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Sri Lanka, el país en el que Hasith y Thilak sólo sabían odiarse

Siete años después del final de su sangrienta guerra civil, trata de construir la paz a través de la educación. No obstante, las diferencias culturales y la represión amenazan la reconciliación.

Jaffna, Sri Lanka. Foto: Pablo L. Orosa

JAFFNA (SRI LANKA) // A la guerra en Sri Lanka se la conoce con palabras distintas. Tantas como formas hay de odiar. La paz, sin embargo, se construye en silencio. Hablando con las miradas. Thilak Lakshaya y Hasith Sanjay aprendieron a odiarse antes que a caminar. Hoy, aprenden a entenderse en lenguajes desconocidos. Sanjay no comprende una palabra en tamil y Thilak apenas sabe hablar cingalés. Mas llevan seis años creciendo juntos. Levantando entre ellos la paz de las miradas.

“La primera vez que me reuní con Hasith tenía mucho miedo”. No era el único. En el otro lado de la sala, Thilak era visto como uno de esos terroristas tamiles. Como uno de esos niños soldado reclutados por los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (LTTE) para enfrentarse en los últimos tiempos de la guerra al Ejército cingalés. Era 2010 y apenas habían pasado unos meses desde el fin de los veintiséis años de conflicto armado como para que Hasith y Thilak, como para que budistas e hindúes, olvidasen que debían odiarse.

Durante años, la retórica del rencor se apoderó de esta pequeña isla, la lágrima de la India, en la que los amaneceres huelen a sal y las noches hablan de ayer. Por aquel entonces, los niños de una y otra etnia soñaban con ser soldados y sus madres sólo rezaban para que volvieran a casa. Alguien tenía que seguir luchando. Alguien tenía que seguir odiando al enemigo. “Los chicos de mi generación fuimos criados en el miedo, en los pensamientos negativos hacia los cingaleses. Nos sentíamos oprimidos por ellos, era lo que escuchábamos en casa”, explica Thilak mientras apura un batido de chocolate en una pequeña panadería de una de las aldeas que rodean Jaffna. Afuera, las nubes son ya tan oscuras que parece que nunca más volverá a salir el sol. Thilak sonríe. “Vamos”, dice subiéndose en su bicicleta.

Había entre Thilak y Hasith una manera muy íntima de odiarse el día que se conocieron. El padre de Hasith era militar de la armada cingalesa y había perdido varios dedos de la mano en la ofensiva final contra los tamil, en la primavera de 2009. A Thilak la guerra le robó un tío y varios años de vida vagando como refugiado. Era como si los más de 25 años de conflicto se resumiesen en aquellas pupilas rencorosas. Al llegar a la conferencia para futuros líderes, un encuentro organizado por la ONG Sri Lanka Unites para promover la reconciliación nacional, Hasith y Thilak sólo sabían odiarse. No eran los únicos. “En el primer encuentro, tres meses después de la guerra, juntamos a un estudiante de Mullaitivu -el último reducto tamil donde el LTTE fue aplastado por el Ejército– con otro alumno cingalés. Éste último reaccionó diciendo: ‘Yo no voy a dormir con él porque no sé si es un terrorista’; a lo que el chico tamil respondió: ‘Yo no me voy a quedar si él no me acepta. Los primeros días no interactuaron demasiado, sólo cuando les obligábamos, pero cuando llegó el momento de las actividades deportivas todo empezó a cambiar. Era algo que ambos compartían, la pasión por el criquet. A partir de entonces se empezaron a apoyar…”, relata Nishath Najumudeen, uno de los voluntarios de la entidad.

El idioma ha sido, junto a la religión, el gran aliado de la guerra en este rincón del Índico en el que mar dibuja espejos de corales. A excepción de Colombo, la capital, donde la multiculturalidad ha ido ganando terreno en los últimos años, la mayoría de los habitantes del país “sólo hablan su propia lengua”, apunta Nishath. Y aunque ha habido avances, -en algunos colegios se están empezando a enseñar ambas lenguas y se ha permitido el uso del idioma tamil para la interpretación de himnos oficiales-, Sri Lanka está aún lejos de poder entenderse. “Por eso en las conferencias, a los chicos les pedimos que intenten comunicarse, aunque sean mediante símbolos”. Aunque sea mediante miradas.

