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Un año después de Aylan: esto es lo que hace la UE con los refugiados
Desde el 'acuerdo de la vergüenza’, el campo de refugiados de Moria se ha convertido en una cárcel: "Me gustaría decirle al mundo que no se enfade conmigo por estar en su país, sino que lo haga con quienes han hecho que tenga que salir del mío", dice Basel.
LESBOS // Hace un año de la foto -y muerte- del pequeño Aylan y nada ha cambiado. Desde entonces han muerto más de 400 niños en el Mediterráneo. Amanece en Lesbos y comienzan a movilizarse los autobuses azules: ha llegado un nuevo dingui. La noche a bordo de una lancha de juguete ha terminado. En la mayoría de los casos, las barcas que consiguen avanzar más allá de las aguas turcas son interceptadas por los guardacostas griegos. Ésta ha alcanzado la costa y las personas que viajan en ella se ven aliviadas, pero aún con el miedo en el cuerpo después de una travesía por el Egeo llena de complicaciones: embarcaciones que vuelcan, motores reutilizados cientos de veces por las mafias que se paran en medio de un mar de apariencia tranquila pero con grandes corrientes, demasiadas horas a la deriva… “Por favor, no lo llaméis crisis, llamadlo masacre”, pide Manuel Elviro Vidal, uno de los integrantes de la ONG sevillana Proemaid, que desde diciembre ha auxiliado en la costa sur de Lesbos a más de 50.000 personas.
Pese a todo, han llegado a Europa. En sus países han oído que deben llegar, pedir asilo y que serán trasladados a un país con recursos donde podrán continuar con sus vidas alejados de las bombas que en Siria, Afganistán, Irak o Pakistán les obligaron a marcharse. Qué distinta es la realidad. Y qué incalificable la frustración que sienten al darse cuenta de ella.
El pasado 20 de marzo, la Unión Europea firmó con el todopoderoso Recep Tayyip Erdogan -el mismo que tras el intento de golpe de Estado en su contra a principios de julio comenzó una purga que ya se ha saldado con cerca de 50.000 trabajadores destituidos y más de 8.000 detenidos, además de decenas de medios de comunicación cerrados- un acuerdo para que Turquía se convirtiese en un muro de contención. Un muro casi infranqueable para evitar que a Europa sigan entrando por las islas griegas los cerca de tres millones de refugiados que se calcula que se encuentran al otro lado del Egeo -aunque de ellos, dos millones ya viven desde hace años en asentamientos turcos-. El resultado, por el momento, son más de 3.700 personas muertas en el mar en lo que va de año, muchos de ellos cerca de Lesbos, pero la mayoría en la ruta Libia-Lampedusa, reactivada tras el cierre de la frontera con Macedonia y aún más peligrosa que la travesía del Egeo por la gran presencia del Estado Islámico.
Los que han corrido mejor suerte, si es que ese pudiera ser el calificativo, llegan a la orilla de la isla griega escoltados por los guardacostas. Minutos después son subidos a un autobús que los traslada a Moria, el peor de los cerca de sesenta campos de refugiados que se extienden por la península helénica y las islas. De hecho, Moria, ya no es un campo de refugiados, puesto que en ellos los migrantes pueden entrar y salir libremente. Moria se ha convertido en un centro de detención. “Es una cárcel”, cuentan quienes permanecen allí, detrás de los enormes alambres de espino.
Nada más bajar del autobús en este lugar con aspecto carcelario, sin entender nada de lo que ocurre a su alrededor, estas personas entran al Área de Identificación del campo, la única a la que los periodistas que milagrosamente logran el permiso del Ministerio del Interior pueden acceder. Allí esperan largas horas mientras son identificados uno a uno. Tras el reconocimiento, las familias con niños y las personas con condiciones vulnerables serán reubicadas en otros campos de la isla. Los hombres jóvenes, los solteros y los que no viajan acompañados deberán permanecer en ese lugar, encerrados, 25 días, y hasta pasado ese plazo no podrán cruzar la puerta de salida ni para pasear. Difícil de comprender para un occidental, mucho más para quien ha huido de la guerra y de repente se encuentra preso como recompensa a un peregrinaje de meses o incluso años. Como Hassan B., un afgano de 28 años que llegó a Moria en mayo tras haber cruzado Irán de punta a punta hasta llegar a Turquía, saltando de mafia en mafia.
El director del área de Identificación, Spyros Kourtis, realiza un recorrido por esta zona que huele a drama y a incertidumbre. Aquí, al contrario que en el resto de campos griegos en los que una vez obtenido el permiso todo es fotografiable, solo se puede documentar lo que él considera digno de ser mostrado, que son muy pocas cosas.
Pese a que tras el acuerdo el flujo migratorio hacia Grecia se había reducido considerablemente –antes de marzo Lesbos acogía de media a 1.470 migrantes que después pasaron a ser 47-, el golpe de Estado fallido en Turquía hizo que la ruta se reactivase. Desde julio vuelven a llegar cerca de 100 migrantes diariamente y este campo está desbordado. Con capacidad para 800 personas, alberga a cerca de 3.000. En el momento de la visita llegaban a las instalaciones unos 120 migrantes y Kourtis reconoció que si arribaba un bote más tendría que cerrar la puerta espinada de Moria: “Aquí ya no cabe nadie más”.
