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El (v)pelo que nos cubre
"Pese a ser consciente de la presión social basados en una estética opresora y machista, después de 20 años sufriendo con la cera, he acabado eliminando con láser casi todo el pelo que cubría mi cuerpo".
Hasta los 12 años viví mi cuerpo sin complejos. Hasta que crucé la frontera hormonal y sanguínea de la menstruación y, por arte de magia, pasé de ser una niña a ser «una mujer». WTF!!! Poneos en situación porque estoy hablando de Ávila y de los primeros años de la década de los 90. Había cumplido 13 años y, en el colegio, la asignatura de ‘Naturales’ la daba doña Dorita. Aquella mujer era una de esas teresianas que vestía «de calle» pero que, en todo lo demás, era como una monja y no del estilo ‘Sister Act’. En un alarde de modernidad, para explicarnos lo que les pasaba en nuestros cuerpos al llegar a la pubertad, nos puso un vídeo de Érase una vez… el cuerpo humano. Sí. Tal cual. Recuerdo la secuencia de una de las protagonistas levantándose de la cama y viendo una mancha roja en las sábanas. Todo eran risas nerviosas cuando veíamos ese capítulo en el que a los niños les cambiaba la voz y les salían pelos en la cara, y a las niñas les salían tetas y sangre.
Pese a la falta de información en el colegio y en casa (no recuerdo que nadie me explicara que me está pasando), el día que me bajó la regla supe exactamente lo que tenía que hacer: ir al armarito del baño de mis padres, buscar una compresa y ponérmela. Pero la toma de conciencia de “ser mujer” iba más allá de asumir que mi cuerpo no era como el de mi hermano y mi adolescencia no sólo requería lidiar con dolores abdominales y cambios de humor. Descubrí que tenía que pasar el filtro de la sociedad y que mi cuerpo fuera juzgado por otros, por todos los demás.
El primer impacto me vino cuando la chica que me cuidaba por las tardes me vio en pantalones cortos y me dijo muy preocupada: “Patricia, no puedes llevar esos pelos en las piernas. ¡Imagínate que tienes un accidente!”. No lo decía en broma ni ha sido a la única mujer a la que he escuchado semejante reflexión. Yo me quedé muy cortada porque a mí nunca me habían incomodado mis pelos, pero confié en su criterio y me acompañó a “solucionar el problema”. Entré en aquella peluquería con más miedo que vergüenza. La sala de depilación era un cuartucho en la parte de atrás del local y, cuando vi la camilla, temblé. Me desnudé, me tumbé y me sometí al escrutinio de aquella señora: “¡Ay hija! ¡Cuántos pelos! Ya verás qué bien te van a salir y lo limpita que vas a quedar”. Limpita… Tragué saliva. Movía la cera caliente con una espátula de madera que sacó y giró varias veces como si estuviera enrollando espaguetis. Soplaba al mismo tiempo y me advirtió: “Si está muy caliente, me dices”. ¡Cómo explicaros esa primera impresión si no lo habéis experimentado nunca! Cera ardiendo sobre tu piel… ¿No existe en algún listado de formas de tortura? En fin, supongo que cuando la cera te quema, aunque no te deje marca permanente, insensibiliza el resto de puntos de dolor. Por eso, cuando aquella mujer (con antepasados inquisidores, no me cabe duda) tiró de la cera para arrancarme mis pelitos ya no note nada más. Aquel proceso de pesadilla en las dos piernas duró como una hora. UNA HORA.
Después de aquella primera vez pensé que ya estaba solucionado el problema de aceptación social. No podía estar más equivocada… Y la siguiente toma de conciencia vino de la mano de mi hermano. Mi propio hermano. Que una tarde me miró fijamente a la cara y, delante de mis padres, gritó “¡Patricia es uniceja! ¡Es uniceja!” Todos se rieron menos yo. Me tapé la cara y me fui corriendo al baño de mis padres, donde localicé las pinzas de depilar de mi madre y comencé un ritual frente al espejo que continúo haciendo a día de hoy.
Pero el último golpe de realidad que recibí sobre mi bello vello de mujer fue el que me hizo más daño de todos. Era un día caluroso pero todavía teníamos colegio. Mi madre me había comprado una camiseta sin mangas que me encantaba porque era “de mayor”. Quise estrenarla y me fui tan contenta a clase con ella. Estábamos en el patio jugando y levanté los brazos. Tenía delante a Fer, el chico que me gustaba, que al mirarme torció el gesto, me señaló y dijo horrorizado “¡Qué asco!”. Bajé los brazos inmediatamente y los junté a mi cuerpo como si así pudiera volatilizar el pelo de mis axilas. Sentí una vergüenza profunda, como nunca antes en mi vida. Y, según llegué a casa, busqué en el baño de mis padres una cuchilla y me afeité con rabia y desagrado.
A partir de aquel día, nunca, repito: NUNCA, fui capaz de verme con vello en las piernas o en las axilas y no sentir asco de mí misma, de mi cuerpo. Y, pese a ser consciente del condicionamiento y presión social basados en una estética opresora y machista, después de 20 años sufriendo con la cera sobre mi cuerpo, gastando tiempo y mucho dinero, he acabado eliminando con láser casi todo el pelo que cubría mi cuerpo, todos mis pelos “no permitidos”. Sólo me quedan los de los brazos, que nunca permití que los arrancaran porque, de hecho, me gustaban, y me siguen gustando. Pude al menos salvarlos a ellos, aunque ahora siento que traicioné a todos los demás…
Cuando las occidentales decimos que somos libres de decidir lo que hacer con nuestro cuerpo, yo siento ganas de llorar.