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El papel y la caída
"Al político que cae primero se le arropa, intentando detener la hemorragia, para luego, una vez visto que el golpe es mortal, dejarle morir sin apenas llanto".
Rita Barberá en una reunión del Grupo Mixto en el Senado, en la esquina de la mesa, a kilómetros de la silla que tiene al lado. Las cámaras la miran y ella no sabe dónde poner la mirada, ni siquiera es capaz de juguetear con el boli sobre los papeles, tan sólo quedarse ausente, arrebatada del momento. No le vale de nada su bisutería desproporcionada, no sale a la superficie su desparpajo estudiado, ni siquiera el traje chaqueta -como venido de décadas atrás- le proporciona cobijo. Su personaje, astracanada y petardo, se derrumba ante la soledad. A Barberá la pensó Blasco Ibáñez hace un siglo, aunque ella no lo sepa.
El político caído en desgracia deja de ser actualidad para convertirse en literatura, porque ya sólo se le puede entender desde la resonancia clásica, desde el senador romano con el pilum entrándole por el hueco de la clavícula o el cianuro al lado del plato, para evitar salpicaduras. Rita sigue salpicando porque se queda, por razones judiciales, pero también como expresión de una confusión razonable: piensa que es alguien. Viendo su trayectoria (fundadora de AP en Valencia en 1976, con 28 años; diputada en las Cortes Valencianas desde 1983 a 2015; en el Comité Ejecutivo del PP desde el 93; alcaldesa de Valencia seis ejercicios, cinco de ellos elegida por mayoría absoluta) nadie puede negar que significó algo muy importante para su partido y sus votantes. Que ahora todos renieguen de ella tiene que ver más con cortar el miembro que manifiesta la enfermedad que con la enfermedad misma.
El problema es que Barberá confunde significado con ser o lo que parecía ser con lo que realmente era. La «alcaldesa de España», como la llamaba la prensa conservadora -esto es, toda la prensa- fue en extremo útil dando cuerpo a ese populismo noventero que dio maquillaje de cercanía a toda una forma de hacer política, aquella en la que las instituciones tan sólo eran un mediador entre el dinero público y el lucro privado. Cualquier otra consideración, como la pertinencia de las inversiones para el bien general, quedaba en un segundo plano y, así, lo que empezó como una fantasía de gestión neutra acabó como una realidad de corrupción determinada. Pero que Barberá fuera útil, consustancial a un momento y a un lugar, no la convierte en nada más que en una herramienta de los intereses de una clase determinada. Una vez rota, sin filo, su lugar es la escombrera.
Lo paradójico, de ahí quizá su mirada perdida, es que es penada por lo que vino a hacer, por lo que tantas veces fue aplaudida. Su único delito, para partido y votantes, no fue hacer lo que hizo, sino dejarse evidenciar. Lo raro, para un personaje más cerca de la Saraghina de Fellini que de la alegoría de la virtud, es que nadie de los suyos se diera cuenta antes. Como en una ópera, con sus tiempos perfectamente medidos, al político que cae primero se le arropa, intentando detener la hemorragia, para luego, una vez visto que el golpe es mortal, dejarle morir sin apenas llanto. Siempre pienso en ese momento en que, confiado, el personaje levanta el teléfono y el «amiguito del alma», siempre antes dispuesto, ahora no deja de estar reunido.
Pedro Sánchez, el hasta al menos hoy secretario general del PSOE, es otro de esos políticos que le ha dado por imitar la secuencia de apertura de Mad Men, aquella serie de publicistas norteamericanos que en el fondo hablaba de un fin de época. Como en cualquier caída, el movimiento se va haciendo cada vez más rápido a medida que transcurre el tiempo, y Sánchez, con un peso muy importante se precipita, al igual que Barberá, confundiendo el papel que interpretaba en pantalla con quien era en el camerino.
Sánchez lo tenía todo para, en condiciones normales, haber sido presidente del Gobierno. Llegó como candidato del «aparato» a ganar unas primarias justo en el momento en que las plazas estaban llenas de tricolores por la caída del monarca, que habitualmente se suele producir por la muerte natural y no por la social, como pasó, que es a todas luces inducida. Era lo suficientemente apuesto para dar bien a cámara y lo moderadamente deseable para convencer de su progresismo sin asustar a nadie. El problema es que Sánchez se encontró con un país que no era ya el que siempre había sido, y rota la dinámica del menos malo, su partido siguió cayendo incluso con el PP en caída.
Y en éstas, cuando se le ocurrió mostrar algo de independencia, aunque sólo fuera por reclamar su cachito de ambición personal, le dicen que ni el partido es un partido, que ni su cargo le compete y que ni siquiera él, como producto acabado, se pertenece así mismo. La escandalosa campaña, primero, para lograr su abstención en la investidura, se ha hecho ya maniobra de descabezamiento ante la mera posibilidad de pacto con los rojos. Y ya ni siquiera, se diría que lo insoportable para Cebrián, Felipe y el Ibex es que la marioneta, espoleada por el maltrato, tome vida propia, y en la tensión con el titiritero, acabe mostrando las cuerdas.
Lo interesante de las caídas, de éstas y las que quedan, es que lejos de ser breves precipitaciones terminadas en un golpe seco, empiezan a resultar espectáculos patéticos en los que el suicidado se aferra con fuerza a los brazos que lo empujan. Esto puede mostrar fuerza y tenacidad en quien se resiste a caer, pero sobre todo, y siendo más realistas, una debilidad pasmosa de quien empuja, de un régimen que únicamente no parece tambaleante por lo bien que ha sabido manejar el sopor. Mal asunto para quien tiene necesidad de acabar con sus secuaces, pero sobre todo, mal asunto para quien lo intenta y le cuesta tanto hacerlo.