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“¿Mezquita? No, los viernes rezamos en el campo”
Los musulmanes de Badalona, ante el déficit de mezquitas, alquilan un polideportivo. Damos un paseo por sus calles.
Este reportaje está incluido en #LaMarea42.
La calle de Liszt, en Badalona, podría en realidad llamarse de cualquier otra manera y estar en cualquier otra ciudad dormitorio de España. En ella conviven carnicerías halal con terrazas donde vecinos charlan entre vasos de cerveza. El carnicero bromea mientras atiende a dos clientas, una de origen español, la otra marroquí. Pido un rghaif, una especie de crêpe bereber, con queso y miel, y el dependiente se anima y le da un trozo a la española. «¡Vienes todas las semanas a comprar y nunca pides nada de esto!», dice, entre risas, tras lo que ofrece unos dulces marroquíes típicos de la Fiesta del Cordero. Le pregunto por la mezquita. «¿Mezquita? No, los viernes rezamos en el campo», responde. Doy una vuelta por el barrio. Si algo destaca de sus calles es su diversidad… y la pobreza. Rodeo el colegio Miguel Hernández, donde se oye jugar a niños en castellano y en árabe, y subo por la calle Jaén, donde se levantan barracas con techo de uralita.
En un bar marroquí, un puñado de hombres deja pasar el tiempo entre charlas no muy animadas. No parece que su presencia salga muy rentable al dueño porque, de la decena, sólo uno tiene una consumición. Un café. Hablan de su país y de problemas cotidianos. Uno mira un documental y comenta: «Los americanos se lo han llevado todo. Van por el mundo robando y haciendo lo que quieren». Suena una llamada a la oración. Muchos llevan ese sonido a modo de alarma en el móvil. Mohamed me explica que la mayoría de los presentes está en paro. «A la gente no le queda más remedio que irse, a Francia, por ejemplo. Pero allí también es difícil». Poco a poco, la comunidad se moviliza hacia al lugar del rezo. Sólo los hombres. Algunas mujeres con hiyab juegan en los parques con sus hijos. Ellas no tienen sitio para rezar en Badalona.
En la mezquita he quedado con un miembro de su junta. «Los viernes el sermón lo hacemos en el polideportivo», indica. Ahora entiendo al carnicero. Unos metros más arriba por la calle de Liszt, allí está: bajo las canastas de baloncesto se extienden inmensas alfombras de colores. Se desperdigan sobre ellas fieles muy diversos, en sus ropas y en su color de piel. La mayoría, eso sí, tiene el tono aceitunado de los árabes. Llegan poco a poco y pasan por los servicios para hacer la ablución. Por los altavoces, lentos versículos del Corán recuerdan a un quejío flamenco.
El conjunto es relajante. Junto a un pakistaní con chilaba gris y kufi –gorro islámico– pasa un joven magrebí con estética de rapero y gafas de sol. Otro lleva una chilaba azul y unas zapatillas gigantes de color amarillo fosforito. El imán comienza el sermón cuando las alfombras están medio vacías. Siguen llegando fieles, en un incesante goteo, a lo largo de los siguientes 30 minutos. El sacerdote habla en árabe y sólo cambia al castellano unos minutos para recordar las obligaciones que los musulmanes deben tener entre ellos: visitar al otro cuando esté enfermo, dar consejo o responder al saludo, entre otras. «Debemos luchar contra el odio entre nosotros», dice el predicador, y defiende la «hermandad verdadera» entre musulmanes. Acabado el sermón, comienza el rezo. Los presentes se ponen en pie y comienzan a alternar posturas y, de vez en cuando, entonan un largo «amín». Acaba el rito.
En la puerta se colocan dos hombres para repartir cientos de folletos. Otros dejan unas cajas de verdura y comienzan a negociar precios. Me acerco a ver los pasquines. Espero encontrar versículos del Corán, pero hay ofertas de platos de cordero al curry o pollo tikka masala. Sólo es propaganda de un restaurante indio.