Opinión | Política

La investidura interminable

La política reducida a un juego de esperas y silencios, medias verdades y obviedades, mentiras y elipsis nunca es gran política, aunque funcione, tan sólo un acto dedicado a encubrir sus consecuencias.

Mariano Rajoy junto a un ujier en el Congreso de los Diputados. FERNANDO SÁNCHEZ

Allá por el 2012, cuando también se hacía política en las calles además de en los lugares habituales como los consejos de administración o los asadores, había un cántico en las manifestaciones que, a modo de rima, vaticinaba que Rajoy no llegaría a ese verano como presidente. El grito no fue infundado, si dejamos al margen el férreo compromiso de la izquierda responsable con el Régimen del 78, pero nunca se llegó a cumplir. El presidente resistió y aquí sigue, habiendo culminado la legislatura más larga y la más corta, afrontando su primer debate de investidura tras eso que, hábilmente, se nos ha vendido como una repetición de elecciones.

Un 30 de agosto a las cuatro de la tarde en Madrid no es un buen momento para casi nada, acaso la siesta, para quien se la pueda permitir. Atípica sesión en el Palacio de las Cortes, nada anecdótica ni casual, para un personaje atípico. Rajoy ha pasado de ser Mariano el breve a un hábil político cuyo olfato y táctica es glosado por columnistas, detractores y afines, en ese ejercicio del elogio, tan útil, cuando hay que llenar páginas y no se sabe qué decir. La política reducida a un juego de esperas y silencios, medias verdades y obviedades, mentiras y elipsis, nunca es gran política aunque funcione, tan sólo un acto dedicado a encubrir sus consecuencias.

Rajoy subió a la tribuna del Congreso y se situó ante los micrófonos, flanqueado por los laureles dorados, enclaustrado en un traje azul que le caía como un saco. Ausente de réplica, con el público quitándose aún la arena de los pies y las calles vacías, tan sólo tenía que cumplir con la labor de enlazar un discurso que cohesionara a los suyos, agradara a sus nuevos aliados y sirviera para ganarse el favor de seis diputados o la abstención de once. No se esperaba que despertara ilusión, pero tampoco que a él mismo le faltaran las ganas. Parece que el papel de víctima de las circunstancias, esgrimido por su partido y gran parte de la prensa, ha acabado embaucando a quien sólo debía representarlo.

Del tiempo que duró su intervención, algo más de una hora inacabable, destinó su inicio a lo que fue la justificación de qué era lo que había ido a hacer allí, como quien es sorprendido en una tarea ingrata y trata de justificarse. Porque es urgente, porque lo han votado y porque no hay alternativa, dijo Rajoy en casi la única frase digna de transcribirse. Alternativas existen, aunque no se deseen desde los editoriales, votar se ha votado justo esto, que es de lo que se reniega, urgencia la que menos la suya, ya que el cansancio ciudadano con este sucedáneo de parlamentarismo es su gran aliado. Ni la sonrisa, ni el gesto, ni el aplauso despertó un breve guiño en sus otros aliados, tan sólo unas palabras de Girauta a Rivera al oído, como apesadumbrados por haberse situado al lado de alguien que parecía estar haciéndose de ceniza con cada frase.

Apenas 25 minutos dedicados a presentar sus propuestas en el caso de ser investido presidente. Justo en este momento en que los presidenciables se crecen ante su futuro, cuando viéndose ya casi a las puertas de entrar en acción tienen su última oportunidad para hacer promesas, fue cuando más se le notó a Rajoy el sopor. Leía y miraba al techo, cada dos frases, como un metrónomo que marcaba el deseo de no cruzarse con los ojos a nadie. Una previsible ristra de estadísticas económicas para pintar como recuperación transversal lo que es tan solo consolidación de un modelo de precariedad generalizada, la tan discutible mochila austriaca y acordarse del estado del bienestar, “uno de los mejores del mundo”, de la misma forma en que el presidente habla del sol o las playas de España, como si hubiesen sido obra suya. Un apunte, Rajoy se permitió el lujo de hablar de los peores años de la crisis como un relato de lo pasado para resaltar lo nuevo, sintiéndose ya socialmente eximido de haber sido el principal responsable de los sacrificios ante la Troika. Y razón, en cuanto a la breve memoria del electorado, no le falta. Poco más, la lectura de lo ya escuchado tantas veces.

Vuelta al discurso justificativo. Sinécdoque de su candidatura con españoles, democracia y sensatez. Un párrafo a la corrupción, pasando de puntillas, como al niño al que le obligan a pedir perdón y no sabe. Europa y terrorismo, como esos familiares de los que acordarse pero a los que tampoco se les hace demasiado caso. Rajoy habla por detrás de lo que lee, lo que le permite mirar cada folio cuando acaba, por si acaso se ha dejado algo.

Y luego Cataluña como un tercer bloque que ni los suyos le reclaman ya con tanta insistencia, viendo que el prusés se fatiga en su propia naturaleza. “Cataluña es mucho más que los políticos independentistas y estos no podrían conseguir sus objetivos sin romper la sociedad catalana” para acabar, pasando por las Cortes de Cádiz, con “la España unida y solidaria para la que yo pido el voto de investidura”. No sería tanto exigir que en una página, en un tema, no se acuse a alguien de arrogarse la representación de una sociedad entera para a continuación hacer lo mismo.

Y para acabar, vuelta al principio de la intervención, pero esta vez pronunciada más que por Rajoy, por Mariano, en ese tono que el presidente interpreta como teatral pero que tan sólo suena a señor de hace décadas usando refranes moralizantes. Eximirse de cualquier responsabilidad, el problema son los otros, siempre. Tanto que incluso, en esa costumbre tan marianista de hacer teoría de la obviedad, recordaba que no podría haber oposición si no hay gobierno. Aplausos en pie de su bancada, Rajoy llega al sillón azul, se sienta, tira del brazo de Soraya, para indicar a todos que deben sentarse. Modestia pública o tan sólo un ataque de sinceridad.

Fueran las que fueran las opciones que Rajoy tenía para ser presidente, este discurso las ha reducido. No tanto por el contenido en sí, sino porque su papel, exagerando su astenia, puede volverse en su contra. El fingido desamparo de Rajoy, que oculta su deseo en dilatar aún más todo para lograr una mayoría absoluta en diciembre, puede hacerse patente con otro debate de investidura tan corto de miras como este. Lo que se presenta como un bloqueo institucional no es más que la incapacidad de negociación de los partidos de la alternancia, del Régimen del 78 por inventar una salida alternativa, ni aun con el concurso de Ciudadanos. Ni el PP es capaz de ceder un milímetro, ni el PSOE, y esto resulta de más importancia, pactar con la izquierda -porque no lo desea el IBEX- ni pactar con el PP -porque sería un aldabonazo a su credibilidad e imagen-. El tiempo pasa, los que se dijeron alternativa se enfangan al aparecer, aunque sea como convidados de piedra, en la pantalla. Las calles vuelven a estar vacías, la política se agosta, en ese lugar donde todo es previsible, donde todo se contempla con la indiferencia de un bostezo y la letra muerta.

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