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Un caso práctico: el fraude carrusel

Ricardo Rodríguez aborda el debate entre los impuestos directos e indirectos.

Ricardo Rodríguez* // El debate político y periodístico acerca de la preferencia por los impuestos directos o por los indirectos en los sistemas tributarios discurre desde hace mucho tiempo por cauces bien conocidos. El rechazo de los impuestos directos por parte de los sectores neoliberales encuentra su fundamentación clásica en la célebre curva del economista norteamericano Arthur Laffer que probaría que a partir de un punto crítico, que a juicio de Laffer ya se había alcanzado en la segunda mitad del siglo XX en todos los países capitalistas desarrollados, el incremento de tipos impositivos desanima la actividad económica y hace caer los ingresos fiscales y, al contrario, la rebaja estimularía la inversión y permitiría mejorar la recaudación. Es sabido que Laffer fue el principal asesor fiscal del gobierno de Reagan y que su política de rebajas impositivas llevó a Estados Unidos a una sucesión de colosales déficits fiscales. Pero el neoliberalismo rara vez toma en consideración los hechos en sus elaboraciones teóricas.

La curva de Laffer se usa principalmente como justificación de rebajas de impuestos directos que muy a menudo se compensan con incrementos de impuestos indirectos, dado que el canon dominante en doctrina marca que son los primeros los que más pueden lastrar la actividad económica. El círculo virtuoso que se sugiere desde esta trinchera ideológica es también conocido: una baja tributación de la renta y de la riqueza que liberará recursos para la inversión productiva, lo que a su vez aumentará la riqueza total y con ella los ingresos públicos. La idea es que si el pastel es más grande todos se llevarán porciones mayores, incluso en el caso de que se repartan de modo más desigual. El inconveniente de esta hipótesis estriba en que jamás se ha cumplido en la práctica. Y en el terreno fiscal siempre se ha saldado o con el deterioro de los servicios públicos o con la subida simultánea de impuestos indirectos y al consumo o con un crecimiento desbocado del endeudamiento del Estado; en algunas ocasiones, como ha quedado demostrado tras la etapa del anterior gobierno del PP, con todo ello a la vez.

La izquierda y los sectores que se califican de progresistas, dentro de un amplio espectro, de manera tradicional han propugnado un peso mayor de la imposición directa que de la indirecta por entender que la última resulta más injusta, menos progresiva y que carece de capacidad redistributiva o la alcanza en muy escaso grado. Téngase presente que la redistribución de la riqueza, en un sistema financiero público moderno, nace del efecto combinado de tributos progresivos y servicios públicos universales, convirtiéndose de este modo en la plasmación esencial del principio de justicia financiera. El fallo en cualquiera de los lados de la balanza, ingresos o gastos públicos, desequilibra el conjunto. De esta manera, no resulta posible mantener servicios de educación y sanidad universales de mediana calidad sin la existencia de un sistema tributario en el que todos contribuyan, haciéndolo además según su capacidad económica; a lo sumo, se podrán sostener servicios meramente asistenciales y de baja calidad para población marginal.

El sustrato del hecho imponible en los impuestos indirectos, del mismo modo que sucede con los directos, ha de ser la capacidad económica, según refleja en su definición de impuesto el artículo 2 de la Ley General Tributaria y se deriva del artículo 31 de la Constitución para el conjunto del sistema tributario. Ahora bien, lo que se grava es una manifestación indirecta de la capacidad económica; es de aquí de donde proviene su denominación. Mientras que la base sobre la que se calcula el gravamen de los impuestos directos es la cuantificación de la renta percibida en un determinado periodo o del patrimonio o riqueza de que se es titular en un determinado momento, los impuestos indirectos recaerán sobre la realización de aquellos hechos que, previstos por la ley como generadores de la obligación de contribuir, pongan de manifiesto la existencia de una cierta capacidad de pago. Así ocurre con la compra de cualquier bien o servicio susceptibles de ser objeto de mercado. Y en la medida en que se ha de desembolsar por igual la cuota del tributo con independencia del nivel de renta de quien adquiere un bien o servicio, supondrá mayor quebranto para la economía del adquirente de menos recursos.

