Internacional | OTRAS NOTICIAS
Las Naciones Unidas de Calais
El campamento esconde un sistema de vida y convivencia incluso entre los ciudadanos de países en guerra. Hollande acaba de anunciar el desmantelamiento completo.
El viento húmedo y frío del Canal de la Mancha ejecuta la interminable banda sonora de la Jungla de Calais al atizar sin clemencia los plásticos y trozos de madera que dan forma a este improvisado campo de refugiados, el mayor de Francia. Allí, en una zona industrial y enfangada cercana al puerto desde el que parten los ferrys con rumbo a Dover, llegan a diario los afortunados que lograron escapar de las guerras de Siria, Afganistán, Iraq, Yemen, Eritrea, Sudán, Etiopía y otros países en los que profesar una religión prohibida, hablar una lengua minoritaria o amar a alguien del mismo sexo supone jugarse la vida, como Irán o Pakistán. Tienen un amigo o les queda algún familiar vivo al otro lado del Canal. Tras visitar la ciudad de Calais sin pisar el campamento, el presidente francés, François Hollande, prometió este lunes desmantelar la Jungla «completamente antes de que comience el inivierno» y pidió ayuda y colaboración a Reino Unido por la «parte» que le toca. Su rival Nicolás Sarkozy hizo lo mismo la semana pasada. Así viven mientras tanto las aproximadamente 10.000 personas que se concentran en el lugar, entre ellas unos 800 menores, muchos de ellos huérfanos y sin acompañantes.
Bajo el halo de desesperación de sus habitantes temporales, la mayoría hombres, más allá de los dramas que arrastran y de una primera impresión decadente, hay todo un sistema de vida y convivencia en la Jungla de Calais, que debe su nombre a los árboles en los que los refugiados se escondían de la Policía hasta que fueron talados. En el campamento conviven al menos catorce nacionalidades y media decena de religiones (musulmanes suníes y chiíes, cristianos ortodoxos, católicos y coptos…). Aún más: ideologías opuestas, credos enfrentados y nativos de países enemistados no solo coexisten sino que cooperan, lo que convierte aquel infierno terrenal en un extraño vergel de humanidad. Al menos hasta que en mayo de este año el Gobierno francés inició el desmantelamiento, que comenzó por la zona sur, el corazón social de la Jungla.
Escuelas, dos mezquitas, una iglesia, restaurantes, pequeños comercios, una biblioteca y hasta un escenario para hacer teatro, una actividad balsámica para una población privada de sueño, que no de sueños, por los traumas de la guerra y de la travesía. Las manos de Lifti, musulmán de Sudán del Sur, ayudaron a construir la iglesia en la que hasta hace poco rezaban juntos y cantaban etíopes y eritreos ortodoxos, a pesar de la contienda que enfrenta a sus pueblos. Era un grupo de musulmanes el que pedía bajar la voz frente al templo durante las misas, por respeto a sus hermanos cristianos. Cuando las mezquitas de chapa y plástico estaban llenas, Ahmed, Egipcio de la minoría cristiana copta, repartía bolsas de plástico para que los musulmanes que se quedaban fuera de la modesta construcción no tuvieran que arrodillarse sobre el barro.
El entendimiento
Sameer, joven musulman afgano y traductor de la OTAN hasta que los talibanes mataron a su familia y la organización militar le negó protección, hacía de intérprete entre los ancianos, líderes naturales y respetados que coordinan el reparto de los alimentos y ropa que traen voluntarios y ONG. «La guerra es una cuestión política, pero aquí a nadie le importa la religión o el país, somos como una familia en la que todos se respetan y ayudan, porque estamos en el mismo problema, en el mismo barco”, explica en inglés. Un chico senegalés enseña francés y una joven afgana da clases de inglés a un variado grupo de refugiados. “Son todos mis amigos, yo estoy aprendiendo kurdo”, dice entre risas.Abu Omar representa a los sirios, una de las comunidades más numerosas de la Jungla. “Cada líder es responsable por toda la gente porque, si hay un problema, es nuestro problema”, advierte. Se lleva ambas manos al pecho al pronunciar “nuestro”. Eritreos y etíopes tienen a un mismo representante, a pesar de que sus países están en conflicto.
Reza, un iraní chií de 26 años de complexión hercúlea –asegura haber sido guardaespaldas del presidente Ahmadineyad– acude a tomar café hervido con jengibre a la cabaña de unos sudaneses. Allí hay árabes del norte y negros de Darfur y del sur. En Calais viven como una misma familia, pero en sus países –desde 2011 también existe Sudán del Sur– sus colores de piel están en guerra desde hace más de 30 años. Puede resultar difícil creer que haya espacio para el entendimiento y la fraternidad en medio de tanta escasez y tanto sufrimiento y, sin embargo, lo hay. También lo hay para las peleas ocasionales y los hurtos, pero al final pesa más lo primero. Como en cualquier familia.
Han colaborado en este reportaje Luna Gámez, Andrea Olea y Natalia Román.