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Las cicatrices
"Hoy existe una subrepresentación de la clase trabajadora, sólo presente en los ámbitos comunicativos como mono de feria o como necesidad comercial en anuncios. Nunca como protagonista consciente, autónoma y activa de su propia vida".
Un bloque publicitario en una cadena de información internacional. Un hombre de mediana edad, anglosajón, toma un avión que con rapidez y comodidad le conduce a una ciudad asiática donde le vemos, ya desvelado como exitoso arquitecto, dirigiendo la construcción de un rascacielos. Los siguientes anuncios, telecomunicaciones, banca de inversión, automóviles de alta gama, siguen la misma pauta estética, una que empezó allá por los noventa y que continúa hoy inalterable, la de un mundo interconectado y ágil donde la tecnología y el fluir de capitales han eliminado la pobreza, el conflicto y, si me apuran, hasta la fealdad. Terminada la publicidad explícita vuelven las noticias, donde unos presentadores con el mismo aspecto y vida de los protagonistas de los anuncios nos ofrecen las claves informativas. La paradoja parece evidente, pero ellos parecen no darse cuenta.
Leía hace unos meses a Harry Crews hablar sobre su infancia en el condado de Bacon, Georgia, a principios de los años 40, un lugar donde la pobreza era tan insistente como el sol de mediodía cayendo a plomo sobre los campesinos. El escritor contaba que, de niño, sentía fascinación por un catálogo de productos agrícolas que, de vez en cuando, llegaba a la granja donde vivía. En él veía unas fotografías que trataban de representar su entorno, con unos modelos arando campos fértiles con tractores que nunca tendrían, monos de trabajo sin remiendo ni mancha y sudor ausente. Jugaba a elegir novia entre las mujeres que le sonreían desde aquellas páginas sujetando un capacho lleno de tomates perfectos. Jugaba a desear una vida mejor que la suya. Sin embargo, contaba, que se dio cuenta de que aquello tenía trampa porque todas las personas que aparecían en el catálogo estaban completas. Casi ningún adulto de su condado se libraba de tener alguna cicatriz, algún dedo amputado o alguna cojera de una pierna rota para siempre. Además, no sonreían.
Entre el catálogo de Crews y el anuncio del arquitecto exitoso hay más de medio siglo de diferencia pero la misma trampa, esa que nace de la diferencia entre el mundo propuesto y el mundo existente. Resulta raro contemplar un campo baldío y ver, que en otra parte -no se sabe bien dónde- los vegetales crecen casi sin esfuerzo, como resulta extraño ver una noticia donde se nos habla del desempleo para, a continuación, pasar a un anuncio donde la felicidad dura lo que aguante la batería del nuevo modelo de móvil. La diferencia entre ambas situaciones es que mientras que una causaba estupefacción en un niño hijo de unos campesinos pobres, la otra se percibe con total normalidad por cualquier persona, con esa desatención que prestamos a lo que creemos un estado natural de las cosas.
Al joven Crews le extrañaba aquel catálogo porque entre él y su cotidianidad no mediaba nada, acaso los sermones del reverendo en la iglesia, lugar donde raramente iba. Veía a su padre conducir a una mula que arrastraba un arado oxidado, al encargado del propietario de la tierra venir a cobrar cada mes, a su madre regatear con un hombre que vendía telas para que él y sus hermanos tuvieran un pantalón nuevo al inicio de cada temporada. Por mucho brillo que aquellas fotos tuvieran no le podían ocultar su oscuridad. Por contra, el espectador actual ha visto muchas veces los informativos, donde las malas noticias son siempre culpa de otros, nunca del sistema, pero ha visto aún más veces todos esos anuncios, todas esas fotos relucientes, que le dicen que existe un mundo maravilloso ahí fuera y que, si él no lo tiene, algo habrá hecho mal.
Pero el asunto va un poco más allá, ya que el espectador no será víctima tan sólo de la ausencia de su cotidianidad, sino de sí mismo. En aquel catálogo con el que se invitaba a soñar a los campesinos, al menos, existía una representación de ellos mismos, ficticia e idealizada, pero reflejo de una realidad. Hoy existe una subrepresentación de la clase trabajadora, sólo presente en los ámbitos comunicativos bien como mono de feria en algún reality bien como necesidad comercial en anuncios de productos del hogar y créditos rápidos. Nunca como protagonista consciente, autónoma y activa de su propia vida.
Decía Maclaren-Ross que mientras que escribía, esquivaba a su casera y contaba los cigarrillos que le quedaban, que no aguantaba la literatura donde nunca se explicaba de qué vivían sus protagonistas. Hoy apenas se leen libros, pero se consumen teleseries. En ellas sólo hay dos posibilidades para la subrepresentación de los nadie, o bien como vulgares y ridículos personajillos que dan voces y causan sonrojo o bien como la mano que entrega las pizzas a los jóvenes protagonistas de clase media blanca en su apartamento de Nueva York.
Que existe algo llamado clase media a un nivel sociológico y económico es una cuestión, que existe un concepto cultural totalizador llamado clase media, otro. Algo así como un magma que lo envuelve todo, que marca lo aceptable, lo asumible, lo sensato. Algo que nos indica cuáles deben ser nuestras aspiraciones, nuestros valores y nuestros deseos. Una injerencia vital que anula la identidad, pretendiendo hacer olvidar a millones de personas quiénes son, pero también olvidar quiénes son los otros.
Y esto, tras mucho tiempo, llega a resultar cansado y hasta enfada, cuando la diferencia entre la pantalla y la calle empieza a resultar escandalosa. Hay millones de personas que nunca se han visto en una película, que nunca se han leído en ningún libro, que nunca han sido protagonistas de un reportaje en televisión y, si lo han hecho, han sentido que no eran ellos, que se merecían un retrato mucho mejor. Hay millones de personas que han empezado a no entender por qué en el catálogo nunca aparece nadie con cicatrices.
Por eso, si un día llega alguien, aún perverso y consustancial a este estado de cosas, y les habla a ellos, no se extrañen de que le escuchen.