Cabe aducir que los ciudadanos acaudalados consumirán y gastarán más y, en consecuencia, al final tributarán más que los pobres. También cabe mitigar el impacto desigual sobre las rentas estableciendo por ley gravámenes mayores para bienes y servicios de lujo y menores para los de primera necesidad (ciertamente dentro de muy estrecho margen en la actualidad en nuestro país, dada nuestra pertenencia a la Unión Europea, cuya normativa prohíbe, por ejemplo, la implantación de tipos incrementados en el IVA para bienes y servicios suntuarios y fija el número de tipos que pueden aprobarse y las franjas dentro de las que se permite que oscilen). Pero siempre habrá una diferencia de riqueza mucho mayor que la que se pone de manifiesto en actos de consumo gravados. O, dicho de una forma excesivamente simplista, un ciudadano que obtenga una renta doscientas veces superior a otro no comprará por ello doscientas veces más barras de pan.

Ésta es una realidad conocida hace mucho tiempo, y reconocida en ámbitos académicos e institucionales en el pasado que iban más allá del espacio de la izquierda. Ramón Tamames lo dejó expresado en la década de los sesenta del siglo XX de manera concisa y diáfana, basándose por cierto en una reflexión del admirado maestro de fiscalistas Enrique Fuentes Quintana, al definir en su obra clásica Estructura económica de España los impuestos indirectos como «los que en relación a las rentas percibidas gravan proporcionalmente más a las clases media y trabajadora». A lo que añadía, en coincidencia en esto con la mayor parte de los economistas de prestigio de la época, y hasta de instituciones tan poco sospechosas de radicalismo izquierdista como el Banco Mundial, que uno de los dos grandes males del sistema tributario español radicaba en el excesivo peso de los impuestos indirectos sobre los directos (el otro gran mal, la escasa flexibilidad del sistema, esto es, su incapacidad para lograr incrementos de ingresos públicos parejos al aumento de la renta nacional, tenía mucho que ver, cómo no, con el gigantesco agujero del fraude). En coherencia con este diagnóstico, dentro de las tareas de reforma emprendidas por el primer gobierno presidido por Adolfo Suárez, se incluyó la de la gestación de un nuevo sistema tributario, más eficaz y equitativo, cuya pieza central sería un Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas basado en los principios de universalidad y progresividad.

Es fiel reflejo del terreno perdido el hecho de que incluso la izquierda que hoy se tiene a sí misma por moderada se muestre en el mejor de los casos titubeante si no cómplice del desmantelamiento de nuestros más importantes impuestos directos (los Impuestos sobre Patrimonio y sobre Sucesiones y Donaciones entre ellos, pero sobre todo el IRPF y el Impuesto sobre Sociedades), acerca de los cuales había en cambio un significativo consenso hace treinta años que abarcaba incluso al centro derecha. Claro que ello debe despertar en nosotros la convicción de la importancia de explicar y la conciencia de la labor que tenemos por delante y no la melancolía.

Impuestos indirectos y doble imposición

Hay aspectos del funcionamiento de los impuestos indirectos que afloran con menor frecuencia en los debates que llegan a la generalidad de la ciudadanía. Pero no por ello carecen de importancia. Recientemente me refería al efecto de doble imposición.

Resulta usual recurrir al argumento de la doble imposición para defender la idea de suprimir impuestos directos como el de Patrimonio y el de Sucesiones y Donaciones. En lo que se refiere al primero de ellos porque se dice que el patrimonio no es otra cosa que renta acumulada, por lo que al gravarla se estaría volviendo a pagar por una riqueza por la que ya se había pagado en el momento de adquirirla. En relación con el segundo, porque quien dona en vida o es causante de la transmisión mortis causa de bienes y derechos ya habrá tributado por ellos, debiendo calificarse el gravamen al que se somete a los beneficiarios como una segunda y confiscatoria imposición.

Más allá de la fragilidad de las razones que se ofrecen, nos interesa ahora percatarnos de la paradoja que supone que los mismos autores que denuncian estos casos de supuesta doble imposición no reparen en la que se produce en todos los impuestos indirectos. A fin de cuentas, ¿con qué dinero pagamos los bienes que compramos sino con el que antes hemos ganado y por el que, según es de confiar, ya habremos tributado? Si se tuviese la honestidad de llevar hasta sus últimas consecuencias el razonamiento de la doble imposición, se habría de concluir que solamente debería existir un impuesto personal y único sobre la renta, en el que incluso procedería englobar el de Sociedades, atribuyendo como renta gravable a sus componentes y en proporción a su participación la obtenida por las personas jurídicas.

