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Los ausentes

Nadie habla del trabajo justo en el momento en que más protagonismo ha tomado en nuestra sociedad, aunque sea por su ausencia. Tras la estafa de la crisis, unos niegan la realidad, los otros la obvian.

“Rise, like lions after slumber

In unvanquishable number!

Shake your chains to earth like dew

Which in sleep had fallen on you:

Ye are many—they are few!»

Shelley.

Un tanatorio es como una sala de espera de un hospital pero sin sorpresas. La gente paraliza su vida alrededor de la muerte con intención de duelo, recuerdo y tributo, como en una estación de autobuses muy concurrida pero con un solo viajero. Se abraza a los hijos, se ve llorar a la viuda, se comentan anécdotas del fallecido y cuando se acaban, los menos cercanos, andan por el pasillo hablando de la quiniela, el tiempo o de lo poco que se ven.

De repente llega un grupo de hombres, no sé por qué, siempre con chupa de cuero marrón gastada, o de mujeres, con el abrigo sin abrochar, cerrado por el cruce de brazos. No son las autoridades ni la prensa, son los compañeros de trabajo, con gesto serio y premura, no mucho más que el de todas esas mañanas que compartieron juntos. Alguien comenta que es bonito que se hayan acordado, tras, quizá, esa década y media que le quedó al muerto después de jubilarse. ¿Cómo no iban a hacerlo, tras tantos años de darle a la herramienta, de ver pasar las temporadas con la abnegación del ir tirando? La cuestión no es el recuerdo, sino el vínculo, no el de la familia o el de la amistad, tan sólo, sino ese que venía marcado por el horario, la profesión y la clase. A nosotros, supongo, nos despedirán nuestros seguidores en las redes sociales, apretando un botón.

A alguien, creo que a uno de esos expertos de la London School of Economics graduado en joderle la vida a los demás, se le ocurrió que lo de hacer dinero haciendo cosas, de verdad, no era rentable. Mejor invertir en humo, crear una bestia llamada mercado, donde el único objetivo sería bailar ebrios alrededor del dinero, que es esa metáfora que se utiliza para no hablar del trabajo y el tiempo que pertenecen a los ausentes. Que las cosas las fabricaran otros, más lejos y más pobres, con más cadenas y menos ideas, en definitiva, más rentables. Y así evitarnos, además, tener en esa otra parte de la ciudad el escenario de una peli de la Woodfall: casas muy parecidas, gente muy similar a los que les hacía falta poco para entender todo mirando alrededor, demasiado orgullo en mono azul por metro cuadrado. Un par de décadas, unas cuantas prejubilaciones generosas y cuando se acabara el dinero, la policía y palos. Eso y alguna fantasía para los más jóvenes, los que aún andaban estudiando para ser la generación más preparada de la historia. Les faltó explicarnos para qué nos preparábamos.

La izquierda estaba a sus cosas. La presentable, esa que se sentaba sin corbata en la mesa de los grandes siendo cada vez más chica, hablaba de pacto social y de Tercera Vía. Muy responsables incluso se prestaron ellos mismos para ejercer de descuartizadores, que ya puestos, el bisturí del que se dice tu amigo corta mejor. Responsables con el futuro, con Europa, con el progreso, con lo que fuera. Ya vendrían tiempos mejores, investigación y desarrollo, ecología, turismo, sociedad del conocimiento, alto valor añadido. Y en la tele mucho lustre y en el banco mucho crédito. Y cuando nos quisimos dar cuenta no quedaban ni los huesos. Responsables únicamente con el poder, irresponsables con los millones que confiaron en ellos.

Y luego la otra izquierda, la que perdió el nombre por un complejo de contemporaneidad, decidió que haría base teórica del oprobio. ¿Para qué mancharse con todo el siglo XX cuando se podía sacar un nuevo concepto de la chistera? ¿Para qué llamar a las cosas por su nombre cuando aquella inventiva daba para una cátedra? ¿Para qué liarse con los conflictos cuando se tenía el discurso? Y así se empezó a confundir el análisis, la autopsia a lo que había quedado del festín, con la virtud analítica, a casi defender los resultados como una nueva oportunidad. Si de lo que se trataba era de hacer una venganza generacional con los que hubo antes, aquello resultó exitoso. Pero poco más. Las únicas multitudes que quedaron fueron frente a la pantalla.

Hoy se da un hecho paradigmático. Nadie habla del trabajo justo en el momento en que más protagonismo ha tomado en nuestra sociedad, aunque sea por su ausencia. Tras la escabechina de décadas y la estafa de la crisis -se nos han perdido 26.000 millones de euros en el rescate a la banca- unos hablan de emprendedores y recuperación, otros de participación y privilegios. Unos de nación y religión, otros de transversalidad y multiculturalismo. Unos niegan la realidad, los otros la obvian. Da la sensación de que ninguno se ha pasado por Atocha a las ocho de la mañana.

En los artículos, los libros, los debates y la protesta se bandea el asunto, como un charco de aceite que no se quiere pisar, para no mancharse los zapatos de la autorreferencialidad. Para qué hablar de los obreros si podemos hablar de nosotros mismos y, de ahí, decirles a los demás lo que tienen que ser. Para qué atender al polígono o al parque empresarial cuando se dispone de laboratorio de ideas. Ya no es que no se escuche, es que se niega la existencia. Debe de ser que no hay nada mejor que pasar página, fingiendo haberla leído, para ocultar la propia incapacidad.

Y no. Tenemos el paro, ya no como situación eventual, sino como herramienta de chantaje sistémica. Tenemos la precariedad, como único horizonte de tumbos y miserias, de cuentas que no salen, de presión en el pecho. Tenemos la mayor brecha salarial de los últimos cincuenta años. Tenemos la nueva estafa del emprendimiento, con gente entrampada por haber creído que lo que le contaba el de la pizarrita era verdad, por todos esos reportajes sobre el éxito que siempre ignoran los comienzos y los finales. Tenemos la desregulación, donde las leyes, arrancadas con huelgas y luchas, se queman como papelillos en la gran pira de lo neoliberal. Tenemos a los falsos autónomos, a la conversión del trabajador en unidad individual de producción, la externalización definitiva, la autoexplotación máxima. Tenemos ya al que trabaja y, aun así, no le da ni para mantener una mínima subsistencia. Tenemos un desastre en ciernes al que nadie quiere mirar.

Hay algunos que hablan de trabajo, que han vuelto a esos barrios de los que nadie se acordaba, esos lugares lejos del centro financiero pero también de la protesta espectacularizada. Son los que enfrentan al que tiene poco con el que no tiene nada, los que no son como los hongos, que nacen así, en una noche. Los que han ganado el Brexit y ganarán en Francia.

No esperen epílogo esperanzado ni frase brillante para cerrar este texto. Tan sólo busquen cuál es la palabra, la idea, ausente en un artículo que habla del trabajo. Eso es, sindicato.

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