. Ahora mismo es ella –su nómina– la que sostiene la casa. Su marido está parado. Y durmiendo la siesta en ese momento.
Fátima y su familia existen, son nuestros vecinos, personas a las que raramente vemos más allá de sus túnicas o de sus pañuelos, a las que vemos cuando el burkini sale en la tele o el colegio de turno expulsa a una alumna por llevar velo. En ocasiones, sólo vemos eso: sus túnicas, sus pañuelos. Y llamamos niqab a lo que es un hiyab, o viceversa. Son limpiadoras, estudiantes, profesoras, artistas, investigadores, periodistas, camareros, parados, temporeros… Como nosotros, tienen preocupaciones. Como nosotros, temen al terrorismo. Y muchos, como nosotros, son también españoles. Lloran, ríen, no duermen pensando en las notas de sus hijos o en si la prueba médica de la semana que viene saldrá bien. Si la luz ha subido mucho en estos tiempos. Están incluidos en los grupos de whatsapps con los demás padres y madres del colegio. Dicen que hacen chistes sobre españoles y se ríen con los chistes sobre moros. Algunos les hacen gracia y algunos otros no. Tienen coherencia y contradicciones. Tampoco se libran de la violencia machista y en muchos casos ven cercenada su libertad de expresión. Algunos son más religiosos que otros; y los hay que ni siquiera tienen un dios. Están en la puerta de al lado, en el piso de arriba, abajo… No nos importa que mantengan sus creencias religiosas siempre que no nos molesten, dice una encuesta del CIS publicada en 2008. Pero no los queremos como vecinos, concluye el mismo sondeo.
«Cuando hay cualquier incidencia con la casa, en vez de decirme que llame al seguro, mi vecina me dice que va a llamar a la Policía. ‘Si tuviera una ametralladora te dispararía’, me soltó recientemente. ¡Y llevo 17 años viviendo en el mismo piso!», exclama Asmaa Hallaga en la sede de la Fundación Sevilla Acoge, ubicada en los bajos de uno de los puentes que da entrada a la ciudad. Vestida como cualquier mujer occidental –pantalones, camiseta y zapatillas–, vive desde hace 30 años en la capital andaluza. Estudió Filología Árabe y comenzó su andadura en España como empleada del hogar. Luego se formó en el campo de la mediación y ahora ayuda a otras personas a gestionar sus vidas en un país que para la mayoría no es el suyo y que les mira –y les escucha– con rechazo. Porque lo que oímos, o queremos oír, no pasa generalmente de un acento lleno de kas y de jotas, o de unos nombres mal pronunciados por la megafonía de la sala de espera del hospital. Porque pensamos que todos los Mohameds y todas las Fátimas pueden ponernos una bomba el día que menos lo esperamos. Y porque cuando más los vemos es entonces, cuando estalla una bomba, que es, además, cuando más sufre la mayoría de ellos. «El otro día, en París, dieron un aviso de atentado que fue una falsa alarma. Yo estaba allí, en un congreso, y empecé a sentirme mal. Creía que todos me señalaban», rememora Asmaa aún con muestras de angustia.
Marroquíes, los más numerosos
En España viven casi dos millones de musulmanes, el 4% de la población, según un estudio elaborado por la Unión de Comunidades Islámicas de España y el Observatorio Andalusí. De ellos, el 59% son extranjeros, principalmente marroquíes. Luego vienen paquistaníes, argelinos, senegaleses y nigerianos. Cataluña es la comunidad con mayor presencia. Le siguen Andalucía y Madrid. No hay terceras ni cuartas generaciones como en Francia. Pero muchos de ellos han venido a este mundo de fronteras en los mismos hospitales que nosotros. Aquí nació la hija de Asmaa, Leila, española, hoy con 17 años. Nunca quiere ir al instituto al día siguiente de un atentado por miedo a lo que puedan decirle. «Yo supe lo que era un negro y un blanco en España. Allí, en Larache, en mi pueblo, hay una iglesia de Nuestra Señora del Pilar en pleno centro y nunca ha habido ningún problema», destaca Asmaa. Desde su punto de vista, el trabajo en los barrios unido a una política de integración son la clave para normalizar la convivencia. En uno de los talleres que imparte a mujeres extranjeras, trata de hacerles ver que su identidad personal no tiene que ser un factor que les pueda perjudicar: «Tenemos que enfrentarnos a los estereotipos de ser, por ejemplo, marroquí o del África negra. Está en nuestra mano demostrar que nuestra identidad es ésta y es buena y estamos orgullosas de ella, y podemos convivir con otras identidades. Y para ello, tenemos que participar».