Y, al margen de esa hipótesis extrema, se debe denunciar el flagrante y pocas veces señalado caso de doble imposición que se da en el conjunto de Estados miembros de la UE entre los Impuestos Especiales y el IVA. Pues todos los Impuestos Especiales (en nuestro país, con la excepción del de Determinados Medios de Transporte) forman parte de la base imponible de IVA. Es decir, se grava con un impuesto el importe de otro impuesto que a su vez está gravando el mismo acto de consumo que el primero, siendo que los dos tributos son al final soportados por el mismo consumidor. Cierto es que desde un punto de vista estrictamente formal la doble imposición no existe dado que los Impuestos Especiales se definen como aquellos que gravan «la fabricación, importación y, en su caso, introducción, en el ámbito territorial interno de determinados bienes» (artículo 1 de la Ley 38/1992) y el hecho imponible del IVA está constituido por entregas de bienes o prestaciones de servicios a título oneroso (artículo 4 de la Ley 37/1992). Pero, en ambos supuestos, la repercusión de la carga del tributo es soportada por el consumidor final.

En junio pasado, la sala tercera del Tribunal Supremo puso sobre la mesa del Tribunal Constitucional, para la evaluación de su posible incompatibilidad con la Carta Magna, varios artículos de la Ley 15/2012, de medidas fiscales para la sostenibilidad energética, que se refieren a los tributos que gravan la producción y tratamiento de residuos nucleares y al Impuesto sobre el Valor de la Producción de la Energía Eléctrica. El conflicto es iniciativa de las grandes eléctricas, que acusan al gobierno de pretender, bajo la excusa de la tributación medioambiental, cargar sobre las empresas del sector parte del coste del déficit de tarifa incurriendo en doble imposición, por la identidad de hecho imponible de estos impuestos con las tasas que cubren los costes de gestión y almacenamiento de residuos nucleares y con el Impuesto sobre Actividades Económicas respectivamente. Si el Tribunal Constitucional decidiera que existe inconstitucionalidad, cosa que sabremos dentro de unos dos años, habría que devolver a las empresas del sector alrededor de 7.000 millones de euros, que previsiblemente saldrían de un incremento brutal del recibo de la luz, o sea del bolsillo de los consumidores, o de manera directa del erario público, o sea del bolsillo de los contribuyentes. Ya saben: del mismo bolsillo en cualquiera de los casos. Añádase que durante estos años ya se han encargado las eléctricas de repercutir en los precios de suministro como un coste más el de estos gravámenes, esto es, que ya les hemos pagado lo que volveremos a pagarles si triunfa su causa.

Una somera búsqueda en internet nos permitirá encontrar docenas de artículos de fiscalistas defendiendo en este asunto la posición de las grandes eléctricas, ciertamente con razones técnicas de peso, porque resulta innegable que el diseño de los tributos energéticos es una auténtica chapuza. Pero no hallarán tantos artículos denunciando la injusta doble imposición entre Impuestos Especiales e IVA que sufrimos cotidianamente todos los consumidores. Y es verdad que desde un enfoque técnico resulta dudoso que haya doble imposición. Cabe por tanto preguntarse si es compatible con los principios de equidad, justicia y progresividad que consagra el artículo 31 de la Constitución una técnica jurídico tributaria que, al determinar la existencia de doble imposición, eluda el hecho esencial de quién está soportando de manera real el coste del tributo. Pocos casos habrá en que sea tan cierto como en éste aquello de los árboles que impiden ver el bosque.

El Impuesto sobre el Valor Añadido y el Mercado Único. El fraude carrusel

Al margen de las razones, sin duda trascendentales, de la justicia y la igualdad, la izquierda en muy pocas ocasiones entra en el debate acerca de la eficacia del sistema tributario, lo que supone una notable debilidad argumental. No estamos aludiendo a la eficacia de la gestión de los tributos y del control del fraude, sino al cumplimiento de los objetivos que por su propia naturaleza y estructura se plantean en cada figura tributaria.