“Yo estaba decidido a participar en la conferencia. Quería descubrir. Al principio a Hasith y a mí nos costaba mucho hablar, pero con lo poco que sabíamos de inglés nos fuimos entendiendo. Fue una experiencia muy bonita que cambió mi forma de pensar”.

¿Qué os dijisteis?

“Hablamos de todo, incluso del pasado. Nos contamos nuestros sufrimientos. Él desconocía todo lo que pasaba aquí. Sabían que había guerra, pero no sabían los detalles de lo que sufríamos”.  Thilak estuvo 7 meses recluido en casa, sin poder acudir a la escuela. No había comida, “ni siquiera azúcar”, comenta entre risas. “Las tiendas quedaban demasiado lejos”. Durante los últimos años de la guerra, el Ejército cingalés liderado por el expresidente Mahinda Rajapaksa impuso una atroz campaña de acoso contra la minoría tamil que está siendo investigada por la ONU por crímenes contra la humanidad. “Había racismo, abusos físicos, toque de queda… Siempre teníamos miedo”, asegura Thilak, quien como muchas otras familias tuvo que pasar varios años como refugiado antes de poder volver a Jaffna. Los Tigres tamiles respondieron con igual nivel de brutalidad. Usaron a civiles como escudos humanos, reclutaron niños soldado e idearon un terrorismo suicida que después fue replicado por los radicales yihadistas. En total, alrededor de 100.000 personas perdieron la vida en el conflicto de Sri Lanka y otras 200.000 tuvieron que exiliarse.

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“En la cabeza de muchos tamiles todavía está que los cingaleses son mala gente y se lo enseñan a sus hijos. Mi abuela todavía les tiene mucho miedo. Yo creo que hace falta hablar. Nosotros hemos tenido la oportunidad de hablar, de entendernos”, explica el joven Thilak. Hoy charla con Hasith una vez a la semana. Ambos cursan estudios de administración de empresas. Ambos han intercambiado visitas. “Conocí a su padre. Había sido militar, pero es una gran persona. No le importa de que etnia seamos, sino que hagamos las cosas bien. Su madre no sabe tamil, pero intentaba comunicarse conmigo de todas las maneras. Me llamaba todo el rato “buddha” (hijo). Era muy amable, me trataba como a un hijo. Incluso me escribió una carta en tamil y me llama por mi cumpleaños”, cuenta Thilak. Su propio padre, criado en la aversión contra lo cingalés, cambió su forma de ver la reconciliación tras conocer a los Sanjay.

En 2014, la familia de Hasith visitó Jaffna. Hablaron de la guerra. De las calles vacías. Del odio. “Fue una charla estupenda”, recuerda Thilak. “Las familias se hicieron muy amigas”. Al día siguiente, en la pequeña aldea al norte de la ciudad donde residen los Lakshaya no se hablaba de otra cosa. Algunos les reprochaban que hubiese acogido a unos cingaleses. “No. Todavía no nos entendemos”.

La paz de las palabras

A Thilak el calor de la lluvia le endulza el gesto en cada pedalada que nos acerca a la ciudad, un entorno de pescadores que bulle custodiado por los restos de la fortaleza levantada por los portugueses en el siglo XVII. Jaffna, la capital cultural del estado tamil, es hoy en día el símbolo de la paz de las palabras. El Gobierno ha reconstruido los accesos viales y ferroviarios a la ciudad, conectando así el norte y el sur de la isla, y ha permitido que miles de turistas de la región india de Tamil Nadu, el estado ribereño que alimentó durante décadas la insurgencia tamil, visiten cada semana este lado del mar.