El problema es que a veces no les queda tiempo. «Tuve que dejar el trabajo en la peluquería porque son muchas horas y no puedo criar a mis hijos. Estoy sola con mi marido», lamenta Nadia Houssa, 41 años. Desde hace seis meses lleva pañuelo pero no descarta quitárselo en breve. Estudió Biología en Marruecos y, más cerca de la ciencia que de las creencias, opina que todas las religiones han machacado a las mujeres. Trabajo, parque y casa. Repite Lubna Dayday, 31 años. Ha tenido una niña hace dos meses. Vino para curar a su hija mayor de un tumor en los ojos que finalmente la ha dejado ciega. Junto a ella juguetea otra pequeña de dos años. «Yo estaba más feliz en mi país. Allí, por ejemplo, no teníamos la preocupación de cómo pagar la factura de la luz». Ella cosía en casa y su marido era comerciante. Aquí es ella la que encuentra trabajos esporádicos limpiando casas. Y ahora, con otra niña más a la que le da el pecho y sin una red familiar, la situación se vuelve más precaria.
Su marido ni siquiera tiene permiso de residencia porque no le hacen contratos. Se llama Tarik. Es guapo, viste vaqueros y camisa y maneja con arte el capazo de la bebé. «A él lo saludan. A mí no», se queja su mujer, igual de guapa o más pero con un velo sobre su cabeza. «Tenemos amigos españoles, pero es muy difícil hacerles entender que tenemos otra forma de pensar. Quieren que cambiemos, que vivamos como ellos», interviene Tarik. En el mercadillo donde vende lo que puede hay un compañero que siempre le ofrece una Cruzcampo. Una y otra vez: «Por dios, Manuel, invítame a una Coca-Cola, que sabes que yo no bebo». Dice que hay muchas cosas de España que no le gustan. ¿Por ejemplo? «Muchas». ¿Por ejemplo? «Pues no me gusta que mi vecina me diga que la prostitución la ejercen mujeres libres y alucino cuando veo casi todos los días noticias de que los hombres matan a las mujeres, ¿verdad?». Gira la cabeza hacia Loubna: «A mí él nunca me ha dicho lo que tengo que hacer. El pañuelo me lo puse antes de casarme. Y cuando pueda, volveré a mi país, porque prefiero estar en casa, no trabajar fuera como aquí. Nosotros nos casamos allí para toda la vida. Pero las diferencias no significan que no podamos convivir en paz». Ella no lo ve como una falta de independencia de las mujeres.
Asmaa es miembro de la junta de vecinos de la asociación de su barrio, en Bellavista. «Que una mora esté ahí es todo un logro», reflexiona a carcajadas. Y cuenta otra anécdota: «El otro día en el Mercadona cogí dos manojos de espárragos. Vino corriendo una empleada a decirme que no me podía llevar tantos. Yo le dije que no sólo podía ser sino que iba a poner una reclamación y que como estaban tan baratos y me estaba enterando en ese momento, iba a coger más. Yo no llevo pañuelo, pero me vio saludar a todas las mujeres con hiyab que estaban en fila aprovechando la oferta y ya se lió todo». No todo es culpa de los españoles, señala Asmaa: «Muchos se aíslan por miedo, por el desconocimiento del idioma y también por la falta de interés». Ese es el gran reto: el acercamiento. «Yo voy a votar en el referéndum sobre la Feria de Abril. Quiero que empiece en fin de semana. No bebo, pero me lo paso bien», reconoce. Su hija baila sevillanas. Y las dos ven cada año, en primera fila, a la Macarena y la Esperanza de Triana. «Pero claro, a veces he dicho: si aquí pasara algo, si pusieran una bomba y nos encontraran muertas, inmediatamente dirían que dos musulmanas se han inmolado». Y ése es el problema. Hacer desaparecer esos prejuicios, que retumban abajo como los motores de los coches que atraviesan el puente de arriba.
Racismo institucional
Mohamed el Mouden es periodista, doctor en Argumentación y Análisis del Discurso y está escribiendo una nueva tesis sobre comunicación política en la Universidad de Sevilla. «En España estamos aún a tiempo. Aquí no hay partidos xenófobos como en Europa, ni esa agresividad cultural como en Francia», sostiene. Sin embargo, todavía hay muy pocos cementerios para musulmanes, las administraciones siguen poniendo obstáculos a la construcción de mezquitas, trabas para arreglar papeles, para tramitar la nacionalidad… El último informe de SOS Racismo destaca, de hecho, el rechazo que emana de las propias instituciones, la forma de discriminación que más denuncias ha sumado en 2013 y 2014. A Fátima no le pusieron problemas en el banco al firmar la hipoteca. Pero fue acompañada por el hombre de la casa en la que trabaja, que la avaló.
