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La excesiva carga de deberes cuestiona la metodología basada en libros de texto

La Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres del Alumnado (Ceapa) ha instado a las familias a negarse a hacer las tareas escolares durante los fines de semana de noviembre.

Este reportaje está incluido en #LaMarea39

Pablo y Úrsula son padres de dos mellizos de seis años. Ambos estudian en la escuela infantil Zaleo, en el barrio de Vallecas, en Madrid, donde sólo admiten críos de hasta esa edad. “Creemos que mandar deberes es desmotivador y que a través del juego se aprende más. El aprendizaje surge de una manera más espontánea con las actividades”, opina la madre. El curso que viene tendrán que cambiar de centro. Y, en su búsqueda, conocieron el colegio Manuel Núñez, situado en Ensanche de Vallecas. Allí trabaja Isabel, una maestra con más de 20 años de experiencia aplicando metodologías alternativas. Cuando le ofrecieron el puesto de profesora, la única condición que puso fue: “Nada de libros”.

El pasado 12 de marzo, la diputada por Ciudadanos en la Asamblea de Madrid María Teresa de la Iglesia llevó una Proposición No de Ley (PNL) para racionalizar los deberes que fue aprobada con los votos de PSOE y Podemos, y la abstención del PP. El motivo de esta iniciativa: “Creemos que los deberes deben centrarse en potenciar la innovación y la creatividad, no en la mera repetición de tareas. No hay una correlación entre más deberes y más rendimientos; de hecho, hay estudios que demuestran que a partir de las cuatro horas semanales no se adquieren más conocimientos en la etapa de primaria», afirmó la diputada.

La cantidad de tareas escolares a las que se deben enfrentar los niños y niñas cada semana varía según el docente al que se le pregunte. No hay consenso entre los profesores y la libertad de cátedra les permite decidir la metodología. La opinión de los padres también está dividida. Los defensores consideran que son necesarios para adquirir disciplina mientras que los detractores creen que éstos aburren a sus hijos y, por lo tanto, aprenden menos. Entre unos y otros hay quienes piensan que en el término medio está la virtud, ni muchos ni pocos.

Celia tiene 34 años, es maestra y psicopedagoga. Da clases en el colegio Pinar del Rey, en el distrito de Hortaleza (Madrid). Para ella, el problema no es tanto la cantidad de deberes sino la dificultad de los niños para gestionar su tiempo. “Cuando les mandas cinco ejercicios y les dices que tienen 25 minutos para hacerlos me encuentro con que en ese rato algunos no han puesto el libro encima de la mesa y otros ni han pensado el título”. Para la docente, la solución no está en liberar a los niños de los ejercicios, ya que cree que aprenden con ellos, entre otras cosas, el sentido de la responsabilidad. “La perseverancia no se adquiere de la nada, necesita construirse. En la vida, para conseguir algunos objetivos, hace falta esforzarse, aburrirse y empeñarse. Es como si quieres que una persona que nunca ha hecho una tarea doméstica empiece porque sí a colaborar. A veces hay que enseñar a los niños que hay que aguantar la frustración. No se trata de competir, sino de responsabilizarse de las cosas, en el colegio se estimula más la colaboración que la competición”, explica.

En 2014 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) publicó un estudio que concluía que los alumnos españoles son los cuartos, de 38 países analizados, que más horas invierten a la semana en deberes: una media de 6,5 horas frente a las 4,9 de la media. En marzo de 2016, la Organización Mundial de la Salud (OMS) aseguró en un informe que en nuestro país algunos menores se sienten estresados por la cantidad de tareas que traen del colegio. Cerca del 30% del alumnado de 11 años ha sentido en algún momento la presión de los estudios, sostiene. El informe traía consigo una advertencia: el estrés al que están sometidos los niños se puede traducir en problemas de salud más propios de adultos, como episodios de ansiedad que se manifiestan en dolores de espalda, de cabeza o mareos. Pasar más tiempo delante de los libros tampoco se traduce en mejores resultados académicos, como indican algunos estudios, que sitúan a España por debajo de la media en Europa.