No exigimos demostración de los efectos contraproducentes que se dan por probados en el incremento o mero mantenimiento de los impuestos directos. Como en su día explicara John Kenneth Galbraith, la curva de Laffer no es más que la representación gráfica de una obviedad cuya simple constatación de nada sirve. Es evidente que un tipo impositivo del 0% llevaría a una recaudación nula, y que también lo haría un tipo del 100%, dado que entonces no existiría riqueza alguna que gravar. Y también es evidente que entre un extremo y otro se hallará el punto a partir del cual los incrementos impositivos no supondrán aumento de ingresos sino lo contrario. Pero probar en qué momento exacto la reducción de ingresos se está debiendo a un incremento de tipos que desanime la actividad económica, en qué franjas y en qué figuras tributarias, es una tarea bastante más compleja y que requiere de la recogida y tratamiento adecuado de datos con un tesón mayor del que se precisa para dibujar una línea curva en un papel.

Con un conocimiento bastante más práctico del asunto por su condición de magnate del aluminio, Paul O’Neill, quien fuera secretario del Tesoro en Estados Unidos y después destituido, entre otras cosas por su disconformidad con la irresponsable reducción fiscal decidida por George W. Bush, declaró que ningún buen hombre de negocios tomaba sus principales decisiones de inversión movido por los estímulos fiscales.

A pesar de todo, la curva de Laffer y el fundamento que la sustenta siguen dominando de forma abrumadora en el mundo académico y en la doctrina y su uso continúa siendo moneda corriente en el debate político, sin una oposición bien armada por parte de la izquierda ante tamaña falacia.

Por otra parte, tampoco reclamamos una explicación convincente de los motivos por los que se persevera en el aumento de los impuestos indirectos, a pesar de sus constatables efectos contraproducentes, éstos sí probados en la práctica. El caso de las llamadas redes de fraude carrusel en el IVA, que ocasiona pérdidas multimillonarias en el conjunto de la Unión Europea, aparte de distorsionar de manera grave los mercados de bienes y servicios, es un buen ejemplo para exponer esta vertiente del debate.

La regulación básica de la imposición indirecta en la actualidad en nuestro país se encuentra en dos leyes correlativas: la 38/1992, que se ocupa de los Impuestos Especiales, y la 37/1992, reguladora del IVA. Ambas normas fueron aprobadas para adaptar nuestra legislación a los requerimientos del mercado interior europeo.

El Impuesto sobre el Valor Añadido, introducido en nuestro ordenamiento a partir del 1 de enero de 1986 y obligatorio para todos los países de la UE, ha sido considerado el tributo más perfecto técnicamente de la historia. Fue ideado por el inspector de finanzas francés, y luego banquero, Maurice Lauré y aplicado por primera vez en Francia en 1954, si bien, como el mismo Lauré explicó, existían antecedentes muy próximos a la configuración que él dio al tributo en otros países, en particular en Canadá.

Hay dos significativas particularidades del IVA frente al resto de impuestos indirectos que explican su trascendencia dentro del sistema tributario. La primera es su generalidad: salvo en aquellos supuestos exceptuados por la ley, el IVA se aplicará a todas las entregas de bienes y prestaciones de servicios que se realicen a título oneroso. La segunda es su carácter multifásico. Éste quiere decir que el tributo se aplicará a todas y cada una de las fases de producción de un bien o servicio, y ello a pesar de que será siempre el consumidor final quien soporte la cuota impositiva. Se ha de garantizar que en cada fase de producción el tributo recae estrictamente sobre el valor que en la misma se incorpora al producto (valor añadido o valor agregado), sin que el agente productor haya de cargar con ningún coste económico derivado del tributo y trasladando al consumidor final la misma cuota con independencia del número de fases de producción. Al cumplimiento de estos requisitos nos referimos como principio de neutralidad. Se logra gracias al sistema de deducciones por el que cada agente productor repercute la cuota del tributo a la fase siguiente y se deduce la soportada de la fase anterior, así hasta que se llega al consumidor final, que soporta toda la cuota tributaria porque no le cabe deducirse nada.

Podremos quizá entenderlo mejor con un ejemplo sencillo y figurándonos las siguientes fases:

1.- Un productor A, digamos que un extractor de cualquier materia prima, venderá la misma a otro productor B, que la transformará para a su vez venderla. Imaginemos que el precio que A cobra a B es de 100 €, al que aplicará un 21% de IVA. El valor añadido en esta primera fase es 100 € y el IVA repercutido, que A ingresará en Hacienda, 21 €.