Desde los disturbios xenófobos de El Ejido (Almería) del año 2000, muchos dirigentes políticos han vomitado descalificaciones hacia los musulmanes, yla islamofobia se ha convertido en el principal delito de odio. «Moro, te vamos a matar», le gritaron a Abdelsalam una madrugada en una calle de Sevilla. Le destrozaron la cara y perdió la visión en un ojo, como muestran unas imágenes publicadas por andalucesdiario.es. Mohssine es una institución en València Acull, referencia en la acogida y defensa de derechos de los inmigrantes. En su despacho compartido, los desconchones de humedad apenas se disimulan tras los dibujos de alguno de sus tres hijos. Es un bajo humilde del barrio de Orriols, el más obrero y con mayor número de extranjeros de la ciudad. Se respira convivencia y solidaridad. Pero también se huele racismo. El partido ultra España 2000 se manifestó en 2014 tras un par de repartos de lotes de comida sólo para españoles. Mohssine recuerda la tensión de aquellos días. «Nunca me he sentido rechazado», afirma. En aquella orilla estudió para perito agrícola, pero «la aventura y la juventud» le llevaron a esta otra. Pasó por Málaga y Córdoba, y se instaló en Valencia. Los huertos estaban preñados de naranjas. Fueron dos meses a destajo y alguno más en la campaña de la patata y la cebolla. Después se especializó en pulir y vitrificar pisos. «Un trabajo muy duro» del que le apartó una lumbalgia aguda en 1996. Ese mismo año firmó contrato en Acull, donde colaboraba como voluntario desde su llegada. Empezó coordinando las viviendas de acogida y al poco se especializó en asesor jurídico. Sus bases de datos suman centenares de nombres a los que ha ayudado a regularizar los papeles.
Mohamed el Mouden llegó hace 15 años a Cádiz. Iba muy abrigado y vio que había gente bañándose en la playa. En ese momento, él no sabía si quitarse el abrigo y morirse de frío o seguir con su abrigo y no intentar parecerse a ellos. «Tuve un debate interno», admite. Su teoría es que existe una dictadura interpretativa: tienes que entender lo que dice la sociedad occidental. «Y ese es el error, hay que democratizar las interpretaciones, porque dos más dos son cuatro en China, en Marruecos y en España. Pero en cuestión de valores jamás vamos a tener un consenso». Fátima se casó con 17 años y, aunque asegura que da libertad a su hija para que haga lo que quiera, preferiría que se casara, y pronto, y con un chico musulmán. Antonio, el dueño de otra casa en la que trabaja, le lanza a menudo una advertencia: ‘como me entere de que le estás buscando novio a Hassmae, te despido’. «Lo entiendo, pero esa es mi cultura y respeto que aquí la gente no se case». Su hija pone las cosas claras: «¿Casarme yo? No, no, yo quiero seguir estudiando. Quizá Medicina. En Marruecos veo mi futuro muy lejos. En España veo mi futuro muy cerca». Aún no ha empezado el Bachillerato. Perdió dos años por no controlar el idioma.
La educación, junto con el trabajo, son las dos áreas donde el colectivo sufre más de lleno la discriminación. «Los reglamentos internos están desfasados. No tiene sentido que contradigan los derechos humanos y la Constitución y la Ley de Libertad Religiosa», señala Amparo Sánchez, vicepresidenta de la Comisión Islámica de España, sobre el pañuelo en las aulas. En los últimos años ha detectado incluso bullying: «Hemos visto cómo otros compañeros llaman asesinos y terroristas a niños musulmanes». Cuando se produjeron los secuestros de Boko Haram, el director de tesis de Mohamed rechazó seguir coordinando la investigación: «Es un desconocimiento que, a la vez, genera miedo. Y España es uno de los países que menos sabe de la cultura árabe». Da miedo la barba de un musulmán, pero no la de un hipster. Mohamed, que dirige además una agencia de producción de noticias españolas para televisiones árabes, denuncia la falta de acceso para transmitir conocimiento a través de los medios: «No veo a tertulianos musulmanes. Sin embargo, a mí me llaman de la BBC para que dé mi opinión sobre lo que está pasando en España». La tele –que es lo que más ve la vecina intolerante de Asmaa–, no cuenta lo que pasa realmente, zanja. Tarik coincide en el análisis: «El terrorismo no es pobreza; se mueve por otras razones. ¿Quién financia a los grupos terroristas? Qué responsabilidad tienen los gobiernos que invadieron Iraq? Porque por eso fue el 11-M, ¿no? Y yo no justifico la violencia. Ni el Islam. El Islam dice que el que mata a una persona mata a todas. Aquí ha matado ETA. Qué injusto sería que yo pensara que todos los españoles son terroristas», reflexiona con la niña pequeña en brazos. Se le cae un patuco y se lo vuelve a poner con delicadeza.
Amparo Sánchez hace autocrítica: «El Islam tiene que recuperar su aroma, su espíritu, y desvincularse de los intereses económicos de los países. Hemos permitido que la comisión y federaciones islámicas estuvieran al servicio de intereses geopolíticos de países extranjeros. Tenemos un panorama un poco desolador». En el momento de escribir estas líneas, decenas de civiles fueron asesinados en Yemen en un bombardeo de la coalición liderada por Arabia Saudí, a quien España vende armas sin remordimientos. El salón de actos de la Fundación Tres Culturas, en Sevilla, está casi lleno. «Os gusta mirar a la gente desde arriba», le dice el feriante Hurón al guardia de fronteras Migra, que quiere subir a la noria. Es un pasaje de La ciénaga, una obra de teatro escrita por Antonio Morales que aborda –y borda– el rechazo al extranjero. «Algo habrán hecho los que vienen a quitarnos el pan», responde Migra a Hurón. «Los extranjeros nunca serán ciudadanos», concluye. Luego devuelve al Mediterráneo el cadáver de quien sólo venía buscando un 1ºC o un 4ºD.