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Más allá del 8-N
Los desafíos a los que se enfrenta EEUU tras las elecciones del 8 de noviembre que enfrentan a Donald Trump con Hillary Clinton.
OBERLIN (OHIO) // A los estadounidenses no les molan sus políticos. De hecho, les gustan cada vez menos. Desde 2010, el porcentaje de la población que aprueba de la labor del Congreso apenas ha pasado por encima del 20%. Tanto descontento constituye una grave carga para la sostenibilidad del sistema democrático. El presidente Obama, por cierto, goza de cifras poco comunes por buenas: una aprobación de más del 50%. Pero esto significa también que su inminente desaparición de la escena política sólo servirá para reducir el poco caudal de legitimidad que resta. Da la impresión de que los ciudadanos de Estados Unidos conviven con sus políticos como lo hace un matrimonio que se casó por conveniencia hace mucho tiempo. Amor nunca lo hubo; pasión, muy de vez en cuando. Ahora, presos de la inercia, les falta energía para imaginarse otro arreglo.
Bajo la amenaza del desastre que sería una presidencia de Trump, muchos han llegado a ver una victoria de Hillary Clinton como el anhelado final de la película —el momento en que la heroína logra desactivar la bomba en el último segundo posible—. Salvado el mundo, basta una escena de epílogo para cerrar el relato. A estas alturas, en otras palabras, es difícil salir del pánico para imaginarse con calma qué significarían otros cuatro —o, más probablemente, ocho— años de clintonismo.
La realidad es que el candidato Trump no es la única bomba de tiempo que queda por desactivar. Es más, puede que la entrada de Clinton a la Casa Blanca active unas cuantas más.
Entre las más evidentes están las múltiples crisis en curso: el desafío climático; la burbuja de la deuda estudiantil; las ramificaciones políticas y humanitarias de los conflictos en Siria, Libia e Iraq; el repunte del descontrol en la industria financiera. Respecto de la política exterior, el talante de Clinton da que pensar, como escribía Simon Doubleday en CTXT hace poco: desde ya, cabe esperar una escalada militar en Siria y una intensificación del conflicto con Rusia.
¿Son razones suficientes como para negarle el voto a Clinton? Más que suficientes, dice Susan Sarandon. Una semana antes de las elecciones, la actriz activista mandó una carta abierta en apoyo a Jill Stein, la candidata del Partido verde. Resaltando las posiciones poco progresistas de la candidata demócrata en materia de drogas, tratados comerciales, los grandes bancos o Israel, afirma que votará por Stein. “Es claro”, escribe, “que, a tiempo de hoy, un tercer partido es necesario y viable. Y éste es el primer paso hacia lograrlo”. Según las encuestas, sin embargo, Stein no podrá contar con más del 2% del voto nacional, menos de lo que sacó Ralph Nader en el año 2000. Harán falta reformas más estructurales y desafíos más convincentes para minar el los hábitos e intereses establecidos del bipartidismo.
Si esas mismas encuestas aciertan, será Clinton quien salga elegida el 8-N y asuma la presidencia en enero. Fácil no lo tendrá; una derrota de Trump no hará desaparecer el movimiento que surgió en torno a él. En lo doméstico, le tocará hacer frente a la división —más visible que nunca— entre élites políticas, económicas y culturales, por un lado y, por otro, los grandes números de personas que se sienten ignorados, despreciados o engañados por ellas. Según el ensayista belga David Van Reybrouck, este abismo social entre élites y masas es la causa más inmediata del auge de los populismos protofascistas de Le Pen, Trump y Wilders, y sólo se contrarresta mediante otro populismo que tome en serio, e incluya en la política, a las capas de población menos educadas. Cabe dudar seriamente si una hipotética presidente Clinton sería capaz de desactivar esa frustración masiva encarnada en ciudadanos que no sólo han perdido, desde hace tiempo, toda fe en los medios, la política y lo intelectual, sino que, gracias a Trump, también han abandonado toda inhibición a la hora de expresar sus opiniones, prejuicios y teorías de la conspiración o —peor— de traducirlas en actos violentos.
Los problemas son estructurales y de difícil solución. La erosión de la legitimidad del sistema político está vinculada a la polarización en Washington, que a su vez ha reducido la efectividad del proceso legislativo a niveles históricos. La manía por redibujar los distritos electorales para asegurar victorias de un partido u otro —la práctica conocida como gerrymandering— ha favorecido a los republicanos más conservadores. Creen, y no les falta razón, que el bloqueo en Washington da más rédito político que la colaboración y el compromiso. Dada la imagen extremadamente negativa que ya tiene de Hillary una gran parte de la población —producto, a su vez, de décadas de manipulación mediática además del sexismo y la misoginia— los diputados y senadores republicanos no tendrán por qué resistir la tentación de demonizarla desde el primer día.
Y sin embargo hay motivos para el optimismo. Es más, muchos son tan estructurales y duraderos como los problemas que acabo de señalar. Con todos sus achaques, hay pocos cuerpos políticos en el mundo hoy tan resistentes como el de Estados Unidos. Incluso si se trata de sobrevivir cuatro u ocho años de trumpismo.
Para empezar, hay pocos países con tanta libertad de expresión y tanto debate público de calidad. Esparcidos por todo Estados Unidos hay miles y miles de universidades que donde —a pesar de todo— florece la curiosidad, la investigación, la crítica y el libre intercambio de ideas. El sistema de educación pública adolece de grandes problemas, pero trabajan en él cientos de miles de maestras y maestros con vocación y entrega auténticas. La prensa y los medios han sufrido ataques y recortes, es verdad; pero el país sigue contando con un gran ejército de periodistas independientes, rigurosos y valientes, en medios de gran abolengo como The Nation y la radio pública nacional (de fuerte arraigo local en todo el país); en equipos de cariz activista como Democracy Now!; en fundaciones independientes como el Center for Public Integrity; o en proyectos nuevos como Jacobin.
Si sobreviven estos medios no es sólo gracias a la entrega de sus colaboradores sino a la generosidad de su público, que paga lo que les debe y más. La tradición filantrópica en este país no se limita ni mucho menos a los millonarios. Cuenta con la participación de la gran mayoría de los ciudadanos. Según Giving USA, en 2015 el país donó unos 373 mil millones de dólares para fines benéficos. Es una práctica cultural fuertemente arraigada, de difícil comprensión para mentes europeas. No sólo refleja generosidad, sino optimismo. A fin de cuentas, cada donación es un acto de fe.
Esa fe inquebrantable quizá sea lo que más esperanza inspira. A diferencia de otros países —España, sin ir más lejos— la ciudadanía de Estados Unidos parece inmune al cinismo. Ojalá pudiera decirse lo mismo de sus políticos.