2.- B venderá el producto transformado a C, que es un distribuidor minorista. Se lo venderá por 140 €, esto es, por 100 más 40, incluyéndose en estos 40 € los costes de producción aparte de los 100 € que le ha cobrado A y el beneficio. Si aplica el 21% de IVA, cobrará a C 169,4 €. Ahora tenemos que B habrá repercutido una cuota de IVA de 29,4 € (140 x 0,21), pero también que se habrá deducido los 21 € que le repercutió A. Si ambas operaciones las hubiese hecho en el mismo periodo de liquidación, lo que B ingresará en Hacienda será la diferencia entre el IVA repercutido, los 29,4 € que cobra a C, y el IVA soportado, los 21 € que le ha cobrado A. Esto es, 8,4 €, que es el 21% de 40, es decir, del valor que en esta segunda fase B incorpora al producto.

Comprobamos que el efecto de la aplicación de IVA sobre la operación de B es por entero neutra: recupera los 21 € que pagó a A por medio de la deducción y recibe de C los 29,4 € que debe ingresar en Hacienda (descontados los 21).

3.- C venderá el producto final a un consumidor que llamaremos D. Suponemos que se lo vende por 200 €, esto es, los 140 € del valor hasta ahora acumulado en el producto excluido el IVA más los 60 € que incluyen otros costes y beneficio del distribuidor. Aplicado el 21% de IVA, el precio final será de 242 €.

Operemos igual que antes. C repercute un IVA de 42 € y había soportado un IVA de 29,4 € que le cobró B. Si su compra y venta se realizan en el mismo periodo de liquidación, ingresará en Hacienda la diferencia de 12,6 €, que es el 21% de 60 €, o sea del valor añadido o agregado en esta fase por C.

El IVA que paga el consumidor final, 42 €, es la suma de los IVA de todos los valores agregados en cada fase de producción. Es decir: 21+8,4+12,6. El consumidor final ya no tiene opción de deducirse, no es el sujeto pasivo del impuesto sino el obligado al que el impuesto le es repercutido, por lo que cargará con la totalidad de la cuota que se ha devengado por el valor final acumulado del producto.

No parece necesario advertir que la realidad es bastante más compleja; son múltiples los costes de producción, no siempre sujetos al impuesto, las compras de factores de producción y las ventas de productos transformados no son simultáneas, hay diferentes tipos impositivos, exenciones, etc. Pero, para lo que aquí nos interesa, éste es el esquema, y es un esquema que resulta bastante lógico y eficaz, haciendo abstracción de su mayor o menor justicia, sobre todo si pensamos en una economía cerrada y en la que sólo exista un único tipo impositivo que se aplicara a todos los bienes y servicios sin excepción.

Pero ¿qué sucederá si hay varios Estados con diferentes Haciendas en los que es de aplicación el IVA y no todas las fases de producción se llevan a cabo en el mismo Estado? Es lo que nos encontraremos en la Unión Europea. Supongamos que el primer productor, A, es una empresa francesa, mientras que las dos empresas restantes, B y C, y el consumidor final, son españoles. Ahora tendríamos que A repercute a B 21 € de cuota de IVA, pero, si mantenemos la mecánica del tributo, no la ingresaría en la Hacienda española sino en la francesa. Sin embargo, B se deduciría los 21 € al hacer la liquidación del IVA que a su vez repercute a C, esto es, 29,4 €. Así que se ingresarían 21 € de IVA en la Hacienda francesa y se recuperarían de la Hacienda española. Quedaría de este modo rota la neutralidad del impuesto: en Francia se estaría ingresando un IVA que no procede de consumidor final y en España se estaría detrayendo de Hacienda un IVA que no se ha ingresado.

