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La zanja

"Rajoy, en definitiva, no será presidente por los votos de los españoles, sino por la decisión de activar un plan que un grupo de patricios tomó entre el humo de los puros y el agitado de una copa de brandy. Está hecho", reflexiona el autor.

Mariano Rajoy, en una foto de archivo - PP

No nos hará falta recurrir a la sibila para que profetice el resultado de la sesión de investidura que antes del fin de esta semana hará a Rajoy presidente del Gobierno. Es extraño, tras meses inmersos en esta correlación de debilidades, que después de tanta incertidumbre, al final, seamos capaces de anticipar el resultado. Lo que se presenta como sencillez o naturalidad, el normal devenir de la cosas, es la solución apresurada a un momento inusual. La forma en la que se ha llegado hasta aquí, lejos de ser un trayecto cómodo, ha resultado un camino accidentado, sibilino, en el sentido de cómo las adivinas no eran más que instrumentos interesados para torcer la voluntad de quien iba a consultarlas.

Hace algo más de cinco años, el 27 de septiembre del 2011, se disolvieron las cámaras de la IX legislatura, publicándose también en el BOE de ese mismo día la reforma del artículo 135 de la Constitución Española, aquel que daba prioridad al pago de la deuda pública por encima de cualquier otro gasto del Estado. En ese momento se legalizó nuestra sumisión frente a los mercados, se acabó de entregar nuestra soberanía a la Troika. Pero también se visualizó para millones de ciudadanos algo inusual, el común acuerdo de los que se decían antagonistas o cómo el PSOE y el PP pactaron reformar, en una tarde, aquello que durante décadas se nos había presentado como sacro e inamovible.

Unos meses más tarde Rajoy tomó el relevo del hacha de los recortes que Zapatero había dejado en Moncloa. Tras las elecciones del 20 de noviembre -ninguna fecha parece ya casual- el régimen del 78 era capitaneado esta vez por un Partido Popular con una mayoría absoluta incontestable, que sin embargo fue contestada una y otra vez por todos aquellos a los que la crisis capitalista cambió su bienestar narcótico por batalla diaria. Lo que arrancó como una situación de aparente fortaleza fue dando paso a una notable debilidad, no ya de un gobierno, sino de un edificio institucional que perdió su apariencia de neutralidad: corrupción como muestra de mezquindad individual pero también de clientelismo empresarial, postración con la banca alemana y dureza contra sus ciudadanos y represión violenta como única conversación democrática. Hasta un rey, aquel que se vendió como salvador del 23-F, quedó por el camino.

Y de ahí hasta ahora, mediando la breve XI legislatura, donde el escenario parlamentario resultante, calificado de intolerable, no ha sido sino el reflejo del fin de la candidez de varias generaciones respecto al tipo de país en que viven. Y es aquí donde se halla la situación aterradora para la poderosa minoría que quiere que nada cambie. Para millones de personas se ha abierto una zanja que, por cuestiones meramente demográficas y de tendencia económica mundial, no parará de crecer hasta hacerse abismo. Una zanja entre unas aspiraciones vitales ya de otra época y las míseras oportunidades ofrecidas hoy, una zanja entre la necesidad de una representatividad digna y una alternancia que no para de perder sufragios, una zanja entre el hartazgo por la falta de virtud pública y un sistema clientelar que difícilmente podrá ser desmontado. Pero también una separación cultural de unos iconos y mitos que, una vez vistos los resultados de aquella transición, no despiertan hoy más que indiferencia cuando no rechazo.

Rajoy será investido, sí, pero tras una situación completamente anómala donde la premura se ha llevado por medio algo más que las formas. El canto de las sibilas no será en hexámetros griegos sino en columnas periodísticas, donde se insistirá en que el presidente tiene detrás la legitimidad de los votos de los españoles, cuando no es cierto. Si bien el Partido Popular ganó ambas citas electorales nuestro sistema no es presidencialista, sino parlamentario, es decir, es el parlamento el que debe elegir un presidente. En todos estos meses el PP ha sido incapaz de conseguir el consenso de la mayoría necesaria de la cámara. Sólo lo va a lograr tras lo que, presentado como una crisis en el PSOE, no ha sido más que un descabezamiento de la anterior dirección socialista reacia a esta componenda forzado por el poder económico y coreografiado mediáticamente. Rajoy será investido presidente y las formas últimas con las que lo consiga serán intachablemente democráticas, pero no así el camino seguido hasta ese instante, donde su legitimidad, primero mancillada por la corrupción, es ahora arrastrada por la política de maniobras, susurros y opacidad. Rajoy, en definitiva, no será presidente por los votos de los españoles, sino por la decisión de activar un plan que un grupo de patricios tomó entre el humo de los puros y el agitado de una copa de brandy. Está hecho.

Los patricios, con su plan, han dado una salida, decíamos, apresurada a una situación inusual que podría calificarse de desesperada en un futuro inmediato. La zanja no hace más que crecer. La gran coalición de facto entre PP, PSOE y C’s -en España, por razones históricas, debería llamarse Los cien mil hijos de San Luis– será un ariete parlamentario tamizado por desencuentros escenográficos en cuestiones secundarias, que deja como única oposición real a Unidos Podemos. Aunque la izquierda española siempre guarda una nueva pirueta autodestructiva con la que sorprendernos, la coalición podrá situarse en la XII legislatura como una alternativa verídica no ya a un gobierno, sino a un régimen.

La zanja tendrá también la capacidad de situar las posiciones. Ámbitos como el mediático, imprescindible parapeto para las clases dirigentes, pierden legitimidad a cada día que pasa. La coincidencia de portadas, la similitud de líneas editoriales, la zafiedad argumental de las tertulias, funciona como apisonadora de lo real, pero su mantenimiento en el tiempo acaba por hacer de la máquina un artefacto demasiado obvio. Las sibilas induciendo profecías, al menos, se jugaban algo más que su integridad profesional.

La viabilidad de la restauración, es decir, la continuidad del 78 bajo otras formas, será posible tan sólo si la zanja consigue ser rellenada. La razón de Estado, la responsabilidad con los españoles y la sensatez con los mercados será el primer cemento retórico que, como siempre, confundirá el interés de unos pocos con el de la mayoría. El enemigo interior de las nacionalidades periféricas tomará, en breve, un nuevo protagonismo. La ultraderecha, con el pan de día y la pistola de noche, tendrá vía libre para juguetear con la xenofobia. Cualquier expresión política que contradiga lo establecido no será ya tachada de radical, sino que se deslizará la inconveniencia legal de la misma. Una vez perdidas las formas, o buscas rápido una nueva zanahoria o ya sólo te queda utilizar el palo.

Decíamos que varias generaciones, las primeras que van a vivir peor que sus padres tras las posguerra, han perdido la candidez. Lo cual no significa que automáticamente hayan ganado en crítica. La posibilidad de restauración, tras este atolladero de despertar brusco, dependerá de lo que hemos señalado, pero en último término de si aquello que se llamó indignación se convierte en descreimiento o en conciencia, en ese conocimiento que separa el somos de lo que quieren que seamos, lo común del sálvese quien pueda, la dignidad de la desvergüenza.

Cojan la pala. Caven bien profundo.

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Comentarios
  1. Excelente artículo en fondo y forma. Alabó tu capacidad de análisis y predicciones. La profecía se ha cumplido.

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