Opinión | OTRAS NOTICIAS
El CIE y la ciénaga, una historia de perversidad
Medio centenar de personas se amotinaron en el CIE de Aluche, en Madrid. "No puedo asumir que a los pocos minutos, una manada anduviera dándose golpes de pecho, proclamando gustosa una arrogancia siniestra, hablando de que hay que echar a esos delincuentes del país".
Una noticia debería ser un punto de transición de lo desconocido a lo notable o bien ese acontecimiento que vuelca a nuestro presente conocido aquello que permanece pero que hemos olvidado. Anoche, justo cuando el día terminaba y parecía que lo único que restaba era apagar el último cigarro y marchar a dormir, una noticia nos hablaba de medio centenar de amotinados en el CIE de Aluche, en Madrid. Un acontecimiento -llámenlo motín, llámenlo supervivencia- alteraba lo predecible: la actualidad la marcaban los que son marcados, hablaban, aunque fuera desde un tejado, los que siempre permanecen en silencio. Y la apacible normalidad de nuestro cuarto de estar se llenaba de repente de palabras hostiles.
Gracias a la buena labor de unos pocos periodistas y asociaciones por la defensa de los migrantes y los derechos humanos, la opacidad que rodea a los Centros de Internamiento para Extranjeros ha sido poco a poco revelada. Los CIE no son más que cárceles racistas donde se encierra, en su mayoría, a personas que tan sólo han cometido faltas administrativas como no tener permiso de residencia o de trabajo, previo paso a su expulsión del país. Su naturaleza expresa la arbitrariedad de un sistema incapaz que los llena con decenas de miles de seres humanos detenidos en redadas cuya única guía es el perfil étnico. Decir que la política migratoria es un tema complejo vale para describir una certeza, pero también para ocultar una verdad.
Se han denunciado insistentemente las condiciones lamentables en las que se encuentran estos establecimientos de detención, los maltratos, las agresiones sexuales e incluso la muerte de los retenidos en circunstancias poco claras. Ya no se trata de las resoluciones judiciales o los comunicados de los sindicatos policiales, que al ser parte del propio aparato se esgrimen como garantía de veracidad, sino que cuando las mismas palabras son repetidas por tanta gente que apenas tiene nada ya que perder, quien busca la excepción de la imprecisión o lo exagerado, es más cómplice que investigador.
No puedo imaginar, aunque quiera, la angustia de salir de casa a trabajar y no saber si vas a volver. El hecho de que la sospecha que pende sobre ti, lo que te delatará, será el color de tu piel o los rasgos de tu cara. El que te deporten y, quizás, dejes atrás a tu familia sin saber cuándo será la próxima vez que la vuelvas a ver. El propio desastre económico que supone para el proyecto de vida ni lo mencionamos.
Lean de nuevo estas frases, tómense un momento y traten de vivenciarlas. Piensen en sus hijos o su pareja, piensen en ustedes mismos. Debajo de esas escasas imágenes de individuos con la ropa sucia y la mirada estupefacta, deambulando hacinados en un patio, hay personas. Y cuando hablo de personas hablo de historias, de vidas, de nombres, de esperanzas, de pequeñas victorias y grandes derrotas. Como las suyas o las mías.
Y todo esto lo entiendo, quiero decir, tengo una idea aproximada de por qué ocurre. Podríamos hablar de la desigual distribución del desarrollo en el planeta, de cómo esto no tiene que ver con un atraso endémico de razas o regiones, y sí con un proceso histórico de saqueo imperialista y control político para mantener sumidas en un relativo y provechoso caos a zonas enteras de nuestro mundo. Podríamos hablar del monstruo hipócrita que es la UE o el FMI, y cómo bajo su cooperación y sus créditos no hay más que cadenas, sumisión y más pobreza.
También acordarnos de los países de la OTAN y cómo, bajo esa aséptica capa de la geoestrategia, se ha jugado a la desestabilización y el fomento de integrismos religiosos en la otra orilla del Mediterráneo. O simplemente entender que cuando tu vida carece de futuro o, peor aún, de presente, el ser humano hace lo que sea por sobrevivir y no hay vallas, ni muros ni alambres, ni siquiera mares, que lo detengan. Por eso acabamos poblando el planeta entero, no por ese romántico carácter exploratorio que nos gusta atribuirnos, sino por un rugido, el del estómago, que es siempre implacable y tenaz.
Puedo entender perfectamente que haya gente conservadora, personas que, y más aún en este entorno de certezas destruidas, se agarren a lo conocido, a la tradición, a lo pautado. Puedo entender y respetar a la derecha porque sé que hay individuos con unos intereses diferentes a los míos como clase social. Puedo asumir que su escala de valores maneje prioridades a las que otros no damos la misma importancia. Lo que no puedo entender es la mezquindad. No puedo asumir que, a los pocos minutos de darse la noticia, una manada anduviera dándose golpes de pecho, proclamando gustosa una arrogancia siniestra, hablando de que hay que echar a esos delincuentes del país, devolverles al suyo, como si fueran contenedores a cargar en un barco o una camiseta que no nos vale.
Y no, miren, esto no es una cuestión de información, de desconocimiento o empatía, de miedo o incertidumbre. Lo es de poder, de soberbia e indolencia. De gente que en ese contexto confortable y seguro del que hablábamos al principio sintió la irrefrenable necesidad de poner su bota sobre el que ya había sido tachado, no de diferente, sino de inferior, alguien, como hemos visto, privado de sus derechos más básicos y por tanto susceptible de ser tratado como una cosa a devolver. El poder, incluso en su versión más ruin, no se ejerce en abstracto, en el vacío, sino sobre alguien, a menudo contra alguien. El poder, aun irreal como un comentario escrito, necesita saborearse antes de pasar a formar parte del sentido común. Antes del Zyklon-B hubo escupitajos sobre los escaparates.
La soberbia de pensarse al margen de un contexto, una época, identificada en comentarios tan cretinos como el «mételos tú en tu casa», reduciendo un suceso incontenible, la migración, y un derecho irrenunciable, el poseer un mañana, a una cuestión de voluntades personales, como si el hecho de mostrar su usura mental les fuera a librar de algo que, nos guste o no, sucede. Soberbia por pensar que la oposición a un sistema inmoral de descarte del excedente de fuerza de trabajo supone no pensar en el acomodo tan difícil que tienen los migrantes en una situación, ya, de crisis endémica europea. Soberbia por creer, fanáticamente, que el capitalismo es modulable, como si se pudiera elegir entre sus comodidades y descartar sus problemas.
E indolencia porque alguien en apariencia bueno, que compra golosinas a sus nietos al volver de por el pan, que tiene un tapete bordado sobre las faldillas de la mesa, que comulga una vez a la semana, que dice disfrutar de la sencillez de una comida campestre, que se ríe y emociona con las comedias románticas, no puede calzarse el uniforme de kapo por unos minutos, por unos caracteres, y pretender salir indemne. No se puede fingir limpieza después de haber chapoteado en una ciénaga infecta.