Opinión | OTRAS NOTICIAS
El desfile
"La patria es eso que se utiliza para hacer pasar el interés de la mayoría por los deseos de unos pocos", escribe Bernabé.
Celebrar la fiesta nacional de un país es como celebrar un cumpleaños de alguien ausente y anónimo, pero que todo el mundo recuerda y cree haber conocido, eso sí, cada uno a su manera. De ahí que, en la conmemoración de esa abstracción llamada patria, unos hablen maravillas de la agasajada, mientras que otros comenten lo mal que le sienta la falda. En general, todos los que tienen los platos bien llenos en el banquete, de natural agradecidos, hablarán bien de ella, con palabras incluso inflamadas, de esas que son sonrojantes porque se intuyen interesadas. El resto de los invitados, la mayoría, que andan de pie en un cocktail un poco incómodo y apretado, repartirán sus opiniones entre la hostilidad, la indiferencia y el aplauso. Unos porque saben que la patria es eso que se utiliza para hacer pasar el interés de la mayoría por los deseos de unos pocos, otros porque ni les va ni les viene y porque total, ya allí, mejor andar atentos al camarero a ver si se puede alcanzar alguna gamba. Los del aplauso porque creen que dando vivas a lo mejor un día les dejan sentarse al lado de los notables, donde todo sobra y no hay codazos.
Que una nación es una comunidad imaginada parece evidente, que quien se la imagina lo hace porque necesita revestir de épica lo que es tan sólo negocio, también. Lo que pasa es que, nos guste o no, esto de las patrias, las naciones y las banderas, funciona. A nadie le gusta ir al teatro y ver la tramoya, siempre se prefiere la imaginación de lo representado, que a la hora de despertar emociones es mucho más útil que ver a los operarios subiendo y bajando cuerdas para que los decorados cambien. Además, en esta época que nos ha tocado vivir, donde crecen las dudas pero escasean las respuestas, lo de que exista algo más grande que nosotros, lo de formar parte de un club que deja fuera a otros, conmueve, aunque lo que quede dentro no sean más que cuatro muebles viejos y desvencijados.
Ayer, mientras tomaba un botellín y unas tapas, en uno de esos bares en donde lo rústico no se refiere tan sólo al tipo de sillas, vi que un par de banderas colgaban en las paredes, incluso en los bocadillos coronando el palillo que garantizaba su unidad territorial debido a lo generoso del tamaño, había una banderita. Miré a la tele por si estaban los mundiales, que es ese momento donde, en España, gustamos de exaltación nacional, pero al ver que no deduje que era un gesto que el propietario del local tenía con sus clientes, como el secador de los baños, para recordarles dónde estaban, no fuera a ser que algún despistado creyera que en vez de Toledo se hallaba en Tombuctú. Es lo que tiene la nación, que poco a poco se cuela hasta en tu bocadillo para recordarte que está ahí.
Puesto que lo nacional avanza en todas partes creo que es hora de dejar de molestar a los señores militares cada doce de octubre. Bien, reconozco lo colorista de la parada, con tanto uniforme, paso marcial y máquina blindada por la Castellana, pero puesto que veo tal ansia de españolear propongo ampliar el desfile a otros colectivos sociales, para recoger bien qué es el país, o mejor dicho, qué es lo que se pretende que el país sea. Imaginen que detrás de la Brigada Paracaidista marcharan una selección de los más eficaces corruptos de nuestra geografía, con sus trajes italianos, sus maletines suizos y sus sonrisas de vendedor de coches usados de Las Vegas, con Rita y Camps en el Ferrari abriendo la sección. O que tras el Tambor de Regulares de Ceuta viniera el cuerpo de columnistas, opinadores y tertulianos, sentados en una especie de mesas móviles, dando muchas voces, quejándose de lo vulgar de la plebe y manifestando su dolor por España. Detrás del Regimiento de Cazadores de Montaña, los toreros, para hacer un bonito contraste entre el camuflaje blanco y el traje de luces, o tras la Guardia Real, toda una brigada de protagonistas de los programas del corazón, para no olvidarnos del actual folclore populachero. Para cerrar el desfile una grúa, una hormigonera y un banquero, alegoría de nuestro motor económico de ladrillo e hipoteca. Creo que captan la idea, ya de celebrar la grandeza de nuestra nación por lo menos hagamos representativo el acto.
Porque un poco de eso hay en esto de las celebraciones nacionales, no sólo intentan explicarnos a todos con cosas que tampoco nos representan demasiado -un día me monté en una de las barcas del estanque del Retiro y por poco tienen que venir a rescatarme los operarios, a ver qué pinto yo en una carabela– sino que encima entre tanto himno y soflama se olvidan de retratar del todo la nación propuesta.
Creo, que para no quedarme fuera de esta ola de españolidad, el año que viene organizaré mi propio desfile, con mi patria, que digo yo que tampoco molestará que cada uno tengamos la nuestra. Habría representación castrense, con Riego, García y Galán y algunas milicianas con mono azul y gorro frigio, para que los militares vean que también son bienvenidos. Invitaría a José Nakens, para que repartiera periódicos entre la gente, a Agustín González, vestido de cura unamuniano, a Miguel Hernández, para que pusiera versos, a Álvarez Alonso, porque me gusta el pasodoble y a Alejandro Sawa, por los que siempre perdemos. No habría tanques, si un vagón de metro o cercanías, de esos de madrugada, frío y caras tristes. Invitaría a una oficina del SEPE de Huelva, con sus funcionarios, sus parados y sus ficus de plástico. Llevaría a mis amigos de Malasaña, que ponen discos entre multas pero pensando que la música puede salvar tu vida. Tendría hueco Juan, el chino que me vende el pan, Altagracia, la ecuatoriana que trabajaba en un centro de mayores o Ahmed, aquel chaval tan simpático que traía los paquetes a la oficina. Y para que aquello no se alargara mucho y por acordarme de la familia, cerraría con mi abuelo, gorro con orejeras, manos duras, mirada sincera, subido a su camión de la basura. Porque a patria no nos gana nadie y menos organizando desfiles.