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“Ellas me han enseñado que el tiempo es otro”

Tras el dossier ‘A mi bola’, numerosas mujeres se han puesto en contacto con ‘La Marea’ para publicar sus experiencias y sensaciones viajando solas. Laura lleva siete meses recorriendo Centroamérica.

Aquí puedes leer el dossier completo ‘A mi bola’.

Doña Lidia prepara el desayuno (tortillas de maíz con frijol y huevos revueltos) y grita a la gallina que cacarea por la cocina huyendo de los escobazos. “¡Atrevida!”. “¡Necia!”. Si no es la gallina, los ladrones de comida son la pata, el perro, las iguanas o los zanates. Doña Lidia vive en una palapa, una construcción de origen maya al aire libre con techo formado con palmas secas y soportes de madera; en un rancho dentro de una comunidad chiapaneca de 200 familias en una islita a orillas del pacífico mexicano, marcada por la pesca abusiva y el narco. Conocí a Doña Lidia a través de una amiga y ahora ya llevo tres semanas en su rancho.

Viajo con poco presupuesto y me gusta quedarme semanas o meses en cada lugar. El trato es trabajo a cambio de comida y un lugar donde dormir o colgar mi hamaca. Son ya siete meses viajando sola por las zonas rurales de México y Guatemala, con mi mochila, casi sin pisar hostales, aprendiendo a fluir y a dejarme llevar con lo que el viaje me va ofreciendo. El tiempo, el viaje imprevisible y la soledad permiten que se despierten habilidades dormidas e intereses nuevos.

Los intercambios con ellas han sido variados: dos talleres de teatro comunitario, quitar tejas, trabajar en la huerta, escribir, tomar fotografías. Con ellas: porque, por lo general, han sido mujeres las que me han abierto las puertas de sus casas, muchas veces sin preguntar demasiado. “Puedes quedarte y ya vemos cómo hacemos”. Y así poco a poco ir entrando en la intimidad de sus vidas, en pedazos de mundo anónimo, ir desgranando la curiosidad mutua, asimilando cada noche lo desaprendido durante el día.

El rancho está poblado de palmeras y árboles frutales tan frondosos que el sol se asoma sólo a ratos cuando encuentra pequeños resquicios. Son las diez de la mañana y ya debemos haber alcanzado los cuarenta grados. Los perros se hacen los muertos en la arena en esta atmósfera aletargada de la costa. El mar siempre está de fondo. Cuando sopla un poco de brisa, las palmeras tiemblan y murmuran. Hoy la “chamba” consistió en dar de comer a los chanchos, regar, recoger los mangos caídos en la noche, acompañar a don Pedro a recoger cocos y volver a clavar los postes que las vacas habían zarandeado.

Doña Lidia faena de aquí para allá, como si sólo se posara en las tareas, entre risas y palabras diminutivas, la voz despistada. Es una mujer de setenta años fuerte y hecha a sí misma. Sus pies revolotean y todo es ágil en sus manos. En Guatemala, en la selva del Petén, viví dos semanas con otra mujer fuerte, doña Petrona, exguerrillera de las FAR durante la guerra interna. Petrona ahora vive con su hija, trabaja en una cooperativa con otros exguerrilleros y por las tardes cultiva orquídeas salvajes en su jardín. Fácilmente, terminábamos hablando del pasado: la desaparición de su esposo, los años en la selva, el dolor de ser madre desde lejos, el exilio en México, la cárcel. En la guerrilla aprendió a leer, a escribir y forjó su autoconciencia e ideas políticas. “Me di cuenta que podía hacer algo más que estar en la cocina y tener hijos”.

Con Yolanda, en el valle Polochic de Guatemala, comíamos tortillas y frijol y las patas de las gallinas, porque no había nada más. Con el sueldo de Yolanda, que trabaja limpiando en la escuela primaria, viven cuatro. Son de Panzós, un pueblo donde jóvenes y mayores pasan el día en la calle por qué no hay trabajo, ni siquiera tierra para cultivar. No hay nada. Tampoco turistas, que nunca se aventuran más allá de Livingston. Por las noches, después de la telenovela, nos pasábamos largos ratos charlando. Me preguntaba mucho sobre España, Cataluña. Le representé un mapa del mundo: “Esta botella de agua es América, nosotras estamos aquí, en este punto chiquito. Este trapo es Europa y aquí está Barcelona. Estamos muy lejos, todo esto es mar. No, no se puede ir en carro, sólo en avión o en barco”.

Yolanda, por verme viajando sola, me hospedó con una dulzura maternal que buscaba protegerme, darme cobijo. Evelin me acogió en la Técnica, un pueblo en la frontera con México, pasada la medianoche y en un momento del viaje algo desesperado. Evelin cruzó de mojada a los Estados Unidos y allí trabajó muy duro durante tres años, lejos de su hija. Son nadie para muchos ojos. Lo es también la mujer que cada día trajina una reja de mangos sobre su cabeza en el mercado, la que se levanta a las tres de la mañana para calentar el café de olla y preparar las tortillas del esposo, la que se va a la milpa cargando con el hijo en un pañuelo sobre la espalda y trabaja más horas que nadie, horas invisibles que alimentan al mundo.

Y así, pese a todos los kilómetros, desigualdades, atrocidades y locuras que separan la botella de agua del trapo, estamos juntas aquí-ahora y nos confesamos pedazos de vida. Reímos y lloramos juntas, tejimos resistencias y complicidades con la ternura de la esencia de lo humano. Ellas me han enseñado que el tiempo es otro, a fiarme del instinto, a vivir con dignidad, a disfrutar del tiempo con los desconocidos que se van volviendo poco a poco conocidos. Ellas me han dejado irrumpir en sus vidas con la valentía del que se muestra como es, con sus cotidianidades, sus luchas y resistencias, sus alegrías y miserias, al descubierto y sin pudores. “Esto es lo que hay, güerita”. La vida.

Laura Solé Martín, 28 años, es comunicadora y gestora cultural.

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