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Los niños de Calais y la Europa de la vergüenza
Jara Bustos fue dos semanas al campamento de Calais (Francia) como voluntaria y se quedó un mes. "Ahora quieren desmantelar el campo entero, sin dar una respuesta clara sobre qué va a pasar con las 10.000 personas que viven allí", advierte.
El primer día que fui a la Jungla de Calais fue gracias a una activista inglesa llamada Clare Struthers, y su precioso proyecto Welcome to Our Jungle. Ella había estado allí a principios de año dando clases de fotografía, como una forma de dotar a los refugiados de una herramienta con la que poder expresarse, frente a los periodistas que pasean por allí retratando su desesperación. Clare me invitó a un taller que iba a impartir en el Kids’ Cafe, un centro sólo para menores donde los niños y niñas pueden pasar el rato lejos de los adultos, asistir a clases de inglés, cargar sus teléfonos móviles y, sobre todo, poder comer siempre que lo necesiten.
Aquella semana todo estaba muy revuelto. Las autoridades francesas llevaban tiempo amenazando con derribar los restaurantes que conforman la calle principal del campamento. Lugares donde, además de dar comida, suponen centros de reunión donde escapar de la realidad del campo, tomar té y resguardarse de la lluvia.
En medio de nuestro taller, mitad clase de inglés-mitad clase de fotografía, aparecieron los antidisturbios. Todos nos pusimos un poco nerviosos. En mi caso por no entender bien qué es lo que pasaba, y en el de los niños, porque ellos sí sabían perfectamente lo que les hace la policía a las personas sin papeles. Los agentes entraron y extendieron una orden para un juicio que se celebraría la semana siguiente. La profesora, una chica rubia, joven, que debía llevar allí un par de meses, les atendió. Al terminar se dio la vuelta y nos sonrió a todos: «no problem», «everything’s ok». Lo único que podíamos hacer era tranquilizar a los chicos, mantenerles lejos de la policía y seguir con la clase.
Una semana después, el juez dictaminó que no podían derribar los restaurantes bajo la premisa de que estos eran ilegales, puesto que en realidad todo el campo lo era, y el Gobierno había demostrado no ser capaz de proveer comida suficiente para las miles de personas que esperaban allí su oportunidad de llegar a Inglaterra.
De esto hace poco más de dos meses. Ahora quieren desmantelar el campo entero, sin dar una respuesta clara sobre qué va a pasar con las 10.000 personas que viven allí. Los que pidan asilo en Francia serán realojados en centros repartidos por todo el país, a la espera de que se resuelva su situación. Pero la gran mayoría quiere seguir su camino. Sienten que Francia no les quiere, y nadie sabe dónde acabarán. Lo único que parece estar claro es que para mediados de este mes todo desaparecerá.
Lo más preocupante ahora es qué va a pasar con los mil y pico menores que esperan allí solos a reencontrarse con sus familias en Inglaterra. Hace tan sólo unas semanas un chico afgano de 14 años se mató intentando cruzar hasta allí, desesperado ante la falta de respuesta a su petición de asilo. Algo a lo que el Gobierno inglés se había comprometido, con una política de «reunificación familiar» pero que, sin embargo, les mantiene atrapados en Calais.
A pesar de todo lo que han pasado, de todas las dificultades, la violencia y la desgracia que llevan encima, estos chicos nos recibieron abiertamente a Clare y a mí. Y para mi sorpresa, al igual que cualquier adolescente de cualquier otro país, aprovecharon la coyuntura para coger las cámaras y hacerse selfies posando con sus amigos. Y con nosotras. Y con todo el que pasara por allí. A partir de ahí perdimos completamente su atención, y no nos quedó más que quedarnos a ver cómo los niños son siempre niños, incluso cuando no se les permite serlo.
Nuestro taller no les inculcó ninguna pasión por la fotografía como nos hubiese gustado, pero sirvió para que pasaran un buen rato en un día que se había vuelto difícil. Y eso es parte de lo que van a perder cuando se desmantele el campo, sin que las ONG puedan seguir haciendo más fácil lo imposible. Van a volver a estar solos en un mundo peligroso para cualquier adulto, ante la pasividad de unos gobiernos europeos que ponen parches, no soluciones, a una crisis que lejos de disiparse, no para de crecer.