Prácticamente todos los migrantes que llegan a Lesbos comienzan un procedimiento de petición de asilo, muchos sin saber que tras el acuerdo de la vergüenza es muy probable que sean devueltos a Turquía. Ese fue el trato: cada refugiado que entre a Grecia después del 20 de marzo será devuelto a las autoridades turcas e intercambiado por otro cuya situación burocrática ya sea legal. El resultado de este cambio de cromos bochornoso ni siquiera es ese, pues hasta la fecha se han producido 1.546 devoluciones por las 511 que han llegado a la Europa de los valores.
Quienes permanecen a la espera, confiando aún en el sueño dorado, a veces escuchan rumores sobre nuevas deportaciones y su respuesta da tanto miedo como la realidad: “Para morir en Turquía vuelvo a morir a mi país”, dice el sirio Mohand Salem (nombre ficticio), que pasó ocho días escondido por una mafia, sin apenas comida y prácticamente sin agua, en un almacén situado en la costa turca a la espera del momento adecuado para cruzar. Es un comentario generalizado y, de hecho, no son ni uno ni dos los refugiados que se han quitado la vida al conocer su orden de deportación, tal y como han denunciado en más de una ocasión diferentes organizaciones internacionales.
Una vez transcurridos esos 25 días, la libertad de la que gozan no va mucho más allá. Ya pueden entrar y salir del campo, presentando sus papeles de identificación y siempre y cuando los policías de la entrada den el visto bueno, algo que no siempre ocurre. Están fuera, pero tienen pocas opciones. Una de ellas es caminar tres horas y media -y las mismas de vuelta- hasta Militele, la capital de Lesbos, para comprar algo de comida que varíe la que proporcionan el Ejército y las organizaciones humanitarias. La otra opción es comprarle lo mismo a los buitres que han colocado sus carros de venta ambulante en las puertas de este centro y aprovechan la desesperación de la gente para vender cafés a tres euros o bollos al doble de su precio. No obstante, son una minoría y es de justicia reconocer que el pueblo griego, especialmente en Lesbos, está absolutamente comprometido con esta situación, a pesar de la que les está cayendo a ellos mismos.
Son demasiadas personas pasando demasiados días allí, sin saber cuándo saldrán, con la incertidumbre del retorno a Turquía y recibiendo noticias continuas de las masacres en sus países, rezando para que no les toque a los suyos. Por si esto no bastara, denuncian abusos policiales a la mínima. “Nos pegan en cuanto no obedecemos, en cuanto protestamos por la comida, cuando pedimos salir a la calle y nos lo impiden”, espeta enfadado un tunecino de unos treinta años. Ante las acusaciones, el comandante jefe de la unidad de Policía que controla Moria lo niega todo: “La relación con los refugiados es genial, nos comunican sus problemas, no creo que tengan quejas de nosotros. Aquí se sienten muy seguros porque saben que la Policía está tratando de ayudarlos, les damos comida, refugio y protección”, expresa. “Aquí no se permite pegar a nadie, mucho menos a los refugiados. Los únicos incidentes en los que intervenimos son cuando ellos quieren dañarse a sí mismos o a otros refugiados”, añade el comandante.
Salir de Moria para los retenidos en este fuerte flanqueado por el Ejército, la Policía, decenas de organizaciones humanitarias, los representantes de la oficina de asilo, de Frontex y de Europol es prácticamente imposible, pero Basel Azeez, un joven de 21 años, lo consiguió. Se lo suplicó a Stavros Myrogiannis, el responsable de Kara-Tepé, otro campo de refugiados de Lesbos. Le pidió un mes de prueba. Si se metía en problemas, volvería a Moria.
Kara-Tepé es otra historia. En este centro donde conviven 500 personas se realizan talleres de teatro, todas las actividades deportivas que quepa imaginar, se proyectan películas y se organizan reuniones diarias para informar a los refugiados de los cambios en su situación. Myrogiannis es un exmilitar que, según explica, cada vez que acoge en su campo a un refugiado nuevo, firma un documento por el que se compromete a “hacerse cargo de él hasta que la burocracia solucione su situación”.
Basel deambula por Lesbos desde hace cuatro meses. Llegó tras la firma del acuerdo. Es palestino, anteriormente refugiado en Siria, joven y sin familia, por lo que su situación es una de las más complicadas. Cada dos días vuelve a Moria a preguntar qué hay de lo suyo, pues hace dos meses que realizó la primera entrevista para demandar asilo, pero nunca obtiene respuesta; puede que esto sea incluso un alivio, pues sabe que la opción más viable es la vuelta a Turquía. Su mensaje es rotundo: “Prefiero vivir en esta cárcel que ser obligado a matar a gente en Siria, pero me gustaría decirle al mundo que no se enfade conmigo por estar en su país, sino que lo haga con quienes han hecho que tenga que salir del mío”.