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El alien herido

Dónde empezó a fallar todo, cuándo fue la primera vez que la decepción acudió a su cabeza, qué fue aquello que dijiste que le hizo plantearse que ya nada tenía sentido...

Ando hacia el trabajo en un Madrid demasiado templado para el otoño. La incertidumbre hace que las calles que me rodean se plieguen sobre sí mismas y yo entre en una suerte de catarsis, en un estado de monólogo interior. El dolor es una droga que me ciega, las imágenes quedan reducidas a unas manchas impresionistas que desfilan por mi camino mostrando detalles inconclusos, sombras chinescas, reflejos breves. De una extraña manera eso agudiza los otros sentidos. Percibo en el aire el aroma del champú de una turista que salió del hotel hace horas; oigo el chasquido del tallo que se rompe, de la hoja que silba por el aire cayendo al asfalto; se me cuelan conversaciones que salen de bares y ventanas. Una sinestesia basada en la privación del presente, cuando el hoy duda en mostrarse siquiera habitable.

Paso por uno de los restaurantes a los que alguna vez fuimos, esos que siempre estaban llenos o cerrados, en los que nunca conseguimos comer. Pienso en las cosas que nunca haremos, en los sitios en los que ya no estaremos. El momento de la derrota definitiva es aquel en el que al tahúr se le acaban las cartas marcadas, en que la prestidigitación no impresiona, en el que ya sólo tenemos promesas basadas en el recuerdo y no en el futuro.

Aún no he comido, paro en una terraza que hace esquina entre Santa Isabel y Santa Inés, estar entre tanta santa no puede hacerme más que bien. Los santos y su capacidad de entrar en éxtasis, mediante la privación o el martirio, mediante la devoción repetitiva o el enajenamiento extremo. Al final los ateos dolientes y las santas tenemos más cosas en común de las que pensamos.

Me rodean unos edificios que creo del S. XVII: piedra y arcos, sobriedad castellana. Me remiten a una época en la que esta ciudad era el centro de un imperio, un pueblecito venido a más desde el que se dirigían los destinos de medio mundo. En estas se acerca la camarera -una chica morena con cara amable- y le pido algo con lo que seguir el día sin caer en el desmayo.

Escribo desde el móvil. Siento que me abofetean. Que ella se marcha cuando aún no he vuelto. Que he recibido un ataque definitivo y los pocos efectivos que me quedaban corren en desbandada disparándose entre ellos rodeados del humo y el caos. Y quizá lo merezco.

La chica morena y amable me trae un tinto de verano con gaseosa y un sándwich de jamón, queso y huevo frito con su yema amarilla asomando entre el pan tostado y grasiento. Es lo único bueno -junto con el café con hielo que vendrá luego- que me pasará en este día demente.

A la mesa de al lado llegan unos oficinistas, un hombre y dos mujeres. Ellas llevan unas gafas de folclórica extragrandes, él una corbata de estampado desafortunado. Constituyen un trío tenebroso. Empiezan una conversación intrascendente, un juego establecido en que se miden. Miden lo alto que creen estar, lo ocurrente de sus frases, lo simpático de sus caras, miden lo que se supone que tienen que ofrecer. Un flirteo tácito con olor a tóner.

La propuesta vital se reduce a la amabilidad diligente de un marido que baja al perro o la basura por las noches con la esperanza de que algo quiebre su vida, para volver, a los diez minutos, con las manos vacías y un rostro cada vez más arrugado que se le muestra bajo la luz del fluorescente en el espejo del ascensor. Es esa sexualidad limitada de clase media con aspiraciones que transita entre la cuñada, la vecina o la compañera de trabajo. Ese orgasmo en el que la mirada se cruza con los ojos candorosos del hijo vestido de primera comunión que la querida tiene fotografiado sobre la cómoda.

Son del ramo de los seguros, una religión que promete la salvación en cómodos plazos mensuales. Los seguros, el yoga, los alimentos bajos en calorías, el running, los airbags, los preparados de fibras, los libros de autoayuda, el suplemento de cuerpo y mente, el mindfulness y demás toneladas de gilipolleces que les hacen creer que algo está bajo control, que se pueden trazar planes, que se han librado de la contingencia y lo inesperado. Casi les prefería arrodillados rezando el rosario, mirando temerosos a los ojos del nazareno y sus gotas de sangre derramada, rogando con el temor secular del campesino.

Cuentan anécdotas de sus hijos y eso me duele. No son mucho mayores que yo. Ellas, incluso, a pesar de su aspecto acartonado, es posible que no tengan ni mi edad -esa mitad de una treintena llena de andamios-. Quizá a mí también me hubiera gustado seguir su vida, tener hijos y un adosado en las afueras. Hacer sonreír a mis vecinos. Pero no ha podido ser. Por eso les veo y contemplo su conversación como un cacareo de una vida fallecida que boquea inútilmente.

A lo mejor los oficinistas de la mesa de al lado, su calzado horrible, sus hijos, su teletexto, sus planes vacacionales, su blanqueamiento dental, su pelo cortado por unas manos deprimidas, son toda la realidad que hay, todo lo disponible en el mundo, toda la vida alcanzable por cualquiera de nosotros. O a lo mejor no. A lo mejor esa realidad, esa vida, esa propuesta no es más que un patito de feria que flota con su sonrisa estúpida esperando un disparo que nunca llega. Que nunca llega hasta que da con alguien como yo.

Soy un alien herido que salpica ácido a todo lo que tiene cerca.

Y no es nada fácil vivir así.

No cuando careces de arrogancia porque sabes del magnífico desastre en el que has convertido tu vida.

Dónde empezó a fallar todo, cuándo fue la primera vez que la decepción acudió a su cabeza, qué fue aquello que dijiste que le hizo plantearse que ya nada tenía sentido.

Al final te das cuenta de que no hay un gran acontecimiento que acabe con todo, como el alud que se lleva la pequeña cabaña que creíste de sólidos troncos. Sólo una acumulación de pequeños incidentes que se podían haber evitado con haber respirado una o dos veces antes de soltar lo primero que te vino a la cabeza.

Ya no hay sándwich, ni tinto y sí un café con hielo. Son las cuatro y el interrogante permanece flotando en mi cabeza con el sopor de una siesta imposible.

Unos vencejos aventureros y fuera de hora anticipan una puesta de sol para la que aún faltan horas. Tan pocas como para que vuelva a una casa vacía pero aún llena de nuestras cosas, casi con la marca de su cuerpo en los cojines del sofá o el olor de su pelo en la almohada. Con la planta que nunca supimos cuidar, con los cristales del vaso roto aquella última noche.

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