Por este motivo, ya en el conocido como Informe Neumark, elaborado por el Comité Fiscal y Financiero al que la Comunidad Europea encargó en los años sesenta el diseño de las líneas de armonización fiscal entre los diferentes Estados miembros, se proponía formular un sistema de compensaciones entre éstos. Pero manteniendo la tributación en origen, lo que por lo demás es lo lógico si nace un mercado interior tal como el que comenzó a existir en 1993. Sin embargo, ésta ha sido tarea mucho más ardua de lo que se esperaba y se ha topado, entre otras, con las mismas dificultades de diversidad entre las economías europeas con las que se ha encontrado el proceso de la moneda única. No es tan fácil acordar un protocolo de compensaciones cuando existen tipos impositivos distintos, cuando hay exportadores netos e importadores netos de determinados productos, o cuando se corre el riesgo de que las transferencias siempre o casi siempre vayan en el mismo sentido. Por lo que se ideó un sistema transitorio de tributación en destino, y es muy expresivo del grado de la dificultad para el paso al definitivo que se hubiese previsto que tal sistema transitorio finalizara el 31 de diciembre de 1996 y que aún hoy, casi veinte años después, continuemos con él, con diversas promesas de conclusión inminente cada poco tiempo, eso sí.

El régimen transitorio supone que las compras y ventas de mercancías entre diferentes países miembros de la UE dejen de tener la consideración de importaciones y exportaciones, dado que nos hallamos ante un mercado interior, pero que no se asemejen del todo a las operaciones realizadas en el interior de un Estado. Se denominarán operaciones intracomunitarias y conllevarán, en general, el desdoblamiento en una entrega exenta en el país de origen de la mercancía y una adquisición sujeta y no exenta en el país de destino.

Siguiendo con nuestro ejemplo, la empresa A no repercutirá a B la cuota de IVA, sino que la declarará en su país como entrega exenta. Por su parte, B se autofacturará y autorrepercutirá el IVA y, en la primera liquidación que presente ante la Hacienda española, incluirá la cuota de 21 € en IVA repercutido y al mismo tiempo 21 € en IVA soportado. El saldo será, por tanto, 0 (21 – 21), pero se habrá conseguido con esta ficción trasladar a España el ingreso y la deducción del tributo, conservando su mecánica. Ahora bien, fusionando en el tiempo ingreso y deducción en un mismo acto de liquidación y sin efecto sobre el resultado. Y como el diablo no descansa, ésta es la debilidad de la que se aprovechan las redes de fraude para obtener ventaja. Téngase presente que es precisamente el tiempo uno de los factores esenciales para que Hacienda pueda, o no, detectar el engaño.

Es en este hueco en el que se inserta el conocido como fraude carrusel, que en su forma básica ha sido ya descrito en multitud de artículos. Las modalidades que se dan en la realidad son muchas, pero en su versión más simple consiste en que un adquirente intracomunitario vende la mercancía que ha comprado a otro adquirente, pero del interior de su país, le repercute la cuota de IVA correspondiente y, sin embargo, ni la declara ni la ingresa en Hacienda, como tampoco había declarado en calidad de IVA repercutido y soportado el de la operación intracomunitaria. Cuando Hacienda se dirige a la empresa para reclamarle el ingreso se encuentra con que la empresa ha desaparecido y con que no puede cobrar, a pesar de que el adquirente interior, evidentemente, sí que se ha deducido esa cuota que se le había repercutido en factura. Al adquirente intracomunitario que se ha esfumado con la cuota de IVA que ha percibido de su cliente sin ingresar se le llama en la UE missing trader, aunque entre los funcionarios españoles se le conoce más, por lo escurridizo, como trucha.

Si volvemos a nuestro ejemplo, la empresa B, que es la que compra por 100 € a la francesa A, no declarará los 21 € de IVA que debe auto repercutirse. Venderá a la empresa C por 140 € más 29,4 € de IVA, cuota que sin embargo no ingresará en Hacienda, a pesar de que C sí se la deducirá. Cuando Hacienda reclame a B el pago, ésta habrá desaparecido. De modo que B es la trucha, o el missing trader.

El fraude carrusel comienza propiamente si la empresa C vende a su vez a otro missing trader de otro Estado miembro (entrega exenta), digamos que de Portugal, que a su vez llevará a cabo la operación con un adquirente interno arrancando una nueva cuota de IVA, y el adquirente interno de Portugal vende a un missing trader de Italia (entrega exenta), y así sucesivamente. De modo que una mercancía puede estar dando vueltas por distintos países de la UE, como en un tiovivo, arañando cuotas de IVA no ingresadas en cada escala, e incluso regresar tras tan lucrativa excursión al punto de partida.