Si el sistema actual no funciona, ¿cómo se puede corregir? Cambiar la ley en educación cada pocos años tampoco está dando resultado. Cada vez son más los políticos de diferentes formaciones los que abogan por que se produzca un consenso definitivo para crear un sistema que perdure en el tiempo. Mientras esto ocurre, cada docente tiene la libertad de educar a los menores como bien le parezca. “Hay muchos maestros críticos a los que les da miedo no usar el libro porque no saben si van a poder aplicar el contenido», argumenta la profesora del Núñez, como conocen al centro en el barrio. «Los padres vienen a nuestro colegio porque les convence el proyecto educativo. Pero también sé de una familia que dice que como no ponemos deberes creen que sus hijos no están aprendiendo. Es sencillo, si piensas que tu niño tiene que memorizar, llévatelo a uno donde tenga que memorizar. Si no, tráelo al Núñez”, concluye Isabel.

Un día en el colegio Manuel Núñez

El centro Manuel Núñez ofrece desde hace seis años una educación orientada a la enseñanza mediante juegos y sin libros de texto. De los 120 alumnos, un 70% son de etnia gitana. Esto no significa que el plan pedagógico vaya dirigido a ellos. “La metodología no se hace porque la mayoría de los niños sean gitanos sino porque funciona mejor con cualquier niño. La prueba es que hace dos años el centro solamente contaba con cinco solicitudes de padres para matricular a sus hijos y este año ha subido a 30”, asegura uno de los profesores.

A las nueve de la mañana se abren las puertas y las familias entran en las clases con sus hijos. Durante la primera hora, los niños y niñas de primaria hacen asamblea: recuento de los compañeros; hablan sobre si ese día hace frío o calor… y finalmente abordan el programa de la jornada. Los demás cursos leen durante media hora. Cada aula tiene 16 alumnos y cuatro rincones temáticos. Los pupilos se dividen en cuatro grupos, donde cada uno adquiere un rol. Adjudicadas las tareas, cada equipo se dirige al rincón que quiere o le toca, existe una amplia variedad que depende de la clase en la que se encuentre. Por ejemplo, en el rincón del laboratorio se hacen experimentos, se conocen las plantas y se conciencia sobre el cuidado de la naturaleza, entre otras actividades; en el rincón denominado leo, obviamente, se leen libros y se contrasta y analiza la información; también hay un rincón dedicado a investigar con una pareja frente al ordenador. Aprenden a usar herramientas de utilidad como procesadores de textos.

En realidad, todo el centro es un aula enorme. Cualquier lugar sirve para aprender. En el patio, por ejemplo, entre la maleza, se esconde todo un ecosistema que espera ser descubierto por estos pequeños curiosos. Escarabajos, hormigas, saltamontes, mariquitas… el mundo diminuto al alcance de los niños. Los críos salen al patio con sus botes transparentes y atrapan los insectos para observarlos, estudiar su anatomía y dibujarlos. Después los devuelven a la tierra. Justo al lado está el huerto, a punto de dar las primeras cebollas. Allí, un profesor se encarga de enseñarles cómo funciona el sistema de riego y qué plantar cada temporada. El límite del conocimiento está en la curiosidad de cada alumno pero, además, los docentes se encargan de incentivarlos con juegos. La idea es aprender mientras te diviertes.

¿Pero qué ocurre cuando un niño que ha estudiado en un colegio con una pedagogía por proyectos hace la secundaria en un centro en el que le obligan a estudiar? Marta es directora del Núñez. Su hijo se formó allí hasta primaria y dio el salto al instituto. Nicolás, nombre ficticio, tiene actualmente 15 años y reconoce que los primeros días el cambio de metodología le desorientó. Pero realmente eso no fue un problema: al poco tiempo, asegura, se acostumbró a hincar los codos como cualquier otro estudiante. Hoy es un alumno de matrícula, aunque, eso sí, sostiene que se aburre más.

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