OTRAS NOTICIAS | Sociedad
El hammam
Tras el dossier ‘A mi bola’, numerosas mujeres se han puesto en contacto con ‘La Marea’ para publicar sus experiencias y sensaciones viajando solas. Belén describe su experiencia semanal en un 'hamman' en Meknés (Marruecos).
Aquí puedes leer el dossier completo ‘A mi bola’.
Entro a la medina por el arco de la calle de los restaurantes, giro a la derecha, a la izquierda y luego otra vez a la izquierda. Al fondo de la calle angosta, lúgubre, la entrada. Apenas una puerta de hierro color café con un enrejado de formas geométricas que se apoya, abierta, en la pared empedrada de la calle, tan estrecha que es. Y la abro: la oscuridad me da la bienvenida.
En un primer momento apenas veo nada. El contraste con los cielos límpidos de la costa a mitad de tarde es abrumador. Un olor inconfundible a lejía, henna y ámbar rojo me reciben. No hace demasiado calor dentro pero el contraste de la humedad encerrada con el exterior hace que empiece a transpirar enseguida. Y a todo esto comienzo a ver mejor.
Me desvisto por completo pero anudo un pudoroso pañuelo sobre el pecho que me cubre hasta las rodillas y que luego utilizaré para reforzar el efecto de la mascarilla del pelo. Dejo mi maleta de ropa en el mostrador y la mujer, a cambio, me devuelve un cubo grande de plástico rosa (¿hay algo en este país que no sea de plástico?), un cubito más pequeño y una alfombrilla tipo hule. En la mano que me queda libre me coloca dos bolsitas: rassoul y kessa. No es la primera vez que vengo, pero me indica el camino.
Atravieso el pasillo y entro en la sala rectangular. No tiene ventanas pero una gran claraboya deja entrever el cielo rojo y la despedida del sol sobre la ancienne medina se intuye en mitad de la penumbra que permite esta única entrada de luz. Sé, aunque no pueda olerlo, que afuera compiten el aroma del pan recién horneado, las primeras brasas de los restaurantes de pescado y la sempiterna yerbabuena de los tés. Adentro huele a champús de toda clase (preferiblemente con nombres extranjeros), acondicionadores, mezclas de henna para fortalecer el cabello, mascarillas de rassoul para la cara. Incluso, a pasta de dientes de aquellas que no renuncian a dejarse limpios antes de salir hasta los dientes.
El hammam no es sólo un lugar para lavar el cuerpo sino también para limpiar el alma. Es lo que pienso cuando observo con todo el disimulo de que soy capaz a esas mujeres ajadas, de uñas negras, arrugas que son surcos, miradas cansadas y músculos fuertes tras sus carnes agelatinadas recrearse, durante horas, en su cuidado. Ahora se lavan el pelo, ahora se lo vuelven a lavar (ninguna mujer que se precie puede salir del baño habiéndose dado sólo un lavado de melena), ahora se lavan el cuerpo, ahora se lo hacen frotar, ahora le vuelven a dar jabón blanco. Menos un puñado de jóvenes entretenidas en depilarse el pubis con formas imposibles o en pasarse el hilo dental frente al surco de agua corriente que se lleva los desechos de nuestros lavatorios, el resto de mujeres han dejado atrás cocinas por arreglar, niños por atender, maridos exigentes, recados por hacer, verduras en agua para la cena. Los llevan a cuestas, pero los dejan en la puerta. Toca lavarse. Lavarse dicen.
Me siento en el trozo de plástico que me corresponde por los 30 dirhams que pago y empiezo a regarme con el agua que, a fuerza de cerrar y abrir grifitos, he conseguido que esté a la temperatura justa. Me enjabono una y luego otra vez ayudándome para aclararme con el cubito pequeño que sumerjo en el más grande. Y me llama la kassalah. Me tumbo en mitad de la sala y una mujer sudorosa y medio desnuda me frota con un guante áspero y rugoso cada centímetro de mi piel para limpiarme, diríamos, en versión autóctona. Para eliminar un par de capas de mi epidermis, diría yo. Mientras me frota la parte de arriba (axilas, senos, cuello, vientre) con mi nuca sobre su espinilla, noto sus gotas de sudor caer sobre mi pecho. Es mayor, hace calor y se esfuerza para sacar, con bastante dolor por mi parte, esas virutas de piel y suciedad que se pegan al guante y que me enseña a cada rato con orgullo: spaghetti, spaghueti. Pero la cuestión es que al final me gusta. Por eso vuelvo cada semana, con ellas, a imitar en silencio sus ritos llenos de sabiduría, su espacio cerrado al mundo. Cada domingo normalmente. La humedad te abre los poros, el guante te deja la piel suave y ayuda a los vellos enconados, el tiempo dilatado sosiega el alma y el calor relaja las pasiones. Sin prisa, sin estímulos, sin teléfonos, sin ducha. Una alfombrilla, el suelo, un par de cubos, poca luz, todo el tiempo del mundo.
Decenas de barrigas, barrigotas, pechos, pechitos, culos y cartucheras compartimos espacio y tiempo. Nos miramos en nuestra desnudez, nos tocamos sin pudor y seguimos a lo nuestro instantes después porque éste es nuestro momento en la semana, en las vidas que sobrellevamos lo mejor que podemos. El hammam es una experiencia sumamente vital para quienes provenimos de una sociedad, que, jactándose de liberal, sólo acostumbra a ver un modelo de mujer, y no se parece en nada a éstas. De hecho, el modelo de mujer que vemos en pasarelas, top-less o presentando las noticias y protagonizando películas no se parecen en nada a ninguna de las mujeres que, con nuestras miserias y suciedades, habitamos este baño y el mundo. Pero aquí sólo existimos nosotras. Las mujeres reales.
Siento que me tocan la espalda y es una joven que no llega a la veintena y que me pide por señas que ayude a la que parece ser su abuela, una nonagenaria por lo menos, a sentarse en un taburete. El hammam es tan vital que no sólo sientes, también tocas. Cuerpos decrépitos en el declive inexorable de la vida que se esfuma. Cuerpos que apenas vemos cuando corremos del trabajo al súper, al restaurante, a la guardería, pendientes siempre de un teléfono y muy poco de la vida. Cuerpos decrépitos y frágiles que más que nunca merecen ser tocados, lavados, mimados. Y lo hago, con reservas y algo de escrúpulo, pero me levanto, la agarro por las axilas, ayudo en lo que puedo dejándome guiar por los gestos de la chica, que al final, me sonríe con un shukran y sigue a lo suyo dando lustre con cariño y absoluta normalidad al cuerpo ajeno y ajado.
Termino de ponerme la crema, ya en la entrada donde me desvestí, y devuelvo los enseres. La mujer con las manos arrugadas de pasar doce horas entre estos vapores me devuelve mi ropa. Salgo a la calle y ya es de noche. Con el pelo recogido en un moño que chorrea sobre mi espalda me dirijo a al horno para comprar el pan de la cena. Creo que por esto vuelvo todas las semanas, porque salgo limpia por fuera y por dentro. He pasado tres horas, a veces incluso más, aislada del mundo y he encontrado la paz sólo mirando la normalidad de cuanto me rodea en ese pequeño espacio-tiempo. Los cuerpos, los gestos, los aromas, la vida que fluye, que se pierde y se evapora con absoluta consciencia, sin prisa. Las miserias, que se quedan aparcadas. Salimos con la piel cuidada, los cuerpos impolutos y los deseos anhelantes de un poco de la belleza que nos hemos regalado. Bsaha.
Belén Zurbano, 30 años, es docente e investigadora social en la Universidad de Sevilla y EUSA.