Mas Jaffna es en realidad una comunidad deprimida. Cabras, gallinas, vacas y perros enflaquecidos pululan sin rumbo por unas calles que a medida que se alejan del centro van cediendo ante el color ocre de una tierra sucia, oscurecida por el último arrebato del monzón. Cuando deja de llover, el cielo brilla sobre el horizonte y los jóvenes que se resisten al último estreno de Hollywood salen a cantar las glorias de una tierra orgullosa de su pasado. “Se están paliando las consecuencias, pero no la raíz del problema. Y la lucha de los tamiles es anterior al LTTE”, advierte Ruki Fernando, uno de los más destacados activistas del país detenido en varias ocasiones por su lucha en favor de los derechos humanos.

El movimiento de los tamiles por la autodeterminación comenzó en la década de los 70, pero no fue hasta 1983 cuando el conflicto entre la mayoría cingalesa, de credo budista y que agrupa al 70% de los habitantes, y la minoría tamil de religión hindú (15%) estalló. Los Tigres Tamiles, liderados por Velupillai Prabhakaran, respondieron a la represión cingalesa con una guerra de guerrillas cada vez más violenta. En 2002, con la mediación de Noruega, ambas comunidades alcanzaron un alto al fuego que ninguna de las dos partes respetó, lo que recrudeció al enfrentamiento hasta la ofensiva final decretada por el presidente cingalés Rajapaksa en la primavera de 2009.

Con la caída de Mullaitivu, el último bastión de los Tigres Tamiles, el Gobierno cingalés impuso la paz de las palabras. Mientras se reconstruían carreteras e infraestructuras y el discurso oficial hablaba de reconciliación, decenas de mujeres tamiles era violadas, sus maridos detenidos y sus tierras confiscadas. La venganza contra los Tigres tamiles fue consumada en la piel de la población civil. “El Gobierno de Rajapaksa, incluso después de la guerra, tenía esa actitud de expandir la presencia militar para seguir controlando el país. Aunque no había razones para ello, lo hicieron, expropiando mucho territorio que luego fue vendido a empresarios afines”, apunta el coordinador de Sri Lanka Unites. En enero de 2014, todavía había desplegados más de 80.000 soldados en el norte del país, según los datos del Centro de Políticas Alternativas (CPA).

La sorprendente derrota electoral de Rajapaksa en las elecciones de enero de 2015 ha abierto el camino para la construcción de una paz verdadera. “El nuevo gobierno de Maithipala Sirisena está tratando de rectificar”, reconoce Nishath. Han comenzado a devolver algunas de las tierras confiscadas a los campesinos tamiles y se está reduciendo la presencia militar en su territorio. “El nuevo Ejecutivo está dando pasos en la buena dirección. La situación es mejor en estos momentos, hay más libertad, pero todavía se producen detenciones arbitrarias”, alerta Ruki Fernando, de etnia cingalesa, quien en 2015 pasó varios días en la cárcel por su defensa de los derechos humanos. En el país, según sus datos, sigue habiendo más de 200 presos políticos.

Hoy en las veredas polvorientas de Jaffna nadie quiere volver a oír hablar de la guerra. “Su recuerdo está todavía muy presente”, señala Fernando. Sus habitantes viven cada día entre las ausencias físicas y sentimentales. En una geografía destruida. “Pero no debemos olvidar que sus demandas políticas siguen vigentes, por lo que no descartemos que en el futuro el movimiento rebrote si no solucionamos la raíz del problema. Y por ahora no lo estamos haciendo. Los cingaleses seguimos hablando de héroes de guerra”, sentencia el activista.

En estos años, el país se ha llenado de símbolos de paz. Hay graffitis y murales que hablan de reconciliación. Mas ésta no se construye de una día para otro. Ni siquiera se construye con palabras. “Aquí, en Jaffna, la gente sigue odiando a los cingaleses”, revela Thilak. Es la primera vez que su voz tiene ese eco cansado de la tristeza. Y es que siete años después, quizás a la paz en Sri Lanka sólo le queden las miradas.

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