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Macondo
"El drama que he presenciado lo he visto idéntico en la enorme mayoría de ciudades y pueblos de los muchísimos países del mal llamado tercer mundo", sostiene el catedrático de Derecho Procesal Jordi Nieva Fenoll.
Jordi Nieva Fenoll* // Hoy me llevaron por otro sitio. Para llegar al aeropuerto de Macondo hay que tomar una avenida principal, pero que a esa hora estaba saturada de tráfico. Por ello el chófer decidió abandonar la vía directa y cruzar una larga serie de calles transversales que atraviesan algunos de los barrios más pobres de la ciudad.
Vi a muchísima gente corriente transitando por calles en las que, junto a algunos edificios pintados precariamente de colores, había otros que no habían tenido ni para el yeso de las paredes, y estaban a ladrillo vista. En otros se veía sólo el agujero de las ventanas, sin cristales, con improvisadas cortinas hechas de un tejido que permitía imaginar un origen bastante diverso de esa tela. De repente aparecía una peluquería inverosímil, abierta de par en par, y a pocos metros un lugar de adivinación, masajes y sanación del alma. Luego un taller mecánico en el que su dueño, a juzgar por sus instalaciones, debía de ser un consumado artesano simplemente con sus manos y cuatro herramientas. Hombres muy viejos, que debieran estar en casa jugando con sus nietos, limpiando la calle o acarreando alguna carretilla muy pesada. Muchos niños solos, sin padres ni abuelos, tras cuyos enormes ojos profundos se percibía una ingenuidad demasiado responsable para su corta edad.
No quiero disfrazar la miseria que he visto bajo la palabra «humildad», porque lo que han percibido mis ojos no es gente pobre viviendo bucólicamente en un lugar modesto. El drama que he presenciado lo he visto idéntico en la enorme mayoría de ciudades y pueblos de los muchísimos países del mal llamado «tercer mundo». La gente que allí vive y la que transita a veces cerca de esos lugares con sus lujosos coches no son personas distintas. Son los mismos seres humanos, separados por una distancia económica enorme que facilita demasiado las cosas a los ricos y las dificulta hasta hacerlas casi imposibles a los pobres.
Los pobres, por cierto, no son sólo los mendigos. Son el camarero, el maestro, el administrativo, el taxista y la mayoría de personas con las que uno interactúa ignorando donde viven. Ignoran ellos por completo, y esto es lo peor, que trabajan con extensos e inconcretos horarios inhumanos y sueldos miserables, en condiciones de semiesclavitud. Se percibe en ellos, además, un humillante terror al patrón y un indignante respeto reverencial por el rico. Así como un inflamado e incomprensible orgullo patrio de un país que sólo existe en su imaginación colectiva, pero que no sólo no les sirve para nada, sino que les narcotiza.
Con frecuencia, los habitantes de estos países, ricos y pobres, miran hacia nosotros los europeos. Los ricos se quejan de la inseguridad de las calles, y los pobres de su miseria. Yo les cuento que si se elimina la pobreza, se erradica casi por completo la inseguridad, y que la misma no se resuelve con la represión policial, por dura que sea, o construyendo más cárceles. Les digo también que en nuestra sociedad hay asimismo desigualdades, más profundas en algunos lugares que les parecen inverosímiles, como el Reino Unido o Francia. Pero que existen otros sitios en los que gracias a una dignificación del mercado laboral, exigiendo contratos justos y bien remunerados para todos, se ha conseguido la creación de una muy numerosa clase media que vive dignamente y que paga impuestos, muchos impuestos, de manera que se pueden financiar infraestructuras que son imposibles de acometer a título individual: sanidad de calidad y gratuita, educación de excelencia a coste cero a todos los niveles, justicia eficaz sin tasas judiciales, infraestructuras eficientes de transporte a costes razonables, es decir, autopistas, carreteras, líneas enormes de tren, etc. Les hablo, en definitiva, de todo ese bienestar que observan con pasión en nuestras sociedades y ansían para ellos.
Les cuento que todo eso sólo es posible con la triple ecuación mercado laboral digno/sistema tributario eficiente/corrupción cero. Les explico también que la lucha contra la corrupción no sólo depende de los tribunales ni pertenece exclusivamente a los políticos. La corrupción empieza el día que el niño ve a su madre colándose en la fila de matriculación de su hijo en la escuela. Y es entonces cuando pienso en lo mucho que tenemos que aprender los europeos todavía. Pero más aún en lo mucho, también, que hemos –o habíamos– conseguido y que nunca debiéramos olvidar.
Jordi Nieva Fenoll es catedrático de Derecho Procesal en la Universidad de Barcelona.