En la realidad las tramas suelen ser bastante más enrevesadas, con varias empresas trucha operando de manera simultánea con diversas mercancías y en operaciones cruzadas. Se ha detectado asimismo la innovación con más sofisticados formatos, como el recurso a sociedades ficticias que cubren a otras de cuyos antecedentes de fraude ya tenía noticia Hacienda, mecanismos de ocultación frecuentes en sectores como el de los componentes informáticos o los coches de lujo. El lector interesado puede encontrar un relato pormenorizado en los artículos que se citan en nota a pie de página, que podrá localizar con facilidad en internet. Lo principal es comprender que el propio diseño del régimen transitorio de operaciones intracomunitarias posibilita este tipo de fraude y facilita la desgraciada circunstancia de que, casi siempre, cuando Hacienda puede actuar, ya sea demasiado tarde.

Es fácil entender que el fraude carrusel en IVA preocupe mucho a los Estados miembros de la UE, que pierden con él millones de euros cada año. Hace tiempo BBC news cifró el coste de este fraude para los contribuyentes europeos en 170.000 millones de libras por año, el doble del presupuesto anual de la UE (Art. Camarero García).Y no solo eso. Las redes de fraude carrusel, al eliminar de hecho el IVA en sus operaciones, pueden hundir a la competencia con precios mucho más bajos que los que se pueden permitir las empresas que no defraudan, distorsionando de forma severa el mercado.

Las estrategias para atajarlo han sido varias desde hace años. Así, la mayor parte de los Estados miembros de la UE han fijado la responsabilidad del adquirente interno, que se convierte a su vez en intermediario entre missing trader (la empresa C de nuestro ejemplo), pudiendo las autoridades fiscales negarle el derecho de deducción de la cuota de IVA si se puede presumir razonablemente que sabía o debía haber sabido que quien le vendió la mercancía no la declararía ni la ingresaría en Hacienda. Nuestra Ley de IVA estipula un supuesto de responsabilidad subsidiaria por este motivo en el artículo 87.5. Pero la averiguación y prueba de que el adquirente conozca o deba haber conocido que quien le transmite la mercancía vaya a eludir el pago de impuestos es tarea de enorme dificultad en la práctica, y el Tribunal de Justicia Europeo (TJUE) ha determinado en multitud de ocasiones que no puede negarse el derecho de deducción a un sujeto pasivo por el mero hecho de que la empresa con la que opera defraude a Hacienda, salvo que se demuestre fehacientemente que el sujeto pasivo es consciente de operar dentro de una red de fraude, para lo que se ha elaborado un sistema de indicios y pruebas de extraordinaria casuística que se conoce como test de Kittel.

Austria y Alemania propusieron en su momento la generalización del sistema de inversión de sujeto pasivo, de tal manera que se obligaría al adquirente interior (la empresa C de nuestro ejemplo) a incorporar en su liquidación la cuota de IVA como repercutida y soportada. Sin embargo, finalmente la Comisión Europea rechazó la idea por considerar que supondría la desnaturalización del mecanismo del impuesto.

Se ha insistido, lógicamente, en el reforzamiento del intercambio de información entre Estados. No obstante, la estrategia más efectiva ha venido siendo la del establecimiento de cada vez más profundos exámenes preventivos, obligando a las empresas que vayan a efectuar operaciones intracomunitarias a inscribirse antes en un registro y obtener un número de identificación fiscal especial, para cuya consecución han de pasar por un proceso de comprobación de las autoridades fiscales en el que se exigirá acreditación de la existencia real de la empresa, su funcionamiento regular, cumplimiento de obligaciones tributarias, existencia de establecimiento, etc. Se determina además una serie de áreas económicas de especial riesgo que son sometidas a mayor control. El inconveniente de estos procedimientos de comprobación es que someten a todas las empresas a una especie de generalización de la sospecha, lo que rompe con sistemas tributarios basados en la confianza y en la actuación de la Hacienda Pública siempre con posterioridad a la comisión de infracciones y no con anterioridad, lo que, como cabe esperar, no es del agrado de los empresarios. Se trata además de procedimientos a menudo farragosos y que pueden retrasar operaciones comerciales y suponer un coste de gestión y de oportunidad graves. A todo lo que hay que añadir que la experiencia viene demostrando que a lo sumo palia pero no ataja de raíz el mal.

Este panorama tendría que conducirnos a alguna conclusión útil que fuera más lejos de las consideraciones técnicas particulares. Y es que la propia estructura del IVA, el más importante de los impuestos indirectos y uno de los más importantes del conjunto del sistema tributario, propicia este tipo de fraudes. Hemos puesto como ejemplo el fraude carrusel porque se halla directamente asociado con la emergencia del mercado único, por su importancia cuantitativa y cualitativa (tanto en quebranto para la Hacienda Pública como en devastación del mercado y de la economía) y porque nos ha permitido ofrecer una muestra concreta del funcionamiento del tributo. Los resultados, de los que más arriba hemos hablado, son demoledores: décadas con un régimen transitorio que debía haber finalizado hace más de veinte años y redes incontrolables de saqueo de la riqueza pública que aprovechan los resquicios de ese régimen de tan definitiva transitoriedad. Es asombroso que el conocimiento de estos hechos quede reducido a la esfera técnica, sin aflorar en el debate ciudadano ni en prensa, como sí se ocupan en cambio los más poderosos fabricantes de opinión de difundir las ciertas o presuntas debilidades de la imposición directa.

Podríamos haber elegido otros ejemplos: el régimen simplificado de IVA que ha permitido que grandes empresas utilicen a pequeños y medianos empresarios que tributan por módulos como suministradores de facturas falsas, las quiebras al principio de neutralidad que se producen en la práctica por los supuestos de no sujeción y exención y que también han sido manejadas para deducirse cuotas no ingresadas, o el abuso de la personalidad jurídica para crear grupos de empresas ficticias que simulan intercambios para generar gastos deducibles o falsas inversiones.

El fondo de la cuestión estriba en que se trata de un impuesto que interviene en todas y cada una de las fases del proceso de producción de bienes y servicios del mercado. Asombra que el neoliberalismo reinante en la burocracia que dirige la UE acepte una elevación sistemática de precios dictada por el Estado en todas las fases de producción y distribución, cuando, como todo el mundo sabe, la libre formación de precios por el mercado sin intervención pública es la ley de oro del catecismo neoliberal. Y más chocante es aún que se promueva como espina dorsal del sistema tributario un impuesto que exige que el Estado fiscalice cada acto de comercio, llegando al extremo de intervenir preventivamente para controlar a las empresas a las que, como hemos visto, se somete a un severo vía crucis de autorización previa. Mientras que el control público de la imposición directa puede hacerse en fase única y posterior al cumplimiento de los contribuyentes y además precisa de recursos mucho menos costosos, dada entre otras cosas la eficiencia de los métodos de retención de rentas en origen, el control del IVA, por la propia naturaleza del impuesto, requiere de una intervención estatal constante, preventiva y estructural del mercado. ¿Cómo es que tan extraordinaria paradoja no forma parte del debate político sobre fiscalidad?, ¿cómo puede ser esta figura tributaria la herramienta principal ofrecida por los mayores defensores del libre mercado?

Hay, no obstante, algo más trascendental que constatar la inconsecuencia de quienes disponen de poder y dinero para sufragarse inconsecuencias como ésta y mayores. La izquierda hará bien en seguir insistiendo en la mayor justicia de los impuestos directos. Pero si no afronta la cuestión de la eficacia seguirá dejando abierto el flanco por el que se cuela la idea de que, a pesar de todo, si la tributación indirecta es más eficaz (porque permite recaudar más o porque no desincentiva la actividad económica o por ambas cosas) posibilitará detraer mayores recursos que, mejor o peor distribuidos, beneficiarán a todos.

Sin embargo, si logramos demostrar que la imposición indirecta no sólo no es más eficaz para conseguir sus objetivos que la imposición directa sino menos, dejaremos el debate sobre la justicia fiscal libre de interferencias y manipulaciones. Incluso podríamos demostrar que lo que perseguían era precisamente que la injusticia fuese más profunda.

*Ricardo Rodríguez es funcionario de la Agencia Tributaria y escritor. Es autor, entre otras obras, de las novelas La moral del verdugo (Mondadori, 2005) y El secreto de Sócrates (Piel de Zapa, 2015).

  

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